Meditaciones de Marco Aurelio. Marco Aurelio

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Meditaciones de Marco Aurelio - Marco Aurelio


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hacía de buena fe y sin fin torcido.

      Noté en él mismo un no admirarse jamás, no asombrarse de nada, no andar jamás apresurado, jamás perezoso, jamás perplejo, jamás en lo interior acongojado ni en lo exterior fingidamente risueño, jamás de nuevo enojado, jamás, finalmente, poseído de sospecha. Vi en él una gran inclinación a hacer bien, a perdonar fácilmente, a decir siempre la verdad, dando antes pruebas de no poder ser jamás pervertido que de necesitar alguna vez ser corregido; «y lo que me pareció cosa bien rara», que nadie tuvo jamás motivo para pensar que Máximo le despreciaba, ni que Máximo se tenía por mejor que él; por fin, que no quería ser reputado por un hombre sobradamente urbano y discreto, ni que se pagaba de cortesías.

      16. De mi padre (Antonino Pío), la clemencia y mansedumbre, la constancia inalterable en las resoluciones tomadas con madurez, la indiferencia respecto a la gloria popular, mostrando hacer poco caso de las que se tienen por honras, la aplicación a las ocupaciones con gusto y sin cesar, prestándose a oír a los que quisiesen proponerle algún proyecto de pública utilidad.

      El dar inexorablemente a cada cual según su merecido, el sostener sus resoluciones y desistir de ellas cuando convenía, el ser ajeno a familiaridad con los mancebos y con todos jovial y humano, dejando en plena libertad a sus amigos para que no asistiesen a sus convites ni obligándoles que le acompañasen en sus largos viajes; sin que por esto, los que por alguna precisión se hubiesen quedado dejasen de hallarle siempre el mismo.

      Su aplicación exacta y constante en sus consejos y deliberaciones, no alzando mano de ellas sin una cabal averiguación ni dándose por satisfecho con una información pronta y superficial; su cuidado en conservar la correspondencia con sus amigos, no fastidiándose de unos ni apasionándose de otros con exceso; su fácil resignación en todo acontecimiento y estar siempre risueño; lo próvido que solía ser, previniendo sin ruido ni alboroto, y muy de antemano, aun las cosas de menor consideración; cuán amigo era de reprimir el aplauso y todo género de lisonja hacia su persona; cómo con suma atención miraba por las necesidades del imperio, dispensando con cuenta y razón los tesoros públicos del erario y despreciando las murmuraciones de cuantos en este particular le tachasen de poco espléndido y liberal; cómo también procuraba no ser supersticioso en el culto de los dioses ni menos intentaba granjearse el aplauso popular por medio de agasajos o lisonjas; antes bien, era en todo muy moderado y constante, sin que jamás faltase a su decoro ni fuese amigo de novedades.

      El uso de los bienes que sirven de regalo a la vida, de los cuales la fortuna es la que da la abundancia, al aprovecharse de ellos, aunque sin fausto, con plena libertad. Cuando los tenía, sin rebozo los gozaba, y cuando carecía de ellos, ni aun daba señales de echarlos de menos. Que jamás ninguno dijo que fuese sofista, ni un bufón criado en palacio, ni un pedante; antes bien, era de todos tenido por un hombre maduro, de un saber consumado, enemigo de ser lisonjeado, capaz de gobernar no sólo sus propios asuntos, sino también los ajenos. Siendo inclinado a honrar a aquellos que de veras se daban a la virtud y ejercicio de la filosofía, no por eso solía dar en cara a aquellos otros que se vendían por filósofos sin serlo. En la conversación y trato familiar era afable y de un chiste moderadamente gracioso y sin fastidio ni ofensa de nadie. Diligente en el cuidado y compostura de su propio cuerpo, pero con tal moderación, que no pareciese un hombre con demasiado apego a la vida, ni dado a un adorno afectado, ni, por el contrario, enemigo de todo aseo, sino de modo que procuraba con diligencia mantenerse en un estado en que no necesitase de remedios interiores ni exteriores de la medicina. Y lo que más es, sin dar señal de envidia a los hombres excelentes en alguna facultad, por ejemplo, en la oratoria, en la jurisprudencia, en la ética o cualquiera otra semejante, dándoles la mano para que cada uno en su profesión consiguiese una suma aceptación y aplauso. Siendo en realidad observante de la disciplina antigua y de las leyes de su patria, no por esto afectaba ser tenido por tal. Tampoco gustaba de andar a menudo mudando de lugares y ocupaciones; antes bien, tenía mucho gusto en morar en unos mismos sitios y ocuparse en los mismos ejercicios. Así que le cesaban los agudos dolores de cabeza, al punto con nuevo empeño y vigor volvía a sus acostumbradas fatigas.

      Rarísima vez y en poquísimas cosas tenía secretos y nunca sobre otros asuntos que en los que eran propios del Estado. Como no se gobernaba sino por las reglas sólidas de su deber, sin dejarse llevar del aura popular, guardaba una prudente moderación en lo que mira a dar espectáculo y regocijos públicos, a levantar fábricas y monumentos magníficos, a regalar al pueblo con donativos y distribuciones, y en otras cosas de esta naturaleza. No usaba a deshora del baño, no tenía pasión por edificar, no se cuidaba de manjares delicados en la comida, de nuevas modas y exquisitos colores en el vestido, no solicitaba tener entre sus pajes la flor de la más bella juventud.

      La toga de Lorio que llevaba había sido trabajada en una aldea vecina, algo más abajo; comúnmente en Lanuvio, iba con solo la túnica, y en Túsculo usaba la pénula, si bien solía disculparse de la libertad que en esto se tomaba.

      Esta era habitualmente su manera de vivir: ni aspereza, ni altanería, ni exceso tan vehemente y precipitado, que tuviese en ello lugar lo que vulgarmente se dice: «Basta, que ya suda.» Se veían todas sus cosas meditadas con madurez, despacio y sin turbación, con orden, vigor y perfecta correspondencia entre sí mismas, y así, se le podía aplicar con razón lo que de Sócrates suele decirse: que sabía y podía igualmente abstenerse y gozar de aquellos bienes, de los cuales, generalmente, ni pueden los hombres privarse por su delicadeza, ni disfrutarlos moderadamente por su destemplanza. Hombre perfectamente sabio y superior a las pasiones, sabía ser sufrido y ser templado, como lo demostró en el modo como se portó durante la enfermedad que le ocasionó la muerte.

      17. Debo a los dioses el haber tenido buenos abuelos, buenos padres, una buena hermana, buenos maestros, buena familia, parientes, amigos, y, por decirlo en breve, todo género de bienes. El no haber faltado en nada a mi deber con ninguno de ellos, tanto más, teniendo yo en mí mismo tal disposición, que, en fuerza de ella, si me hubiese ofrecido la ocasión, habría, sin duda, cometido alguna falta en este particular. Pero, gracias a los dioses, con su favor nunca hubo tal concurrencia de cosas que en ella se descubriese mi ruin disposición.

      El no haber sido por largo tiempo educado en casa de la concubina de mi abuelo, el no haber marchitado con ninguna infamia la flor de mi juventud y el que no hubiese consentido en contraer matrimonio antes de sazón, sino haber dejado que pasase primero algún tiempo. El que yo viviese bajo la dirección de un príncipe, y justamente padre, de quien no ignoraban que me había de quitar todo género de orgullo, haciéndome entrar en la idea que se puede componer fácilmente el que uno viva en palacio, sin que necesite de guardias ni use vestidos suntuosos ni que le precedan en el público lampadarios, no teniendo en los salones aquella larga serie de estatuas ni gastando semejante pompa y aparato; antes, por el contrario, cabe muy bien que uno en palacio se reduzca a imitar muy de cerca la vida privada de un ciudadano particular, sin que por esto pierda un punto de su grandeza y fuerza, para ejercer con toda la autoridad de superior las funciones públicas del Imperio.

      El haberme cabido en suerte un hermano tal, que, por una parte, me obligase con sus costumbres a cuidar mucho de mi misma conducta, y por otra, con el respeto y amor que me tenía, me sirviese de grande consuelo. El haberme dado unos hijos no faltos de talento y no contrahechos. El que yo no hiciese grandes progresos en la retórica, ni en la poesía, ni en otros estudios, porque tal vez en éstos me hubiera estancado, sin pasar a otra cosa, si en ellos me hubiera visto muy adelantado. El haber yo promovido a los que corrieron con mi educación, concediéndoles los honores que a mi parecer deseaban y no dilatando sus esperanzas con las buenas razones de que todavía eran jóvenes y que con el tiempo les premiaría. El haber yo conocido a Apolonio, Rústico y Máximo, como también el que, muy a menudo y con mucha claridad, se me representase el sistema de una vida conforme a la naturaleza.

      De modo que, por lo que mira a los dioses, a los auxilios e inspiraciones que de parte de ellos recibí, me hallo en estado de vivir acorde con la naturaleza, si yo, por mi culpa, o por no querer seguir y observar los avisos, y no sé si diga las lecciones que ellos mismos me dan, me quedare atrás. De que mi cuerpo haya podido por tanto tiempo resistir al trabajo en este género de vida. ¡De que yo no llegase a tener un trato poco decente, ni con Benedicta ni con Teodoto, sino que, con el tiempo, me viese libre de aquellos afectos poco castos a que antes había dado lugar! ¡De


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