Suya por una noche. Sandra Field

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Suya por una noche - Sandra Field


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      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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      Editado por Harlequin Ibérica.

      Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Núñez de Balboa, 56

      28001 Madrid

      © 1999 Sandra Field

      © 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Suya por una noche, n.º 1128- enero 2021

      Título original: Jared’s Love-Child

      Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

      Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

      Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

      Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

      ® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

      ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

      Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

      Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

      Todos los derechos están reservados.

      I.S.B.N.: 978-84-1375-094-1

      Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

      Índice

       Créditos

       Capítulo 1

       Capítulo 2

       Capítulo 3

       Capítulo 4

       Capítulo 5

       Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Capítulo 10

       Capítulo 11

       Capítulo 12

       Epílogo

       Si te ha gustado este libro…

      Capítulo 1

      TENÍA calor. Estaba cansada del viaje en avión. Se le había hecho tarde. Muy tarde.

      Y el camino hacia Los Robles era como una de esas interminables carreteras de campo que no conducen a ninguna parte. Con un suspiro de impaciencia, Devon Fraser se secó el sudor de la frente e intentó relajar los músculos del cuello. Para colmo de males había estado quince minutos en un atasco, entre limusinas y choferes que llevaban invitados a alguna boda.

      Devon iba conduciendo su coche, un Mazda rojo convertible, y llevaba la misma ropa con la que había salido de Yemen veinticuatro horas antes. Un traje de lino verde de estilo modesto, arrugado ahora, una blusa con cuello cerrado y unas zapatillas verdes que le estaban haciendo daño.

      No llevaba maquillaje. Casi no había dormido. Y no la esperaba nada placentero en las siguientes horas.

      Llegaba tarde a la boda de su madre. A la quinta boda de su madre, para ser precisa. Esta vez se casaba con un hombre llamado Benson Holt. Un hombre rico con un hijo llamado Jared, que tenía aterrada a Alicia, según había dicho ella misma. Jared sería el padrino y Devon la dama de honor.

      Devon se había pasado las últimas horas negociando con unos barones ricos en petróleo. No se iba a intimidar por un playboy de Toronto llamado Jared Holt.

      La boda estaba programada para las seis de la tarde, y en aquel momento eran las cinco y cinco. Tardaría varios minutos en pasar los portones de seguridad de hierro forjado de la entrada de la propiedad de Benson Holt. Haría falta un milagro para poder llegar a Los Robles y que la harapienta que estaba hecha se transformase en deslumbrante dama de honor. Todas las damas de honor deslumbraban, ¿no? ¿O esa era la novia?

      Devon no lo sabía. Ella no había sido nunca una novia y no tenía intención de cambiar de estado civil. Ese papel se lo reservaba a su madre.

      Había robles a los lados del camino, la hierba parecía de terciopelo y las cercas estaban pintadas de blanco. El novio era rico, sin duda. «Sorpresa, sorpresa», pensó Devon cínicamente. Aunque su madre era una romántica, aún le quedaba casarse con un hombre pobre.

      A través de las cercas, Devon podía ver campos abiertos y plácidos grupos de yeguas y caballos, y por un momento se olvidó de lo imperdonablemente tarde que era. Se había acordado de meter en la maleta el equipo de montar en los diez minutos que había parado en su chalé de Toronto. Al menos podría tener alguna experiencia agradable en aquella boda: montar a caballo.

      Vio que la carretera se ensanchaba y llegaba hasta una zona de arbustos y unas estatuas alrededor de un camino circular. La casa era una imponente mansión georgiana, con muchas contraventanas y chimeneas. Ignorando la indicaciones de los dos hombres uniformados que estaban haciendo señas a los coches hacia una zona de aparcamiento debajo de unos árboles, Devon se salió de la fila, y paró cerca de la puerta de entrada. Salió del coche y del asiento de atrás recogió su maleta y las perchas que tenían los vestidos.

      Le dolían todos los músculos. Se sentía fatal. Y tenía peor aspecto aún.

      Corrió a la puerta de entrada. Estaba flanqueada por dos faroles pintados de verde. Cuando fue a tocar el timbre, se abrió la puerta.

      —Bueno… —dijo una voz burlona de hombre—. La señorita Fraser llega tarde.

      Devon se quitó de la cara un rizo rubio suelto que había sido parte de un pulcro peinado hacía veinticuatro horas.

      —Soy Devon Fraser, sí —dijo ella—. ¿Podría llevarme a mi habitación, por favor? Tengo prisa.

      El hombre la miró insolentemente de arriba abajo, desde el pelo despeinado


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