La araña negra, t. 1. Blasco Ibáñez Vicente

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La araña negra, t. 1 - Blasco Ibáñez Vicente


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áñez

      La araña negra, t. 1/9

      PROLOGO

      I

      – No es ésta la mejor hora para hacer visitas. En este colegio se guardan muy bien las reglas, señor; no sé si la madre directora podrá recibirle… pero, a pesar de esto, preguntaré.

      Y el hermano Andrés, al decir estas palabras, se llevaba indolentemente una mano a su puntiagudo y mugriento gorro de seda, como queriendo medir con justo patrón un saludo que no fuese descortés, pero tampoco amable; uno de esos saludos que se guardan para las personas misteriosas que no se sabe de dónde vienen ni lo que quieren. Y sonreía con la expresión de un cancerbero, abriendo aquella bocaza frailuna, oscura, mal oliente, de profundidad interminable y adornada en su entrada con tres dientes gastados, retorcidos y amarillentos como las fichas de un dominó de café.

      Aquel portero de religioso colegio, en su juventud lego de las disueltas Ordenes religiosas, defensor después del Altar y el Trono a las órdenes de Cabrera, criado de los jesuítas en Francia y en España, y empleado, por fin, de la pensión del Corazón de Jesús, miraba al recién llegado con la recelosa y hostil curiosidad propia de quien ha pasado casi toda su vida entre gente inquieta y aficionada a la sospecha, que cree la desconfianza un sentimiento natural y el espionaje un deber ineludible. Se veía en el hermano Andrés, con un poco de observación y a pesar de los estragos que la edad había hecho en su cuerpo flacucho, al antiguo lego tosco, brutal, de puños tan férreos como su estómago y dispuesto lo mismo a barrerle la celda al padre prior como a empuñar el trabuco carlista; pero su posterior roce con los jesuítas habíale creado una nueva personalidad que se adaptaba sobre su antiguo natural como el traje sobre el cuerpo, y en virtud de aquella cepilladura loyolesca sabía sonreír con mansedumbre evangélica, mirar a todas partes con los ojos fijos en el suelo y dar a su voz una entonación meliflua y humilde que hacía exclamar a más de una de las ricas devotas que visitaban el colegio:

      – Este hermano Andrés es un santo varón.

      Y al santo varón no le caía muy en gracia aquel caballero que, apeándose a la puerta del colegio de un carruaje de alquiler, con cierto misterioso recato, había entrado de sopetón en su portería. Había en él algo que alarmaba su olfato amaestrado en la sacristía y en las partidas carlistas, algo que el hermano Andrés había ya rotulado en su imaginación con el terrible título de “tufillo liberal”.

      – Este hombre no es de los nuestros – se decía el seráfico portero mirándole al sesgo con desconfianza, y, efectivamente, todo en él se diferenciaba del aspecto de los asiduos visitantes del colegio. Estos eran buenas gentes que nunca hablaban alto, que decían al entrar: “¡Ave María!”, que preguntaban con cierta veneración por la reverenda madre superiora y de paso dirigían una sonrisa al conserje hermano en Cristo; que inclinaban la cabeza ante las innumerables estampas de santos de todas clases y tamaños que, colgadas de las paredes de la portería, convertían ésta en una verdadera corte celestial al cromo barato, y el recién llegado no decía una palabra sin mirar a los ojos de aquel a quien se dirigía; tenía un acento enérgico y vibrante que no se esforzaba en disimular; mostraba en sus ademanes una noble franqueza, había preguntado con desfachatez revolucionaria por la “señora directora”, y al fijarse en los bienaventurados de vivos colorines que adornaban el cuarto, ¡horror de los horrores!, al hermano Andrés le había parecido que a los labios del incógnito apuntaba una fugaz y amarga sonrisa.

      Además, aquel rostro moreno de facciones pronunciadas, aquellos bigotes gruesos de un color rubio oscuro con reflejos metálicos y aquella frente surcada por una arruga vertical, signo en ciertos caracteres enérgicos lo mismo de cólera que de contrariedad, por un no sé qué misterioso, afirmaban cada vez más al religioso portero en la creencia de que aquel hombre, que por su aire marcial parecía un antiguo militar, no tenía nada de común con el Sagrado Corazón, con las monjas ni con sus visitantes.

      – ¿Si será alguno de esos revolucionarios arrepentidos que ahora han subido al Poder? – y esta consideración que mentalmente se hacía el portero, era la que le impulsaba a mostrarse fríamente amable y no contestar con aquella insolente sequedad que guardaba siempre para los impíos poco temibles.

      – Voy a ver si dan permiso para que usted pase, y entretanto puede usted descansar aquí.

      Esto lo dijo el portero tras el largo silencio transcurrido después de las palabras con que recibió al recién llegado.

      Nada contestó éste, y el hermano, que había tomado de las monjas la curiosidad femenil, no se resolvió a moverse sin practicar algún sondeo en aquel incógnito que él calificaba de misterioso.

      – ¿Y qué nombre tendré que anunciar a la madre superiora?

      – Es inútil; no me conoce.

      – ¿Creo que no vendrá usted por asuntos de ninguna señorita de las que están aquí a pensión?

      – Vengo a ver a la señorita María Alvarez y Baselga, que hace tres años está en este colegio.

      – Perdone usted, señor; aquí no hay ninguna señorita Alvarez.

      – ¡Cómo!.. – exclamó con sorpresa el desconocido, mirando fijamente al portero.

      – Usted se referirá, sin duda – continuó éste tomando un aire de compungido servilismo – a la señorita María Quirós de Baselga, condesa de Baselga.

      Al oír estas palabras, el rostro de aquel hombre se transfiguró rápidamente; su habitual expresión noble y franca trocóse en reconcentrada y feroz, y con voz temblona por la cólera, gritó:

      – Eso de Quirós es mentira; la señorita Alvarez, esa niña…

      Pero calló como si comprendiera lo ridículo que resultaba discutir sobre apellidos con un portero curioso, y mirando a éste con aire de superioridad, le dijo:

      – Estoy perdiendo un tiempo precioso para mí. Anuncie usted inmediatamente a la señora directora que hay un caballero que desea hablarla.

      El hermano Andrés obedeció, saliendo de la portería, no sin antes saludar a aquel hombre que tal aire de imposición sabía mostrar, y abriendo la mampara de pintados cristales se internó en el patio del colegio.

      El incógnito sentóse en el conventual sillón de cuero del conserje y esperó, dejando vagar su mirada sobre los mamarrachos artísticos que recibían el homenaje del fanatismo.

      Reinaba la calma propia de un edificio que, a pesar de encontrarse en la parte más céntrica de una ciudad, aunque no muy grande, bastante populosa, tenía la defensa que le proporcionaba el estar enclavado al extremo de una calleja sin salida, que en su entrada de embudo recogía los ruidos propios de la vida y de la agitación, para irlos disminuyendo y conducirlos amortiguados hasta las puertas del Colegio, donde se extinguían como temerosos de salvar los umbrales de aquella casa dedicada a las oraciones y a una educación tan religiosa como extravagante.

      Cuando el distraído incógnito, saliendo momentáneamente de su ensimismamiento, fijaba su mirada en la pequeña ventana de cristales algo empañados y orlada de estampitas que en la fachada se abría al lado de la gran puerta del colegio, veía a continuación de la mercenaria berlina, la callejuela en toda su extensión, solitaria, monótona y fría como la plegaria de una religiosa, y allá, a su término, el cruzar rápido de carruajes, el encuentro de transeúntes y todos los detalles propios de una vía concurrida, o más bien de la arteria principal de una ciudad de provincia.

      De vez en cuando, sobre el confuso rumor que se producía en la gran calle y que llegaba al colegio como el rugido de un mar lejano, dominaban gritos estridentes que se repetían con metódica precisión.

      Era el vocear de los vendedores de papeles públicos. Desde la portería no podían precisarse las palabras del oral anuncio; pero el desconocido lo había oído momentos antes y sabía lo que significaba.

      Era la hoja extraordinaria que anunciaba cómo en la madrugada del día anterior el general Pavía había penetrado en el palacio de la Representación Nacional para disolver a viva fuerza las Cortes Constituyentes de la República.

      El golpe de Estado, tan esperado por los elementos conservadores, se había realizado; la República no había caído aún de nombre, pero estaba muerta de hecho y el país buscaba ya con mirada indiferente cuál era el nuevo amo que iba a proporcionarle


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