El Tesoro de Gastón: Novela. Emilia Pardo Bazán

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El Tesoro de Gastón: Novela - Emilia Pardo Bazán


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       Emilia Pardo Bazán

      El Tesoro de Gastón: Novela

      Publicado por Good Press, 2019

       [email protected]

      EAN 4057664095817

       I La llegada

       II La Comendadora

       III La revelación

       IV Gusanillo

       V Landrey

       VI El Norte

       VII La torre de la Reina mora

       VIII Lourido

       IX Iniciación

       X La consejera

       XI El consejo

       XII Táctica y estrategia

       XIII El aro de oro

       XIV Miguelito

       XV El tesoro

      I

       La llegada

       Índice

      Cuando se bajó en la estación del Norte, harto molido, á pesar de haber pasado la noche en wagon-lit, Gastón de Landrey llamó á un mozo, como pudiera hacer el más burgués de los viajeros, y le confió su maleta de mano, su estuche, sus mantas y el talón de su equipaje. ¡Qué remedio, si de esta vez no traía ayuda de cámara! Otra mortificación no pequeña fué el tener que subirse á un coche de punto, dándole las señas: Ferraz, 20... Siempre, al volver de París, le había esperado, reluciente de limpieza, la fina berlinilla propia, en la cual se recostaba sin hablar palabra, porque ya sabía el cochero que á tal hora el señorito sólo á casa podía ir, para lavarse, desayunarse y acostarse hasta las seis de la tarde lo menos...

      En fin, ¡qué remedio! Hay que tomar el tiempo como viene, y el tiempo venía para Gastón muy calamitoso. Mientras el simón, con desapacible retemblido de vidrios, daba la breve carrera, Gastón pensaba en mil cosas nada gratas ni alegres. El cansancio físico luchaba con la zozobra y la preocupación, mitigándolas. Sólo después de refugiado en su linda garçonnière; sólo después de hacer chorrear sobre las espaldas la enorme esponja siria, de mudarse la ropa interior y de sorber el par de huevos pasados y la taza de té ruso que le presentó Telma, su única sirviente actual, excelente mujer que le había conocido tamaño; sólo en el momento, generalmente tan sabroso, de estirarse entre blancas sábanas después de un largo viaje, decidióse Gastón á mirar cara á cara el presente y el porvenir.

      Agitóse en la cama y se volvió impaciente, porque divisaba un horizonte oscuro, cerrado, gris como un día de lluvia. Arruinado, lo estaba; pero apenas podía comprender la causa del desastre. Que había gastado mucho, era cierto; que desde la muerte de su madre llevaba vida bulliciosa, descuidada y espléndida, tampoco cabía negarlo. Sin embargo, echando cuentas, (tarea á que no solía dedicarse Gastón), no se justificaba, por lo derrochado hasta entonces, tan completa ruina. El caudal de la casa de Landrey, casi doblado por la sabia economía y la firme administración de aquella madre incomparable, daba tela para mucho más. ¡Seis años! ¡Disolverse en seis años, como la sal en el agua, un caudal que rentaba de quince á diez y siete mil duros!

      Acudían á la memoria de Gastón, claras y terminantes, las palabras de su madre, pronunciadas en una conferencia que se verificó cosa de dos meses antes de la desgracia.

      —Tonín,—había dicho cariñosamente la dama,—yo estoy bastante enfermucha; no te asustes, no te aflijas, querido, que todos hemos de morir algún día, y lo que importa es que sea muy á bien con Dios; lo demás... ¡ya se irá arreglando! Siento dejarte huérfano en minoría, pero pronto llegarás á la mayor edad, y así que dispongas de lo tuyo, acuérdate de dos cosas, hijo... Que ni hay poco que no baste ni mucho que no se gaste, y... que no debemos ser ricos... sólo... ¡para hacer nuestro capricho, olvidándonos de los pobres y del alma! Quedan aumentadas las rentas... gracias á que no he fiado á nadie lo que pude hacer yo misma... ¡y eso que soy una mujer, una ignorantona, una infeliz! Tú, que eres hombre, y que recibes doblado el capital, puedes acrecentarlo, sin prescindir de... ¡de que hay deberes, para un caballero sobre todo!... ¡y de que la fortuna se nos da en depósito, á fin de que la administremos honradamente!... ¿Verdad, Tonín, que vas á pensar en esto que te he dicho... así... así que no estemos... juntos? Dame un beso... ¡Ay!... ¡Cuidado, que por ahí anda la pupa!

      Y Gastón, de pronto, sintió como los ojos se le humedecían, acordándose de que el ¡ay! de su madre había delatado, por primera vez, la horrible enfermedad cuidadosamente oculta, el zaratán en el seno.

      Poco después la operaban, y no tardaba en sucumbir á una hemorragia violenta... y Gastón veía á su madre tan pálida, tendida en el abierto ataúd, y recordaba días de llanto, de no poder acostumbrarse á la orfandad, á la soledad absoluta... Después, con la movilidad de los años juveniles, venía el consuelo, y con la mayor edad, el gozo de verse dueño de sus acciones y de su hacienda, ¡libre, mozo, opulento! Dando una vuelta repentina en la cama, lo mismo que si el colchón tuviese abrojos, Gastón volvía á rumiar la sorpresa de haber despabilado tan pronto la herencia de sus mayores.

      —¡Si no es posible humanamente!—calculaba.—¡Si no me cabe en la cabeza! Vamos á ver; yo no soy un vicioso; no he jugado sino por entretenimiento; no he tenido de esos entusiasmos por mujeres pagadas, en que se consumen millones sin sentir. ¿Qué hice, en resumidas cuentas? Vivir con anchura; pasarme largas temporadas en el extranjero, sobre todo en el delicioso París; comer y fumar regaladamente; divertirme como joven que soy; pagar sin regatear buenos cocheros y caballos de pura raza, cuentas de sastre y de tapicero, de joyero y de camisero, de hotel, de restaurant... Todo ello, aunque se cobre por las setenas, no absorbería ni la tercera parte de mi caudal... oh, eso que no me lo nieguen. ¡Aunque me lo prediquen frailes descalzos! Me sucede lo que á la persona que ha dejado en un cajón una suma de dinero, no sabe cuánto, pero volviendo á abrir el cajón nota que hace menos bulto, y dice: «Gatuperio...»

      Aquí Gastón suspiró, abrazó la almohada buscando frescura para las mejillas, y pensó entrever, como filtrado por las cerradas maderas de las ventanas, un rayito de luz.

      —El caso es que yo fuí bien prudente. De imprevisor nadie podrá tacharme. ¿Á quién mejor había de confiar mis negocios, y la gestión y administración de mis bienes, que á don Jerónimo Uñasín? Un viejo tan experto, con tal fama de seriedad y honradez en los negocios; y además,


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