Una vida aceptable. Mavis Gallant

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Una vida aceptable - Mavis  Gallant


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afirmación de que el complejo de Edipo jamás había existido fuera de Viena […] En el restaurante vi mi pequeño y pálido rostro en la cabeza de una cuchara

      incluso boca abajo […] el rostro de una pequeña y perseguida […] estaba cansadísima, tan exhausta que me preguntaba si sobreviviría hasta el final de

      y que no afectaba a nadie más que a judíos de clase media […] una y otra vez […] imposible odio parricida, a menos que volviese a empezar de camino a casa […] Se comió como un grosero animal la sopa de puerro, sorbiendo […] estofado de carnero […] merengue de albaricoque […] más brandy

      café […] corrompido por el estilo de vida americano […] se bebió un Gin Fizz detrás de otro […] hasta que […] sin tener en cuenta mi pequeña […] cansada o incluso por su propio hígado […] presión arterial […] Con Bertrand cené en los restaurantes más caros […] me invitaban a relacionarme con gente famosa […] actores que contribuían a […] Fui a […] en un lujoso y potentísimo […] arena blanca y pura

      cada actuación de gala en […] aun así, no eran más que sucedáneos de su incapacidad profesional para […] estando delante del espejo […] con la mano apoyada suavemente en la talla de […] vi unos ojos […] enmarcados por […] cuyo arrojo […] no se plegaba ante la mirada de él […] Solo una carta de Charles podría arrancarme del aburrimiento y de la apatía habitual

      Dejando de lado lo que Philippe pudiera sentir por Geneviève, no cabía duda de que el lenguaje de Geneviève era una coyuntura de por sí y era un lenguaje que ningún extranjero podía confiar en llegar a entender, ni siquiera el fantasma de Daisy.

      «El lenguaje es coyuntura —se dijo Shirley—. El grito silencioso.»

      Cuando Philippe hablaba de Geneviève usaba el vocabulario de su novela. Era una forma de expresión que se inducían recíprocamente, como si una tercera presencia invisible y presuntuosa, sucedáneo de la pasión, los impregnase por turnos. Cuando el poseído era Philippe, podía decir, sin sonreír:

      —Era un hada del maíz.

      —¿Que era una qué?

      —Una diosa, vaya. Una deidad femenina. Una diosa del maíz.

      —Ay, Philippe, ¿qué quieres decir? Dímelo en francés.

      —Hablo de la fertilidad. De la abundancia. De la calidez.

      —En serio, prefiero que te ciñas al francés. Cuando lo haces suena bien, por así decirlo.

      —Era una Deméter. Una adorable Deméter. Era Perséfone. Una naturaleza cautivadora. Nunca discutíamos. Siempre estábamos de acuerdo. Una cocinera maravillosa.

      —¿Por qué no te casaste con ella?

      —Lo nuestro no era así. Ella era la encarnación de los sueños de un niño pequeño…

      —¿Un niño pequeño, dices?

      —Que había perdido a su padre…

      —Ay, Philippe.

      —Solo…

      —Es horroroso. Hablas como ella. Y en la cama, ¿qué? Con ella, digo.

      —Lo nuestro no era así. Eso daba igual. Era la encarnación de…

      —No, por favor, eso ya lo has dicho. Volvamos a lo de la cama.

      —A ver, la cuestión es que ella no estuvo con casi nadie antes que conmigo. Solo con otros dos hombres. A uno lo quería, pero…

      —Estaba casado.

      —No, se hizo cura. Con el otro solo era… En fin, el caso es que no le gustaba para nada con ninguno de los dos.

      —Que no se te olvide su marido.

      —No le gusta para nada con su marido.

      —Si tan poco le gustase, se iría de casa.

      —Su religión se lo impide.

      «¡Su religión! ¡¿Lo has oído, san José?! ¡Mándale una lluvia de alfileres a Geneviève! ¡Que le salga barba! Que a Geneviève se le caiga el pelo y tenga que llevar un turbante de lunares con un flequillo postizo. Que a Geneviève se le congelen los dedos en el Transiberiano. Maldita sea Geneviève. Que le den. No, eso lo retiro. No mejoraría la cosa.»

      Esa conversación, que Shirley había empezado a garabatear por todos los márgenes, se fue extinguiendo. Shirley, o Daisy, solo era el fantasma de una furcia y no tenía derecho a nada. Su matrimonio había tocado fondo; el lecho oceánico: un domingo por la mañana, 2 de junio, ninguno de los dos sabía dónde estaba el otro. También Geneviève era un fantasma: no era sino lo que Philippe quería que fuese, un pasado perpetuo. Shirley recogió las hojas desperdigadas de la carta de su madre y volvió a guardar Una vida dentro de una vida en el cajón. No había ganado nada con ese jueguecito, ni siquiera tiempo. La casa donde Shirley había pasado la noche no era la de Geneviève, pero era poco probable que Philippe estuviera con ella en aquel momento. Si Shirley hubiera muerto en ese instante fulminada por un rayo (es decir, si el rayo fuese el sentimiento de culpa), la noticia de su muerte diría: «Se tomó su último desayuno de pie, en la cocina. Las sillas estaban ocupadas por pilas de basura que ya llevaba un tiempo queriendo tirar». Nadie que observara la desaparecida Atlántida creería jamás que el responsable de aquella taza sin lavar era Philippe. Shirley se preguntó si su marido no estaría intentando asustarla y si esa luz que se había dejado encendida, las dos pastillas para dormir y la pocilga de la cocina eran indirectas con la intención de transmitirle un mensaje definitivo.

      En compañía de la araña, se quitó la ropa del sábado y abrió el grifo de la bañera moteada con manchas ocres. De la intrincada tubería que había en el techo le cayeron unas gotas en la cabeza. La carta de su madre hablaba de la muerte de un rey, le decía que no sollozara contra su almohada y que esperaba que no fuese para tanto. ¿Que no fuese para tanto el qué? La mala opinión de Cat Castle sobre Europa. Está en París; haz un esfuerzo para verla, decía su madre. «Pero yo ya sé que está en París: me llamó. Estuvimos un rato hablando, y su horrendo acento de las praderas me arrancó lágrimas de felicidad. Hablamos y quedamos en vernos. Pero… ¿cuándo? ¡Dios santo! —se dijo Shirley—. En teoría tendría que estar con la señora Castle ahora mismo. Desayunando con la señora Castle.»

      El patio se inundó de un suave murmullo dominical de voces y radios. Todo el mundo estaba escuchando el parte meteorológico porque ese fin de semana había puente. Muertes en carretera: a los supervivientes nos gusta conocer las cifras. Luego una guitarra: mientras sonaba de fondo Nuages, que todo el barrio se sabía de memoria, Sutton McGrath tocaba un contrapunto de su propia cosecha. Tenía que ser Sutton McGrath, porque Shirley había visto el nombre en una petición redactada y difundida por madame Roux, la dueña de la tienda de antigüedades de la planta baja. La petición, una queja contra los instrumentos musicales y la presencia de extranjeros (McGrath era australiano), concluía con una elocuente apelación a los derechos ajenos. Shirley no la había firmado precisamente por esos derechos. Philippe tampoco, pero él se amparaba en su prudencia innata: «No firmes con tu nombre; al menos, que no se lea. Si te molesta el ruido, cierra la ventana». Luego Shirley supo que los comentarios ofensivos de la petición sobre los extranjeros no eran por ella. Y eso ¿qué más daba? Al final resultó que madame Roux apenas oía la guitarra desde la planta baja. Su motivo para quejarse, como ocurre a menudo en la vida, era única y exclusivamente cuestión de principios. «Voy a explicarle lo que pienso yo de los principios», se dijo Shirley, hasta que se acordó de que no llevaba dinero y estaba sola en casa. Podía subir en un santiamén y pedírselo prestado al vecino que Philippe odiaba, pero imaginó que al subir o bajar las escaleras se podría topar con su marido y con «su malvada cara católica», como ella la definía cuando la asustaba. Philippe podría preguntarle: «¿Se puede saber adónde vas?». Y sería un pésimo momento para la excusa del dinero. Pero no pasaba nada: la señora Castle, vieja amiga, le dejaría lo que necesitara. No tendría el inconveniente del idioma y no habría ni rastro de ambigüedad. «Entenderá todas y cada una de mis palabras», pensó Shirley.


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