Cuando la tierra era niña. Nathaniel Hawthorne

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Cuando la tierra era niña - Nathaniel Hawthorne


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       Nathaniel Hawthorne

      Cuando la tierra era niña

      Publicado por Good Press, 2019

       [email protected]

      EAN 4057664187178

       LA CABEZA DE LA GORGONA

       EL TOQUE DE ORO

       ARROYO UMBRÍO

       EL TOQUE DE ORO

       EL PARAÍSO DE LOS NIÑOS

       EN EL CUARTO DE JUEGO DE TANGLEWOOD

       EL PARAÍSO DE LOS NIÑOS

       LAS TRES MANZANAS DE ORO

       AL AMOR DE LA LUMBRE

       LAS TRES MANZANAS DE ORO

       AL AMOR DE LA LUMBRE

       EL CÁNTARO MILAGROSO

       EN LA VERTIENTE DE LA COLINA

       EL CÁNTARO MILAGROSO

       LA QUIMERA

       CUMBRE PELADA

       LA QUIMERA

       CUMBRE PELADA

      Bajo el pórtico de la quinta llamada Tanglewood, una hermosa mañana de otoño estaba reunido un alegre grupo de chiquillos, y en medio de ellos estaba en pie un joven alto. Habían proyectado una excursión para ir a coger nueces, y estaban esperando con impaciencia a que las nieblas se desvaneciesen en las vertientes de la montaña, y el sol derramase el calor del veranillo de San Martín sobre los campos y las praderas y en los escondrijos de los bosques. El día prometía ser de los más agradables que han regocijado nunca este hermoso y alegre mundo; pero la niebla de la mañana llenaba aún todo el valle, sobre el cual, en una altura de suave pendiente, se levantaba la quinta.

      La masa de vapor blanco se extendía hasta unas cien varas de la casa. Escondía por completo todo lo que hubiera más lejos, excepto unas cuantas copas de árboles, rojizas o amarillas, que surgían aquí y allí, y estaban glorificadas por el sol madrugador, que también hacía brillar la ancha superficie de la niebla. Cuatro o cinco millas hacia el Sur se levantaba la cima de una montaña elevadísima. Quince millas más lejos, en la misma dirección, se alzaba otra mucho más alta, tan azul y etérea, que apenas parecía más sólida que el vaporoso mar de niebla que se extendía sobre ella. Las colinas más próximas, que bordeaban el valle, estaban medio sumergidas y manchadas con pequeñas guirnaldas de nubes, hasta en las mismas cimas. En resumen: había tanta nube y tan poca tierra sólida, que todo ello hacía el efecto de una visión.

      Los niños antes citados, todos llenos de vida, se escapaban de debajo del pórtico y correteaban por la senda enarenada o por la hierba húmeda de la pradera. No puedo decir fijamente cuántos eran: no menos de nueve, no más de una docena, de todas clases, tamaños y edades, muchachos y chiquillas. Eran hermanos, hermanas, primos, juntos con unos cuantos amiguitos que habían sido invitados por el señor y la señora Pringle para pasar unos cuantos días de la deliciosa estación, con sus hijitos, en la casa de campo. No me gusta deciros sus nombres, ni llamarles con nombre ninguno que algún niño haya llevado antes que ellos, porque sé de cierto que muchos autores se ponen en grandísimos compromisos por haber dado a los personajes de sus libros nombres de personas reales y verdaderas. Por esta razón quiero llamarles Primavera, Bellorita, Amapola, Romero, Ojos azules, Trébol, Madreselva, Capuchina, Flor de Limón, Tomillo, Girasol y Mariposa, aunque, a decir verdad, estos nombres serían mucho más propios de un grupo de hadas, que de una reunión de niños de este mundo.

      No hay que suponer que a estos niños les permitían sus cuidadosos padres y madres, tíos, tías o abuelos, andar vagando por bosques y campos sin la guarda de alguna persona mayor y especialmente seria. ¡De ningún modo! En el primer párrafo de mi libro recordaréis que he hablado de un joven alto, que estaba en pie en medio del grupo. Su nombre (y os diré el verdadero, porque considera grandísimo honor haber contado los cuentos que van aquí impresos), su nombre era Eustaquio Bright. Era estudiante y había alcanzado en aquella época la respetable edad de diez y ocho años; de modo que casi se parecía a si mismo abuelo de Bellorita, Romero, Madreselva, Flor de Limón, Tomillo y los demás, que eran no más la mitad o la tercera parte de venerables que él. Una molestia en la vista (como creen necesario tenerla muchos estudiantes de hoy día, para demostrar su aplicación) le había hecho abandonar las clases dos semanas antes de terminar el curso. Pero, por mi parte, pocas veces he visto un par de ojos que tuviesen aspecto de ver mejor o más de lejos que los de Eustaquio Bright.

      El aplicado estudiante era delgado y un poco pálido, como lo son todos los estudiantes yanquis, pero de aspecto muy saludable, y tan ligero y activo como si tuviese alas en los zapatos. Como le gustaba mucho vadear arroyuelos y pisar la hierba de las praderas, se había calzado para la expedición botas fuertes de becerro. Llevaba una blusa de lienzo, una gorra de paño y un par de anteojos verdes, que se había puesto, probablemente no tanto para protegerse los ojos, como por la dignidad que daban a su apariencia. Sin embargo, pudiera habérselos dejado en casa, porque Madreselva, diablejo travieso, se subió en los hombros de Eustaquio cuando estaba él sentado en uno de los escalones del pórtico, le arrancó los lentes de la nariz y los plantó en la suya, y como al estudiante se le olvidó volverlos a coger, cayeron en la hierba, y allí se quedaron hasta la primavera siguiente.

      Ahora bien: es preciso que sepáis que Eustaquio había alcanzado entre los niños gran fama como narrador de cuentos maravillosos, y aunque algunas veces fingía que le molestaba el que le pidiesen que les contase más y más, y siempre más, yo tengo mis dudas y pienso que no había cosa en el mundo que más le agradase. Había que ver cómo le brillaban los ojos, cuando aquella mañana, Trébol, Amapola, Capuchina, Mariposa y la mayor parte de sus compañeros, le pidieron que les contase uno de sus cuentos, mientras aguardaban a que la niebla se desvaneciese por completo.

      —Sí, primo Eustaquio—dijo Primavera, que era una alegre chiquilla de doce años, con los ojos de risa y la naricilla un poco respingona—: la mañana es la mejor hora para oir los cuentos con que tan a menudo pruebas nuestra paciencia. Correremos menos peligro de herir tu susceptibilidad, durmiéndonos en el momento más interesante... como hizo anoche Capuchina.

      —¡Qué mala eres!—exclamó Capuchina, niña de seis años—. No me dormí: es que cerré los ojos, para ver por dentro lo que Eustaquio


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