Anna Karenina. León Tolstoi

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Anna Karenina - León Tolstoi


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que mi madre llegue de San Petersburgo —agregó.

      Kitty lo contó sin dar mucha importancia a tales palabras. Sin embargo, su madre las veía de distinta forma. Sabía que él estaba esperando, de un momento a otro, a la anciana, suponiendo que ella estaría feliz de la elección de su hijo, y entendía que el hijo no pedía la mano de Kitty por miedo a ofender a su madre si no la consultaba antes. La Princesa quería vivamente ese casamiento, pero quería más todavía recuperar la serenidad que le robaban esas preocupaciones.

      Era mucho el dolor que le producía la desgracia de Dolly, que se quería separar de su marido, pero, de todas maneras, la intranquilidad que le producía la suerte de su hija menor la absorbía por completo.

      Cuando llegó Levin, se le añadió una preocupación más a las que ya sentía. Sentía miedo de que Kitty, en quien, tiempo atrás, percibiera cierta simpatía hacia Levin, no aceptara a Vronsky en virtud de exagerados escrúpulos. Resumidamente: consideraba posible que, de una forma u otra, la presencia de Levin pudiese echar a perder un asunto que estaba a punto de solucionarse.

      —¿Llegó hace mucho? —preguntó, cuando volvieron a casa, la Princesa a Kitty, refiriéndose a Levin.

      —Llegó hoy, mamá.

      —Desearía decirte algo... —comenzó la Princesa.

      De inmediato, Kitty adivinó de lo que se trataba por la cara grave de su madre.

      —Mamá —dijo, volviéndose con rapidez hacia ella—. Por favor, te pido que no me diga nada de eso. Lo sé; ya lo sé todo...

      Anhelaba lo mismo que su madre, pero le disgustaban las razones que inspiraban los deseos de esta.

      —Únicamente te quería decir que si das esperanzas al uno...

      —Por Dios, querida mamá, no me diga nada. Me aterra hablar de eso...

      —Callaré —dijo la Princesa, viendo que las lágrimas asomaban a los ojos de Kitty—. Vidita mía, solamente quiero que me prometas algo: que jamás vas a tener secretos para mí. ¿Me lo prometes, hija?

      —Jamás, mamá —contestó Kitty, sonrojándose mientras miraba a su madre a la cara—. Pero actualmente no tengo nada que decirte... Yo... Yo... A pesar de que te quisiera decir algo, no sé qué... No, no sé qué, ni cómo...

      «No, con esa mirada no puede mentir», pensó su madre, sonriendo ampliamente de alegría y de emoción. Además, la Princesa sonreía ante aquello que a la pobre chica le parecía tan enorme y trascendental: las emociones que en este momento agitaban su espíritu.

      XIII

      Kitty, después de comer y hasta que comenzó la noche, sintió algo parecido a lo que puede sentir un joven soldado antes de ir la batalla. Su corazón latía con mucha fuerza y no le era posible enfocar sus pensamientos en nada. Estaba segura de que esta noche en que se iban a encontrar los dos se iba a decidir su destino, y los imaginaba ya a cada uno por separado ya a ambos al mismo tiempo.

      Cuando recordaba el pasado, se detenía en las memorias de sus relaciones con Levin, que le producían un placer muy dulce. Esos recuerdos de la niñez, el recuerdo de Levin unido al del hermano fallecido, resplandecía de poéticos colores sus relaciones con él. El amor que sentía por ella, y del cual estaba completamente segura, la halagaba y la llenaba de alegría. Guardaba, pues, un recuerdo muy agradable de Levin.

      El recuerdo de Vronsky, en cambio, siempre le producía un cierto malestar y le daba la impresión de que había algo de falso en sus relaciones con él, de lo que no podía señalar como culpable a Vronsky, que todo el tiempo se mostraba sencillo y agradable, sino a sí misma, mientras que con Levin se sentía tranquila y confiada. Pero, cuando imaginaba el futuro con Vronsky junto a ella, se le antojaba feliz y resplandeciente, mientras que el futuro con Levin se le aparecía confuso, brumoso.

      Cuando subió a su habitación para vestirse, Kitty, mirándose al espejo, comprobó con felicidad que estaba en uno de sus mejores días. Se sentía con pleno dominio de sí misma, serena, y sus movimientos eran graciosos y desenvueltos.

      El sirviente anunció, a las siete y media, apenas había bajado al salón:

      —El señor Constantino Dmitrievich Levin.

      La Princesa se encontraba todavía en su habitación y el Príncipe tampoco había bajado. «Ahora...», se dijo Kitty, mientras sentía que la sangre le afluía al corazón. Se miró al espejo y se espantó de su propia lividez.

      Ahora comprendía claramente que si él había llegado tan rápido era para hallarla sola y pedir su mano. Y repentinamente el asunto se le presentó bajo una nueva apariencia. Ya no se trataba de ella sola, ni de saber con quién podría ser dichosa y a quién elegiría; ahora entendía que era preciso herir de una manera cruel a un hombre a quien quería. Y ¿por qué? ¡Porque él, tan encantador, estaba muy enamorado de ella! Pero ella no podía hacer nada: las cosas tenían que ser de esa manera.

      «¡Mi Dios! ¡Que sea yo misma quien se lo tenga que decir!», pensó. «¿Voy a tener que decirle que no le amo? ¡Pero esto sería una mentira! ¿Que quiero a otro? ¡Eso no es posible! Me marcho, me marcho...».

      Ya se iba a ir cuando sintió los pasos de Levin.

      «No, es incorrecto que me marche. ¿Y por qué tengo que tener miedo? ¿Qué hice de malo? Le voy a decir la verdad y no me sentiré cohibida ante él. Sí, es mejor que suceda... Ya está aquí», pensó al distinguir la tímida y pesada silueta que la contemplaba con ojos apasionados.

      Kitty le miró a la cara como si suplicase su misericordia, y le extendió la mano.

      —Veo que llegué demasiado pronto —dijo Levin, mientras examinaba el salón vacío. Y su cara se ensombreció cuando comprobó que, como esperara, nada iba a dificultar sus explicaciones.

      —¡Oh, no! —respondió Kitty, tomando asiento al lado de una mesa.

      —En verdad quería encontrarla sola —explicó él, sin tomar asiento y sin mirarla, con el fin de no perder el valor.

      —Mamá vendrá pronto. Se cansó mucho ayer... Ayer...

      Conversaba sin saber lo que estaba diciendo y sin apartar de Levin su mirada acariciadora y suplicante.

      Él la contempló de nuevo. Kitty se sonrojó y calló.

      —Le dije ya que ignoro cuánto tiempo voy a estar en Moscú, que todo dependía de usted.

      Ella inclinó más todavía la cabeza no sabiendo cómo habría de responder a la pregunta que intuía.

      —Y depende de usted porque deseaba... deseaba decirle que... quisiera que usted se casara conmigo.

      Habló casi inconscientemente. Después guardó silencio y miró a la muchacha cuando se dio cuenta de que lo más grave ya lo había dicho.

      Kitty respiraba con dificultad, apartando la mirada. En lo profundo de su ser se sentía contenta y su alma rebosaba felicidad. Jamás había creído que esa declaración le pudiera producir una impresión tan honda.

      Sin embargo, eso duró un solo instante. Le vino a la memoria Vronsky y, dirigiendo a Levin la mirada de sus ojos transparentes y sinceros y viendo la expresión angustiada de su cara, dijo de forma precipitada.

      —Discúlpeme... Es imposible...

      ¡Qué cercana estaba Kitty a él un instante antes y lo necesaria que era para su vida! Y en este momento, ¡qué distante, qué alejada de él!

      —Claro, no podía ser de otra manera —dijo él, sin mirarla. Se despidió y se dispuso a irse.

      XIV

      Sin embargo, la Princesa entró en aquel momento. Al ver que los dos muchachos estaban solos y que en sus caras se retrataba una turbación muy profunda, el horror se dibujó en su rostro. En silencio, Levin saludó a la Princesa. Kitty mantenía baja la mirada y callaba.

      «Le dijo que no, gracias a Dios», pensó su


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