Morirás por Cartagena. Víctor San Juan

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Morirás por Cartagena - Víctor San Juan


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siempre andaban enfrascados en mediciones de la ciudad y sus contornos con sus extraños aparatos, annulos, sextantes y teodolitos. Poco a poco se corrió por los mentideros la especie cierta de que ambos señores habían sido enviados por su majestad el rey Felipe V dentro de la comisión francesa para el cálculo de la longitud del meridiano, en unión de los eruditos de la Academia Real de las Ciencias de París señores Godin, Bouguer y La Condamine, que pretendían así averiguar la forma y tamaño de la Tierra. Menos conocido, como militares y al cuidado de la inteligencia, desarrollaban también labores de descripción y evaluación del enclave como establecimiento militar y administrativo de la corona, suministrando a la metrópoli cuanta información de interés incumbiera al soberano y sus ministros. Convertidos así en supervisores del más alto rango, debían asistir a cuentas reuniones, juntas y consejos se celebraran para extraer información.

      No obstante, en los ratos libres, ambos tenientes gustaban de visitar a un veterano capitán de la Armada retirado en su mansión de Cartagena por haber padecido melancolía incapacitante: don Celso del Villar. Don Celso había participado en el último asedio a Gibraltar de 1727 a cargo del conde de Las Torres y en la toma de Orán con don José Carrillo de Albornoz, conde de Montemar, el verano de 1732. A Jorge Juan y a Ulloa les resultaba familiar su austero trato castrense y la humilde narración de sus andanzas y servicios a la sombra del patio de la sencilla pero notable mansión de los Villar en la calle de La Soledad, entre la Universidad y el Cuartel, no lejos del convento de San Agustín. Don Celso descendía de la rancia nobleza chapetona –esto es, española– de los primeros fundadores de la villa por parte de su madre, doña Petronila. Su padre, coronel don Eustaquio del Villar, había muerto heroicamente defendiendo el baluarte de la Media Luna, entrada principal del barrio de Getsemaní, durante el asalto de los franceses del barón de Pointis, en 1697. Encinta, doña Petronila fue una de las valientes mujeres que tuvo que hacer frente a lo que vino después, la toma de Cartagena por los soldados de Luis XIV y luego, tras la cobarde desbandada de éstos a causa de las enfermedades, el saqueo a manos de los piratas “aliados” de Pointis, Ducasse y el bestial Godefray. Doña Petro, recién viuda, se entregó sin desmayo a su trabajo en el Hospital de San Juan, donde se atendió por igual a españoles y franceses, criollos e indios, sin hacer diferencias y con la piedad de Dios in mente que el santo padre Claver habría exigido. Se decía que hasta el propio Godefray, habiendo encontrado aquella joven grávida cubierta de sangre por una amputación reciente, ordenó a sus secuaces respetarla bajo pena de muerte; pero las malas lenguas concluían que se trataba tan sólo de una leyenda, pues todo el mundo sabía que, tras la entrada de Ducasse y Godefray en Cartagena, nada ni nadie había sido respetado.

      Seducidos por las habituales costumbres de sus anfitriones cartageneros, a Jorge Juan y a Ulloa les agradaban los sobrios y saludables atardeceres en casa de los Villar para desempalagarse de ocasionales excesos como la colación de aguardiente de caña a media mañana o el almuerzo seguido de chocolate caliente. La mente del primero, ilustrado, inquisitivo y despierto, gustaba de comparar con el personaje auténtico lo que el vulgo y sus convecinos decían del heredero de los Villar, llegando Juan a la conclusión de que sus allegados no conocían en profundidad a don Celso, que permanecía allí, en medio de Cartagena, cuan buque a la deriva, huraño, solitario y a merced de lo que se quisiera murmurar de él. Doña Petronila, devota viuda cristiana, había dedicado su completa existencia a la crianza de su hijo, un verdadero regalo de Dios; hasta que, cumplidos los dieciséis años, el muchacho decidió alistarse en la Marina. Cuánto debió reprocharse entonces doña Petro no haber supervisado cuidadosamente aquellas lecturas de la infancia que, como a don Quijote las caballerías, sembraron la mente de su vástago de pasión por la aventura, la gloria y el honor, en vez de la firme entrega a Dios y al prójimo como ella hubiera preferido. Mas ya, como bien es sabido por otros casos similares, no había remedio; hubo que dejar partir a Celso, casi un niño, camino de la guerra en compañía de aristócratas y gentilhombres, pero también mercenarios, hidalgos sin patria, ladrones miserables y terribles hampones con los que el primer ministro Alberoni, con toda precipitación, hizo tripular barcos reclutados para la invasión de Sicilia.

      La suerte, o las oraciones de doña Petro, ampararon al joven Del Villar, que embarcó en el navío San Pedro de la división de don Jorge Cammock, uno de los escasos barcos que logró ponerse a salvo, en Malta, de la masacre de cabo Passero. Al regreso al hogar, en Cartagena, su madre notó lo mucho que había afectado a la moral juvenil de su hijo aquella derrota sin paliativo ni posibilidad de revancha. No tardó en partir de nuevo, aunque siempre regresaba, infalible, tras largos períodos de servicio, a la casa de la calle de La Soledad, correspondiendo así al amor de su madre con devoción. La vida de doña Petro transcurría así en una lánguida melancolía, esperando ansiosa el regreso de su hijo o la noticia fatal de su muerte con preocupación tan excesiva e incluso enfermiza que terminó por afectar su salud. A la sazón, el alférez Del Villar, con 30 años, comparecía a las órdenes del conde de Las Torres en el asedio de Gibraltar, campaña de la que regresó maltrecho por la insana vida en las trincheras, dolencia de la que tardó en mejorar. Por fin, en 1734, tras la exitosa campaña de Orán, regresó el ya teniente Del Villar a Cartagena con honores para encontrar que su madre, en edad aún no muy avanzada, había sucumbido a tanta zozobra abandonando el valle de lágrimas en el que vivimos.

      Don Celso pareció no reaccionar; se recluyó en casa a puerta cerrada, rechazando volver al servicio en la metrópoli. Pareció quedar anonadado, cuan si un inmenso vacío se hubiera apoderado de su alma. Aceptó, no obstante, el mando de algún pequeño bajel en el Caribe, buscando distraerse con otras ocupaciones, lo que trajo con el tiempo su oportuna promoción a capitán. Pero, a partir de entonces, sintiéndose enfermo de pena y melancolía, decidió retirarse de nuevo a su refugio de Cartagena:

      –La mansión de los Villar –se decía en mentideros y soportales de Cartagena La Vieja– siempre ha de tener alma en pena. Cuando no fue el padre fue la madre y, al faltar ella, acudió el hijo chapetón para cubrir el puesto.

      En efecto, así aparecía don Celso, vagando por los pasillos de su mansión como alma errante entregada a la absoluta tristeza. De madrugada, muy temprano, los pulperos de la bahía señalaban haberle visto con su criado negro como un tizón, al que llamaban Tracio, y su perro Cañamón, vagando como perdidos por el arrecife de la Santa Cruz, con la mirada fija en la Tierra Bomba. Luego –comentaban por lo bajo–, cuando Del Villar creía no ser visto se arrancaba en largos soliloquios y declamaciones cuyo contenido nadie había escuchado jamás. ¿Creería dirigir su perturbada mente un navío imaginario desde el extremo del dique? Durante estos monólogos, Tracio, haciendo caso omiso de su amo, se dedicaba a tirar piedras al agua o perseguir renacuajos, mientras Cañamón, sentado y con las orejas tiesas y alerta, contemplaba a su dueño con la arrobada atención que produce en los canes una excesiva lealtad. Por fin, el ponente, agotado, cesaba en su discurso, y los tres, abriendo paso el alto y desgarbado marino tocado con su sombrero de paja, seguido del encorvado y servil criado y cerrando la marcha el insobornable Cañamón, emprendían el largo regreso a casa, ignorando la tentadora hora del aguardiente, pues don Celso no bebía y, además, ponía excusas peregrinas como irse a dormir la siesta para obviar también el suculento chocolate. Un solo vicio conocido tenía el marino, y era fumar de continuo desde después del almuerzo hasta que se iba a la cama; mas lo hacía no con el lado candente del cigarro hacia dentro, como las damas cartageneras, sino hacia afuera, con lo que, muchas veces, olvidado de que la punta de las hojas enrolladas estaba aún encendida, se quemaba insensible los dedos. Tales eran las cosas, y otras muchas, que se cotilleaban de los Villar en Cartagena, apodándosele a don Celso, entre el vecindario criollo, con el título de Alma en pena.

      –Alma en pena no va a misa –decían unos–, pues debe de estar enfadado con la Iglesia y con el Papa, desde que el cardenal Alberoni los mandó a conquistar el reino de Sicilia. Muchos de sus amigos perdieron allí la vida.

      –Alma en pena no va en barcos –decía otro– porque puede vivir de las rentas, y las fincas de la familia en La Gloria. Dicen que la Santa Inquisición no se fija en él, porque le tienen por loco; pero el servicio cuenta que, por la noche, se despierta para cazar murciélagos, que le encantan de comer.

      Y otras sandeces semejantes.

      Pero cuando, al atardecer, Jorge Juan y Ulloa se encontraban con aquel


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