Las leyes de la naturaleza humana. Robert Greene
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A mi madre
Introducción
Si tropiezas con un rasgo especial de maldad o estupidez, […] no permitas que te enfade o te perturbe; velo como una adición a tu conocimiento, un dato nuevo a tomar en cuenta en el estudio del carácter de la humanidad. Tu actitud será la del mineralogista que tropieza con un muy peculiar espécimen de un mineral.
—ARTHUR SCHOPENHAUER
A lo largo de nuestra vida, tenemos que tratar inevitablemente con individuos que nos causan problemas y vuelven difícil y desagradable nuestra existencia. Algunos de ellos son nuestros líderes o jefes; otros son colegas y otros más, amigos. Pueden ser agresivos o pasivo-agresivos, pero por lo común son expertos en explotar nuestras emociones. A menudo parecen simpáticos y seguros de sí mismos, rebosantes de ideas y entusiasmo, y caemos bajo su hechizo. Demasiado tarde descubrimos que su seguridad es irracional y sus ideas desatinadas. Entre colegas, ellos pueden ser quienes sabotean nuestro trabajo o profesión en virtud de una envidia secreta, con la ilusión de hacernos caer. O podrían ser colegas o subordinados que, para nuestra consternación, revelan ver sólo por sí mismos y utilizarnos como un trampolín.
Ineludiblemente, esas situaciones nos toman por sorpresa, ya que no esperamos dicha conducta. Es usual que ese tipo de personas nos asesten pretextos muy elaborados para justificar sus acciones o culpar a útiles chivos expiatorios. Saben confundirnos y arrastrarnos al drama que ellos controlan. Nosotros podríamos protestar o enojarnos, pero al final nos sentiremos indefensos; el daño está hecho. Más tarde, otro sujeto de esa misma clase aparece en nuestra vida y la historia se repite.
Con frecuencia percibimos una sensación similar de confusión e impotencia cuando se trata de nosotros y nuestra conducta. Por ejemplo, de pronto decimos algo que ofende a nuestro jefe o a un colega o amigo; ignoramos de dónde salió, pero nos acongoja descubrir que cierta molestia o tensión interna escapó de nosotros en una forma que lamentamos. O quizá ponemos todo nuestro empeño en un plan o proyecto, sólo para percatarnos de que fue una insensatez y una espantosa pérdida de tiempo. O nos enamoramos justo de la persona equivocada y lo sabemos, pero no podemos evitarlo. ¿Qué nos pasa?, nos preguntamos.
En estas situaciones, nos sorprendemos en medio de patrones de conducta autodestructivos que al parecer no podemos controlar. Es como si lleváramos dentro un extraño, un pequeño demonio que opera con independencia de nuestra voluntad y nos empuja a hacer las cosas equivocadas. Y ese extraño dentro de nosotros es raro, o al menos más de lo que creíamos.
Lo que puede decirse de esas dos cosas —las acciones ofensivas de la gente y nuestra conducta en ocasiones sorpresiva— es que con frecuencia no tenemos idea de qué las causa. Podríamos aferrarnos a algunas explicaciones sencillas: “Ese individuo es perverso, un sociópata”, o “Algo me ocurrió, no era yo mismo”, pero estas descripciones fáciles no nos conducen a comprenderlas ni impiden que esos patrones se repitan. La verdad es que los seres humanos vivimos en la superficie y reaccionamos emocionalmente a lo que la gente dice y hace. Nos formamos opiniones simplistas de los demás y de nosotros. Nos contentamos con el argumento más cómodo y fácil.
Pero ¿qué pasaría si pudiéramos sumergirnos bajo la superficie y ver el profundo interior, acercarnos a las raíces verdaderas de la conducta humana? ¿Qué pasaría si comprendiéramos por qué algunas personas nos envidian e intentan sabotear nuestro trabajo o por qué su injustificada seguridad las hace creerse divinas e infalibles? ¿Qué sucedería si desentrañáramos la razón por la cual la gente se comporta de súbito de forma irracional y revela un lado muy oscuro de su carácter, o por qué siempre está lista para ofrecer una racionalización de su conducta, o por qué recurrimos continuamente a líderes que apelan a lo peor de nosotros? ¿Qué pasaría si examináramos con seriedad nuestro interior y pudiéramos juzgar el carácter de las personas, para evitar así malas contrataciones y relaciones personales que tanto daño emocional nos causan?
Si conociéramos en verdad las raíces de la conducta humana, sería más difícil que los individuos destructivos se salieran con la suya sin cesar. No seríamos tan fáciles de persuadir y engañar. Podríamos adelantarnos a sus repulsivas manipulaciones y entrever sus excusas. No permitiríamos que nos arrastraran a sus dramas, pues sabríamos de antemano que su control depende de nuestro interés. Los despojaríamos finalmente de su poder mediante nuestra aptitud para indagar en las honduras de su carácter.
En cuanto a nosotros, ¿qué pasaría si, de igual manera, pudiéramos ver nuestro interior y distinguir la fuente de nuestras emociones más preocupantes y el motivo de que determinen nuestro comportamiento, a menudo contra nuestros deseos? ¿Qué pasaría si entendiéramos por qué nos sentimos tan inclinados a desear lo que otros tienen, o a identificarnos tanto con un grupo que terminamos por subestimar a quienes no pertenecen a él? ¿Qué pasaría si descubriéramos la causa de que mintamos sobre lo que somos o de que apartemos inadvertidamente a los demás?
Ser capaces de entender mejor a ese extraño dentro de nosotros nos ayudaría a darnos cuenta de que no es un desconocido, sino una parte esencial de nosotros, y de que somos mucho más misteriosos, complejos e interesantes de lo que imaginamos. Y con esa información conseguiríamos abandonar nuestros patrones negativos, dejaríamos de ponernos pretextos y tendríamos más control sobre lo que hacemos y lo que nos sucede.
Esa claridad respecto a nosotros y los demás podría cambiar en muchos sentidos el curso de nuestra vida, pero primero debemos desmentir un error muy común: tendemos a concebir nuestra conducta como voluntaria y deliberada. Imaginar que no siempre controlamos lo que hacemos es una idea inquietante pero cierta. Estamos sujetos a fuerzas en el fondo de nuestro ser que motivan nuestra conducta y operan bajo el nivel de la conciencia. Vemos los resultados —pensamientos, estados de ánimo y acciones—, pero tenemos poco acceso consciente a lo que mueve nuestras emociones y nos empuja a comportarnos de cierto modo.
Piensa en el enojo, por ejemplo. Por lo general identificamos a un individuo o grupo como causa de esta emoción. Pero si fuéramos sinceros y caváramos hondo, veríamos que lo que suele provocarnos cólera o frustración tiene raíces más profundas. Podría ser un suceso de nuestra niñez o una serie particular de circunstancias. Si lo examináramos, discerniríamos patrones distintivos: nos enojamos cuando ocurre tal o cual cosa. Sin embargo, en el momento en que nos enfadamos no somos reflexivos ni racionales; nos dejamos llevar por la emoción y apuntamos con un dedo acusador. Algo similar podría decirse de muchas otras emociones que experimentamos; clases específicas de hechos desencadenan repentinamente confianza, inseguridad, ansiedad, atracción por una persona particular o necesidad de atención.
Llamemos naturaleza humana al conjunto de esas fuerzas que tiran de nosotros desde lo más profundo de nuestro ser. La naturaleza humana surge de la programación específica del cerebro, la configuración del sistema nervioso y la forma en que los seres humanos procesamos las emociones, todo lo cual se desarrolló y emergió en el curso de los cinco millones de años de nuestra evolución como especie. Podemos atribuir muchos detalles de nuestra naturaleza al modo peculiar en que evolucionamos como un animal social para garantizar nuestra supervivencia, gracias a lo cual aprendimos a cooperar con otros, coordinamos nuestras acciones con el grupo en un alto nivel y creamos novedosas formas de comunicación y modos de mantener la disciplina grupal. Este desarrollo temprano subsiste aún y continúa determinando nuestro comportamiento, incluso en el moderno y sofisticado mundo en que vivimos.
Para poner un ejemplo, considera la evolución de la emoción humana. La supervivencia de nuestros más remotos antepasados dependió de su capacidad para comunicarse entre sí mucho antes de que se inventara el lenguaje. Ellos hicieron evolucionar nuevas y complejas emociones: júbilo, vergüenza, gratitud, celos, rencor, etcétera. Los signos de estas emociones se advertían de inmediato en su rostro; ellos comunicaban su estado de ánimo rápida y efectivamente. Se volvieron muy sensibles a las emociones ajenas como una forma de unir más al grupo —de sentir alegría o dolor en común— o de permanecer juntos de cara al peligro.
Hasta la fecha, los seres humanos somos muy susceptibles a los humores y emociones de quienes nos rodean, lo que