A la velocidad del hachís. Enrique Figueredo
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A la velocidad
del hachís
Para Carmen, por lo que me da
y por todo aquello
de lo que me pone a salvo
Índice
Pequeño diccionario de modismos
Introducción
–¿Crees que hay materia para hacer un libro sobre lo que está pasando con el tráfico de hachís en el Estrecho?
–¿Un libro, dices? Tienes para escribir una enciclopedia.
Este fue el arranque de mi conversación con Juan Antonio Delgado a mediados de junio del 2018. Este combativo gaditano era entonces diputado del grupo de Unidos Podemos en el Congreso por su provincia natal, Cádiz. Buscaba en él una confirmación de las intenciones que me rondaban por la cabeza. Su opinión resultaba muy valiosa para mí por muchos motivos. Principalmente, porque es un hombre al que considero honesto, y esperaba de él, y no me defraudó, una evaluación rápida sobre si valía la pena adentrarme en la aventura de escribir sobre una materia que me quedaba a más de mil kilómetros de casa. Vivo y trabajo habitualmente en Barcelona.
Su experiencia de buen conocedor de la realidad social y delictiva de la costa suroeste española era otro factor decisivo para hablar con él. Resulta que Juan Antonio se quitó el uniforme de guardia civil para poder ejercer de diputado. Yo lo conocí como agente de la ley. Entre sus últimos destinos estuvo Barbate –en una época en que el tráfico de drogas se manifestó con especial intensidad en aquella localidad– o Conil de la Frontera, ambos en la provincia de Cádiz.
Juan Antonio Delgado era implacable con la Administración desde su cargo dirigente en la Asociación Unificada de Guardias Civiles. Fue con toda seguridad su actividad pública la que llamó la atención del todavía secretario general de Podemos, Pablo Iglesias, y por la que le acabó pidiendo que se incorporara a las listas del partido al Parlamento. Este gaditano resuelto fue diputado del 2016 al 2019.
Un tercer factor que me inclinó a consultarle sobre lo que después sería A la velocidad del hachís fue el hecho de haber sido él quien por primera vez llevara al Congreso de los Diputados –a su comisión de Interior– la crisis del tráfico de hachís y sus terribles consecuencias. Y lo hizo invitando a una de sus sesiones a Paco Mena, un activista en la lucha contra el contrabando de drogas en el Estrecho que tendrán ocasión de conocer mejor cuando avancen en este libro, pues se convirtió algo más tarde en mi mejor guía sobre el terreno.
–Te ayudaré en lo que pueda –me rogó Delgado aquella mañana de verano en que le consulté mis inquietudes sobre el proyecto de trabajo periodístico–, pero solo te pido una cosa: no hagas generalizaciones que castiguen a una población ya bastante estigmatizada.
Juzgarán ustedes si lo he conseguido o no.
Había decidido ponerme a revisar los archivos periodísticos desde finales del 2017 y principios del 2018, y mi retina no dejaba de verse martilleada por continuos reportajes y noticias de agencia que hablaban de un inusitado cambio de usos entre los traficantes de drogas del Estrecho. Los contrabandistas y sus compinches era evidente que habían decidido mostrarse proactivos en grado sumo a la hora de defender su ilícita mercancía frente a la labor forzosamente represora y de oficio de las fuerzas de seguridad.
¿En qué se traducía ese giro de las bandas de traficantes? Por ejemplo, en embestidas a coches patrulla por turismos de los clanes de la droga para de ese modo cortar de cuajo una persecución. Otro modo en que se manifestaba ese nuevo estado de cosas en el ambiente narco era la sucesiva aparición de armas de fuego.
Más violencia en general que incluso llegó, como verán, a costar alguna vida humana por efecto más o menos directo o más o menos colateral de este viraje agresivo del narco que, a mi entender, era consecuencia de la impunidad con la que se estaban moviendo los miembros del narcotráfico por el Campo de Gibraltar por diferentes motivos que trato de analizar con ayuda de todas las personas que se han brindado a entrevistarse conmigo.
El paulatino adelgazamiento de las plantillas policiales desde los tiempos de la austeridad más estricta o una demanda creciente de hachís en el mercado que no parece tener límites –sin olvidar la calidad oscilante de las cosechas de cannabis del norte marroquí–, empujaron a ese cambio de statu quo dentro de la narcoactividad. No puede dejarse de lado tampoco la influencia de la nueva sociedad de la hiperinformación que facilitan los avances tecnológicos, en especial las redes sociales y las series de televisión a demanda. Durante mis viajes a la provincia de Cádiz y mi inmersión en un universo de documentación al respecto de esta temática candente, tuve ocasión de ver cosas que certificaban la enorme penetración de esta cultura expansiva de la imagen también entre los miembros de los clanes de la droga o entre una parte de la población que o bien vive directa o indirectamente del narco o lo glorifica casi como un espasmo de rebeldía frente a una realidad no siempre cómoda –el asentamiento del tráfico de hachís se produce en la mayoría de los casos en zonas económicamente deprimidas–, o simplemente por una búsqueda de pertenencia a un grupo dominante y demasiadas veces bien visto en la provincia de Cádiz.
Así, en determinados círculos pueden darse tartas de cumpleaños que llevan serigrafiada en chocolate la secuencia de una persecución entre una narcolancha y una patrullera de la Guardia Civil o de Vigilancia Aduanera, o tatuajes que cubren prácticamente un brazo entero en los que puede verse un helicóptero policial proyectando en alta mar el cono luminoso de su foco sobre una embarcación con hachís.
Las zonas fronterizas como el Campo de Gibraltar (con la colonia británica y un Marruecos situado a pocos kilómetros de la costa) son zonas históricamente influidas por la tentación del contrabando. Eso ha imprimido históricamente carácter a la población de estas regiones. Ese es un factor que no puede dejarse de lado, del mismo modo que el olvido de las administraciones respecto de evidentes necesidades sociales de que adolece el sur gaditano.
Fue precisamente el enorme revuelo social y mediático que levantó el giro violento de los traficantes y su descaro frente a la autoridad –y ello en sí mismo resulta bastante desmoralizador–, lo que hizo que el Gobierno, tanto del PP como del PSOE tras la moción de censura contra Mariano Rajoy, se decidiera