No te olvides de los que nos quedamos. Nélida Wisneke

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No te olvides de los que nos quedamos - Nélida Wisneke


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intertextuales o transtextuales de la presente obra de Nélida Wisneke con otras obras artísticas. No podemos obviar el rescate que hace la novela No te olvides de los que nos quedamos de la literatura de cordel: es decir, poesía popular tanto escrita como oral que nació en la península Ibérica y fue difundida desde España y Portugal, enraizando fuertemente en Brasil.

      Hasta aquí con las “pistas” de lectura que hemos ofrecido, si es que cabe, quizá, para acercar la obra literaria al lector, a ese lector atento que reclaman las obras de arte, esperamos haber despertado interés por esta bella novela, tal vez el mismo interés que suscitó en nosotros, sin prisa, pero sin pausa, al momento de enfrentarnos a la primera lectura en que esta obra nos condujo con suavidad de arroyo hacia el final, haciendo crecer poco a poco verdaderas ansias de llegar a él. Sólo nos queda celebrar este nacimiento y el camino independiente de su autora que esta obra comienza ya.

      Daniel Alejandro Silvestri

      Salta. Verano de 2020

A1

      Estaba a punto de dormirme en el regazo de mi abuela. Sus manos fuertes acariciaban suavemente mi cabeza y sus dedos se enredaban en mi abundante cabellera. Quería detener el tiempo. Quedarme eternamente así. Sintiendo la tibieza de su cuerpo y la seguridad de que, mientras estaba junto a ella, nada de lo que habían predestinado para mí, desde que estaba en el vientre de mí madre, ocurriría.

      Abrí los ojos cuando vi llegar al abuelo con un atado de caña de azúcar cargado en la espalda. Lo dejó en la sombra. Escuché el ruido de las varas del dulce jugo cayendo al suelo y al darme vuelta alcancé a ver unos gestos con los que se comunicaban los mayores, cuando los niños andábamos cerca. No entendí nada. Sentí que mi abuela se estremeció y creo que escuché un sollozo. Quise levantar la cabeza, pero ella presionó mi espalda firmemente y no dejó de acariciarme, tampoco me permitió mirarla.

      Mi abuelo se sentó en un banco bajito, recostó su cansada espalda en la pared del humilde rancho, levantó su mano hasta una especie de mesa sobre la que había un cedazo con las chalas del maíz que habíamos desgranado la noche anterior, sacó de un “bocó” 1 un trozo de tabaco negro y con su “canivete” 2 lo empezó a cortar finamente. Acarició con la yema de sus dedos la suave y transparente hoja sobre la que dejó caer las finas hebras. La envolvió. Rozó su lengua humedecida sobre uno de los bordes del casi cigarro, lo cerró y fue hasta el fuego. Tomó uno de los tizones encendidos, lo aproximó hasta cerca de su boca e hizo arder el precario envoltorio que mitigaría, en parte, su angustia. Volvió hasta el banquito y ya sentado hundió con fuerza sus talones en la tierra.

      Había cerrado mis ojos y, cuando estaba a punto de dormirme, la escuché:

      Não se esqueça de falar3 Dos que ficamos aqui. Não negue de onde viemos Para assim não me ferir.

      Fala de mim para eles,

      Conta pra eles de mim.

      Diga que estamos aqui,

      Más que nós, não escolhemos,

      Esse lugar pra ficar.

      Que qualquer lugar é bom,

      Se a gente tem liberdade.

      Não assim, só fatalidade

      E triste está o coração.

      Desde que a gente chegou

      Somente é sofrimento,

      Trabalhamos qual jumento,

      Desde que amanhece o dia,

      E nem sequer pela noite

      Recebemos a comida.

      Fala de mim para eles

      Conta pra eles de mim.

      Às vezes você vai rir,

      E outras somente chorar,

      Mas não deve esquecer,

      No lugar onde estiver:

      Você é filha destas terras

      E de nós que não tivemos

      Outro solo pra escolher.

      Fala de mim para eles,

      Conta pra eles de mim.

A1

      El profundo silencio cortaba la respiración de todos. Solo las miradas penetrantes, esas que buscan encontrarse en el otro, parecían hablar.

      Los hombres comenzaron a llegar y el encuentro en el larguísimo corredor con piso de tierra, que nos fuera destinado para ahogar la fatiga cotidiana, hizo que sus blanquísimos pantalones resaltaran de sus cuerpos y de la oscura noche. La llegada, los apretones de mano y la mirada fija en los ojos del otro, los enmudecía. Ni una sola palabra. El silencio escindía cualquier sonido u otra forma de comunicación verbal y todo movimiento avizoraba el libre destino prometido desde el inicio de los tiempos.

      Las mujeres en la cocina, alrededor de una vieja mesa de madera guardaban, silenciosamente, en una maleta blanca un poco de carne seca, la infaltable “farofa” 4, bananas que empezaban a pintar, rapadura5 e intentaban ponerle un pedazo de soga o cordón a unas vasijas de porongo6 que luego serían cargadas con agua y tapadas con trozos de marlo7.

      La falda blanca de mi madre dejaba notar el ruedo de una enagua8 roja como avisando que detrás de ese cuerpo rudo también palpitaba el corazón estremecido de una mujer.

      En sus manos fuertes, un cuchillo grande cortaba en pequeños trozos el jugo de la caña de azúcar que fuera endurecido por el fuego9 y los colocaba en una bolsa de tela, nívea, dentro de la maleta.

      A unos pocos metros del corredor de la casa rudimentaria alcanzaba a ver a un grupo de hombres conversando. Unos estaban en cuclillas alrededor del fuego, otros, sentados en unos pequeños bancos de madera cortada con machete. La mayoría de ellos estaban parados, conversaban en pequeños grupos como esperando una señal.

      De repente el filo reluciente de un machete que mi abuelo, sin querer, dejó caer sobre la hoja de otro, hizo que me levantara brusca y rápidamente de la hamaca hecha con pequeñas piezas de telas que mi abuela, tiempo atrás, había logrado hacer para que su marido descansara y en la que me había recostado. Mis manos comenzaron a sentir un calor inexplicable y una sudoración fría empezó a correr por mi cuerpo de niña.

      Miré hacia la cocina y la vi. Estaba ahí con una mirada lejana. Serena. Le acercó a mi madre unas sandalias de cuero que ella misma había ablandado con un poco de cebo y ajo, durante varias tardes, cuando la rutina le dejaba libre unos minutos. Su mano rodeó la cintura de su hija que hacía esfuerzo para no soltar una lágrima. Ni un sollozo se escuchaba. Ni un: “No quiero”, era posible ya.

      Mi abuela, luego, se me acercó. Me miró como quien mira el horizonte con ganas de alcanzarlo:

      Vista pouca roupa em cima10 E não se esqueça da água. Não coma muito na viagem, E quando a fome apertar, Busque folhas, e raízes, Que a floresta vai lhes dar. Por si acaso a água acaba; Pela manhã, bem cedinho, Lamba as folhas das plantas E busque nos trilhos da mata Nas pisadas dos cavalos, Ou de outras bicharadas. Ou se o céu lhes manda chuva E enche bem os buracos. Acalme, então, sua sede, Junte um pouco, se puder Que aguentamos qualquer coisa Mas morremos sem beber.

      Clavó sus dulces ojos en mis pies y se retiró sin darse vuelta. Hasta hoy la recuerdo así. Como aquella que nunca se detiene y se dirige a fundirse en un abrazo interminable con el futuro.

      El cansancio me venció y me recosté en un banco de madera. Estaba a punto de dormirme cuando una mano me tapó suavemente la boca y sin hablar me dijo tantas cosas.

      Súbitamente y en silencio me paré. Vi que la maleta ya estaba a mis pies. La levanté y la dejé caer sobre mi hombro. Me amarré cuidadosamente la vasija con agua alrededor de mi otro brazo. La mano de mi madre,


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