La divorciada dijo sí. Sandra Marton

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La divorciada dijo sí - Sandra Marton


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      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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      Editado por Harlequin Ibérica.

      Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Núñez de Balboa, 56

      28001 Madrid

      © 1997 Sandra Marton

      © 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      La divorciada dijo sí, n.º 1041 - enero 2021

      Título original: The Divorcee Said Yes

      Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

      Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

      Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

      Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

      ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

      ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

      Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

      Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

      Todos los derechos están reservados.

      I.S.B.N.: 978-84-1375-109-2

      Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

      Índice

       Créditos

       Capítulo 1

       Capítulo 2

       Capítulo 3

       Capítulo 4

       Capítulo 5

       Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Capítulo 10

       Si te ha gustado este libro…

      Capítulo 1

      POR FIN, había llegado el día de la boda de su hija y Annie Cooper no era capaz de dejar de llorar.

      –Voy a retocarme el maquillaje, querida –le había dicho a Dawn minutos antes, en cuanto había empezado a notar aquel característico escozor en los ojos.

      Y allí estaba, en uno de los compartimentos del servicio de señoras de una hermosa iglesia de Connecticut, con un puñado de pañuelos desechables en la mano y los ojos rebosando lágrimas.

      –Prométeme que no llorarás, mamá –le había pedido Dawn la noche anterior.

      Estaban ambas sentadas tras una taza de chocolate caliente. Ninguna de ellas conseguía dormir. Dawn estaba demasiado nerviosa; y Annie no quería renunciar a las últimas horas que su hija iba a pasar en casa antes de convertirse en esposa de Nick.

      –Te lo prometo –había contestado ella con un hilo de voz, e inmediatamente había roto a llorar.

      –Oh, mamá, por el amor de Dios –había exclamado Dawn, en el tono de una adolescente quejosa.

      Y ése era precisamente el problema. Todavía era una adolescente, pensó Annie mientras se secaba las lágrimas. Su niña sólo tenía dieciocho años, era demasiado joven para casarse. Por supuesto, había intentado decírselo la noche que Dawn había aparecido en su casa con una sonrisa radiante en el rostro y la sortija de compromiso que Nick le había regalado en el dedo, pero su hija había replicado con un argumento indiscutible.

      –¿Y cuántos años tenías tú cuando te casaste? –había dicho, zanjando la discusión.

      –Dieciocho, los mismos que tú. Y mira cómo he terminado. No quiero que mi hija pase por lo mismo que yo.

      Pero, evidentemente, Dawn no tenía la culpa de que el matrimonio de sus padres hubiera terminado en divorcio.

      –Es demasiado joven –susurró Annie–. Demasiado joven –repitió.

      –¿Annie?

      Annie oyó que se abría la puerta del servicio de señoras, dejando entrar un murmullo de voces y los primeros acordes del piano. Sonidos que desaparecieron en cuanto la puerta se volvió a cerrar.

      –¿Annie? ¿Estás aquí?

      Era Deborah Kent, su mejor amiga.

      –No –contestó Annie con tristeza, conteniendo a duras penas un sollozo.

      –Annie –insistió Deb con delicadeza–, sal, por favor. Annie –el tono de Deb empezaba a adquirir la firmeza que debía utilizar con sus alumnos–. Esto es una tontería. No puedes quedarte aquí.

      –Dime una razón por la que no pueda quedarme aquí –contestó Annie con voz temblorosa.

      –Bueno, para empezar, hay setenta y cinco invitados esperándote.

      –Cien –sollozó Annie–. Pues que esperen.

      –El ministro está empezando a impacientarse.

      –La paciencia es una gran virtud –replicó Annie.

      –Y creo que tu tía Jeanne acababa de hacerle una proposición deshonesta a uno de los acompañantes del novio.

      Se hizo un largo silencio, tras el que Annie gimió:

      –Dime que estás bromeando.

      –Sólo sé lo que he visto. Tenía esa mirada… ya sabes a qué me refiero.

      Annie cerró los ojos con fuerza.

      –¿Y?

      –Y se ha acercado descaradamente a ese muchacho rubio –la voz de Deborah se tornó soñadora–. La verdad es que no puedo culparla. ¿Te has fijado en el cuerpo que tiene ese muchachito?

      –¡Deb! Por Dios –Annie arrojó los pañuelos de papel al inodoro, abrió la puerta y se dirigió al lavabo–. Tía Jeanne tiene ochenta años. La senilidad puede ser una excusa para su comportamiento, pero tú…

      –Escucha,


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