Nunca es tarde para amar. Marie Ferrarella

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Nunca es tarde para amar - Marie Ferrarella


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      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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      Editado por Harlequin Ibérica.

      Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Núñez de Balboa, 56

      28001 Madrid

      © 1999 Marie Rydzynski-Ferrarella

      © 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Nunca es tarde para amar, n.º 1061 - enero 2021

      Título original: Never Too Late for Love

      Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

      Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

      Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

      Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

      ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

      ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

      Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

      Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

      Todos los derechos están reservados.

      I.S.B.N.: 978-84-1375-101-6

      Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

      Índice

       Créditos

       Capítulo 1

       Capítulo 2

       Capítulo 3

       Capítulo 4

       Capítulo 5

       Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Capítulo 10

       Capítulo 11

       Capítulo 12

       Epílogo

       Si te ha gustado este libro…

      Capítulo 1

      MARGO McCloud atravesó las puertas de la iglesia de St. Michael, en Bedford, como un viento abrasador azotando el desierto en agosto. «Maldito tráfico», musitó, tragándose las expresiones más vehementes que se le ocurrieron por deferencia al lugar en el que se encontraba. Odiaba llegar tarde, aunque no fuera por su culpa. Un gran atasco en la autopista había convertido un trayecto de sesenta kilómetros desde el aeropuerto de Los Ángeles en un infierno de tres horas. Y para colmo, aún sufría por el cambio de horario después de haber salido de Atenas, Grecia.

      Decididamente no era su mejor día, en especial tras chocar con el hombre de un metro noventa de altura que había elegido ese preciso momento para plantarse del otro lado de la puerta. El impacto la habría enviado al suelo, pero dos brazos muy grandes y hábiles la sujetaron.

      Mientras Margo recuperaba el aire perdido, el desconocido enarcó unas cejas de un castaño oscuro con asombro divertido y sonrió.

      –¿Margo?

      A ella no le sorprendió que supiera su nombre, a pesar de que no tenía ni idea de quién era. Conocía a muchas personas, y lo lógico era que de vez en cuando olvidara a algunas.

      Pero al erguirse y abandonar lentamente el apoyo protector de sus brazos, pensó que era poco probable que a él lo hubiera olvidado con mucha facilidad. El hombre era magnífico, al estilo de un guerrero cazador, si es que éstos llevaban esmoquin.

      –Sí, soy Margo –su voz reflejó cierta preocupación–. ¿Me la he perdido?

      Bruce Reed quedó impactado por la energía que irradiaba. Debía ser algo de familia. Por lo menos la belleza lo era. No le costó ver el parecido con su hija. Estaba ahí, en los ojos y en la boca. Y, desde luego, en el pelo. Ambas tenían un cabello del color del trigo bajo los rayos del sol. Melanie lo llevaba largo, mientras que su madre lo lucía recogido, mostrando un cuello muy delicado que contrastaba con su barbilla fuerte.

      «Señal de una luchadora», pensó Bruce.

      –No, no te la has perdido –la tranquilizó. Con un gesto de la cabeza le indicó las puertas dobles de madera que conducían al interior de la iglesia. La última vez que miró, estaba atestada de invitados, incluyendo a su nervioso hijo, que esperaban la llegada de Margo–. Melanie insistió en que la boda se retrasara. Se niega a casarse si tú no estás. Yo soy el vigía –con la vista recorrió su figura esbelta y atlética. También en eso las dos se parecían. Huesos pequeños, bien proporcionados–. Por aquí, por favor –le asió el brazo y le quitó la maleta–. Melanie es toda una chica, hmmm, mujer –corrigió.

      –Es ambas cosas –dijo Margo con una leve risa–. Casi todas nosotras lo somos.

      Como no la conocía, a Bruce le pareció más seguro no hacer comentarios. La condujo al cuarto adyacente donde aguardaba Melanie. Llamó una vez y abrió.

      La diminuta estancia requería la presencia de dos personas para estar abarrotada, y ya las tenía. Tres casi llegaban al límite legal. Para evitar verse mareado por una combinación de satén, encajes y la presión de tres cuerpos femeninos, Bruce Reed eligió quedarse en el umbral. Le sonrió a la mujer joven que conocía desde hacía poco tiempo y a la que había llegado a querer como a la hija con la que jamás fue bendecido.

      –Melanie, creo que tengo algo que es tuyo.

      –¡Mamá! –giró al verla por el espejo–. Sabía que lo conseguirías.

      Aunque no fue fácil, logró abrazar a su madre. Melanie no era propensa a las preocupaciones, pero a medida que pasaban las horas había empezado a temer que su madre no llegara a tiempo para la boda.

      Margo


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