Dublineses. Джеймс Джойс

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Dublineses - Джеймс Джойс


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      Akal / Vía Láctea 9

      James Joyce

      DUBLINESES

      Edición y traducción de: Fernando Velasco Garrido

      Aunque fue publicada en 1914, Dublineses había sido concluida en 1905, mas el retraso de su aparición no había sido voluntario. Dos editores y un impresor pusieron reiteradas objeciones a la obra por cuestiones morales, y Joyce se había resistido a aceptar sus modificaciones. No obstante, esos nueve años sirvieron para que el autor revisara los textos y para que añadiese tres nuevos, dotando al libro de mayor cohesión y enriqueciéndolo con el que lo cierra, «Los muertos», considerado uno de los mejores relatos de la historia de la literatura. Así nació Dublineses, una colección de relatos cortos que describen la rígida y estancada sociedad irlandesa de la época, sujeta a la moral católica y a los dictados del Imperio británico; todo ello en un momento en el que el nacionalismo irlandés pugnaba porque se reconociese la legitimidad de sus demandas.

      Considerada por los críticos como un prefacio de sus obras posteriores, sobre todo de Ulises, Dublineses se constituye como la obra que dio inicio a la narrativa original, riquísima y compleja de Joyce, y que consiguió la liberación de la expresión artística del encorsetamiento en el que estaba sumida. Una obra imprescindible, pues, para apreciar y comprender mejor la narrativa del autor irlandés.

      Diseño de interior y cubierta:

      RAG

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      Nota editorial:

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      Nota a la edición digital:

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      Título original: Dubliners

      © Fernando Velasco Garrido, 2015

      © Ediciones Akal, S. A., 2015

      Sociedad Extranjera Ediciones Akal

      Sucursal Argentina S. A.

      Brandsen 662 1.º D

      1161 CABA

      Argentina

      Tel.: 0054 911 50607763 (móvil)

       www.akal.com

      ISBN: 978-84-460-4215-0

      Introducción

      La presente edición de Dublineses puede considerarse, si así se desea, conmemorativa de su centenario. Aunque James Joyce había dado por concluida la obra ya en 1905, esta efectivamente no fue publicada hasta 1914. Los nueve años transcurridos entre ambas fechas fueron en cierto modo una providencia, ya que durante ellos Joyce añadió tres nuevas historias a las doce iniciales, y revisó varias de las ya escritas, dotando al libro de una cohesión aún mayor de la que ya tenía, y enriqueciéndolo en especial con el relato que lo cierra, Los muertos, considerado uno de los mejores de la historia de la literatura. En cualquier caso, el retraso en la publicación no fue voluntario. Los motivos del mismo fueron las reiteradas objeciones de dos editores, y también de un impresor, que, aduciendo motivos principalmente de índole moral, exigían unas modificaciones que Joyce se resistió a aceptar.

      Desde la perspectiva actual ese rechazo puede resultar sorprendente. La enorme distancia entre los baremos morales o políticos considerados aceptables por la industria editorial de entonces y la de ahora hace que hoy resulte totalmente impensable que un editor rechace una obra como Dublineses por motivos de esa índole, siempre y cuando, claro está, se considere el proyecto viable comercialmente. Más aún que una imprenta se niegue a imprimirla.

      Una de las mayores diferencias entre la sociedad europea de hace un siglo y la de ahora reside sin duda en que las pautas morales entonces existentes eran tan mayoritarias que eran casi únicas, y al serlo tenían carácter excluyente. Hoy en día, la diversidad en asuntos de moral no deja mucha cabida a actitudes intransigentes, y estas, además, al ser minoritarias, carecen por lo general de la fuerza necesaria para imponerse.

      En la Europa en la que creció James Joyce, la de las últimas décadas del siglo XIX, se libró una verdadera batalla por liberar la expresión artística del encorsetamiento en el que estaba sumida. Antiguas normas culturales y sociales mantenían su hegemonía entre la mayoría de la población a pesar de que su ímpetu creativo estaba agotado. La época victoriana en Inglaterra, la de la monarquía de Luis Felipe y el Segundo Imperio en Francia, la Biedermaier en la Europa central, están acompañadas por una expresión artística formalmente anquilosada, que al estar al exclusivo servicio de la todopoderosa burguesía que domina la sociedad europea, o bien ignora o bien aborda con actitud paternalista los problemas sociales existentes, ya sean los más llamativos, como la pobreza o el imperialismo, o los más soterrados, como la venalidad, los privilegios o las contradicciones inherentes a las relaciones sociales y familiares.

      Desde la perspectiva actual resulta difícil comprender el alcance verdaderamente transgresor que en su momento pudo tener una obra como Madame Bovary, pero prueba de ello es el juicio por ofensas a la moral pública y a la religión al que se vio sometido Flaubert tras su publicación. Bien es cierto que la visión de los literatos y la aceptada socialmente siempre han diferido a lo largo de historia en mayor o menor medida, y que el distanciamiento entre ambas venía acentuándose desde el romanticismo. Pero la sociedad anterior a la Restauración todavía era suficientemente abierta como para tolerar, aunque sólo fuera como frivolidades propias de la juventud, las manifestaciones más excesivas de los románticos. Sólo a partir de la novela realista comienza a producirse una verdadera escisión social, un rechazo tajante de ciertas manifestaciones artísticas por parte de un sector de la sociedad, que opta por ignorarlas, un rechazo que no se generalizará hasta los últimos años del siglo con la aparición de lo que ahora llamamos modernidad.

      No se trata sólo de que una gran parte de la sociedad dé la espalda a las obras que desafían sus valores y creencias, sino también del inicio de una fractura en las propias artes, en las que surgen dos tendencias claras, una más acomodaticia y menos ambiciosa intelectualmente, y otra más osada, más crítica e inconformista. Son muchas las obras en las que se testimonia esa fractura, pero quizá no haya ninguna mejor a la que acudir como ejemplo que el drama de Ibsen Fantasmas, pues su publicación en 1882 –precisamente el año de nacimiento de Joyce– supuso uno de los grandes escándalos artísticos de la época. En esos años el autor noruego gozaba ya de una exitosa popularidad, y sus obras, aunque siempre polémicas –la inmediatamente anterior había sido Casa de muñecas–, se estrenaban al poco de ser publicadas, se traducían a múltiples lenguas y se representaban ampliamente por toda Europa. Fantasmas, sin embargo, fue censurada o boicoteada en la mayoría de los países. En Inglaterra, por ejemplo, no fue representada hasta diez años después de su publicación, y su estreno sólo se logró gracias a la influencia de otros autores consagrados, como Bernard Shaw, Henry James o Thomas Hardy. Aun así, tras su estreno, un crítico la calificó de «un sumidero al aire libre, una repugnante llaga sin vendar, una guarrada hecha en público... un despojo literario». La principal objeción que se le hacía era que en el drama, una historia de adulterio y degradación moral, desempeñara una función clave la enfermedad venérea.

      Para lo que aquí nos ocupa resulta especialmente significativa una escena en la que el personaje de un pastor protestante, llamado Manders, se queda unos instantes solo en una instancia esperando la llegada de la dueña de la casa, la señora Alving. El pastor observa unos libros que hay sobre una mesa, se acerca a ellos, coge uno, mira la portada, se sobresalta y mira las portadas de otros con gesto de preocupación. Posteriormente


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