Siete caras de la Transición. Juan Antonio Tirado

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Siete caras de la Transición - Juan Antonio Tirado


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      Siete caras de la Transición

      Arias Navarro, Juan Carlos I, Adolfo Suárez, Manuel Fraga, Torcuato Fernández-Miranda, Santiago Carrillo, Carmen Díez de Rivera

      Juan Antonio Tirado

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      © SAN PABLO 2021 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid) Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

      E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es

      © Juan Antonio Tirado

      Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1. 28021 Madrid

      Tel. 917 987 375

      E-mail: [email protected]

      ISBN: 9788428564021

      Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).

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      A Alicia, mi niña, que quiere ser tan famosa

      como Pepito Cuadros

      A María, recordando otro libro

      A mi padre, que se fue en primavera

      A mi madre, convaleciente de melancolía

      «He sido estúpidamente falangista.

      Quien está permanentemente satisfecho de su pasado o es un farsante o un imbécil».

      Pedro Laín Entralgo, 1976

      Agradecimientos

      Por poca cosa que sea un libro, es raro que nazca sin la colaboración de muchas personas, de las que uno termina abusando. Debo gratitud a Teófilo Ruiz, que siendo un prodigio de inteligencia y saberes es, más que nada, amigo. A Luis Eduardo Siles, a quien la suerte me puso en el camino hace treinta años y que me ha dado sugerencias e ideas que han mejorado este pequeño y para mí querido objeto. A Jesús Nieto Jurado, que llegó a Madrid siguiendo la pista de Umbral, y que me ha aportado soluciones para mejorar estos papeles, mientras ponía letras a la solapa. A Daniel Rivas Pacheco, becario de Informe Semanal, que me asombra con sus conocimientos varios, que incluyen la ortografía y la gramática. A Paul Ingendaay, prestigioso corresponsal alemán en España, que me sirvió de inspiración una noche en el Café Gijón, cuando yo no sabía muy bien aún por qué camino echarme a escribir. A Juan José Mardones, mi viejo amigo televisivo, que corrige con minucia y paciencia. A Joaquín Armada, que me leyó con atención y afecto. A Pilar Pineda, que me ha ayudado con su olfato de prosista intuitiva. A Juan Cívico Llamas, que siendo muy niño me hizo del Atlético de Madrid y ahora me ha puesto en las manos las impagables Memorias de Teodulfo Lagunero. A Víctor Márquez Reviriego, un grande de estas cosas de la escritura con quien conversé una tarde muy grata. A Raúl del Pozo, a quien leo sin hartazgo va para cuarenta años. A María y Alicia, que me han animado a escribir incluso en vacaciones. A María Ángeles López, que me ofreció este libro. Ella siempre me hace los mejores encargos. Y a muchos amigos que dejo fuera de estas páginas, no de mi corazón, para no alargar la cadena.

      Prólogo: La leyenda de la Inmaculada Transición

      Después de unas décadas celebrando el milagro de la Transición llegó el momento de desmontar el prodigio: ahora dicen que se construyó sobre olvidos y silencios. Juan Carlos Monedero, gramsciano intelectual orgánico del Asalto a los Cielos explica que la Transición fue una mentira de familia que ocultaba un pasado poco heroico. «El mito fue construido –escribe Monedero– en los pasillos de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense de Madrid, donde profesores como Ramón Cotarelo o José Álvarez Junco forjaron la leyenda de la Inmaculada Transición». Ahora dicen que la Transición fue una mentira de familia, que Franco murió en la cama, que se fabricaron «resistentes» como en la Francia ocupada, pero muchos, como Juan Antonio Tirado, autor de este libro, no han olvidado los vergajazos, las pistolas en las esquinas, los asesinatos de demócratas, trabajadores y abogados. La Transición no fue un cuento, ni un milagro, sino el esfuerzo de millones de españoles, apoyando a unos políticos, para que desmontaran el aparato del terror, como se desactivan las bombas. Gracias a ellos pudimos votar en libertad, legalizar los partidos y firmar la paz entre las dos Españas: lo explica muy bien en este relato Juan Antonio Tirado. Se dijo que la historia es la relación de los hechos que se consideran verdaderos, así como la fábula es la relación de los hechos que se consideran como falsos. Juan Antonio Tirado está más cerca de la historia que de la fábula, del periodismo que de la ficción, en su libro Siete caras de la Transición. No abusa del vicio de opinar y hace bien porque la historia de las opiniones –como escribe Voltaire– no es más que la recopilación de los errores humanos. Confiesa el autor que «se acostó niño franquista y por la mañana se levantó adolescente demócrata y rebelde, sin llegar a airado». No cuenta sino hechos, recurre a los cronistas de aquel instante. Ni milagro, ni montaje, simplemente historia de España. «Da la impresión de que algunos consideran que en la Transición tenían que ganar la guerra los que la habían perdido en el 39, como si se disputara la segunda vuelta de la contienda civil». Enumera los poderes fácticos contrarios a la democracia, los momentos felices e inquietantes y defiende la Transición como el logro más importante de la España del siglo XX. El libro es un ensayo minucioso de aquella época a la que se llamó Santa y quizá por eso, recurre a los evangelistas o cronistas canónicos. Ahora que se reabren los debates sobre el tiempo del cambio, sobre el consenso de la Transición, Juan Antonio presenta un libro valiente y riguroso, sin apartarse, recurriendo a la crónica histórica y a sus propios recuerdos. «Los recuerdos de Tirado sobre la Transición –escribe un crítico– son los recuerdos de un niño de la Alta Andalucía, entre olivares y algún gobernador, aún en plenitud, que iría oscilando entre el búnker y el aperturismo». Agrupa el momento más apasionante de nuestro pasado mediante los perfiles de sus protagonistas: Suárez, el héroe trágico, Fraga, el hombre que vivía a borbotones, Tierno Galván, Carmen Díez de Rivera, la rubia misteriosa…

      Raúl del Pozo

      Preludio sentimental

      Aquella noche me acosté niño franquista y por la mañana me levanté adolescente demócrata y rebelde, sin llegar a airado. Efectivamente, el dinosaurio todavía estaba allí, pero por poco tiempo. Se fue por la Barranquilla o al Valle de los Caídos, le pusieron encima una piedra de mil quinientos kilos de granito y hasta hoy. Ni siquiera resucitó al tercer año como deseaban Vizcaíno Casas y los cien mil franquistas que perpetuaron la memoria del venerado dictador. Con emoción y lágrimas en los ojos o, sencillamente, por no perderse la cita con la historia, enormes colas de españoles desfilaron durante horas delante del Caudillo de cuerpo presente. Una España lloró a Franco, otra España brindó con champán por la muerte del caimán y la tercera España soñó con vivir en un país decente, con libertad sin ira, mientras quizá acariciaba el deseo de no tener que ir a Londres a abortar ni a Perpiñán a ver el culo de Marlon Brando y a Maria Schneider sin bragas. Yo era de la tercera España, pero yo en realidad no tenía ni idea de lo que era ni de lo que se me venía encima. A mis 14 años, con una infancia rural andaluza iluminada con un candil, bajo cuya luz titubeante aprendí a leer, creía que Franco era un hombre bueno, el mejor y más ejemplar de los españoles. En casa no se hablaba de política. Yo había tenido dos abuelos: uno falangista a carta cabal y el otro republicano sin aspavientos, esto lo supe después. Mis padres poco sabían de política, pero sufrieron desde niños la ofensiva de la peor España, la del señoritismo, esa fiesta perpetua tan andaluza. No es por hacer pornografía sentimental pero mi padre aprendió la a y la e y la i mientras guardaba los cerdos y un maestro de los de entonces, de los de la mucha hambre, le iba introduciendo en los secretos del alfabeto. Tenía cinco años y se levantaba a las seis de la mañana.


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