El marqués de la Ensenada. José Luis Gómez Urdáñez
Читать онлайн книгу.En cualquier caso, la descripción del proceso que se realiza en el libro mantiene al lector en suspenso por la insólita capacidad del autor de hacernos algo así como copartícipes de la empresa doscientos cincuenta años después.
El proyecto político de Ensenada superó la cárcel de papel en que pudo haber quedado prisionero gracias a la implementación de un complejo entramado de apoyos y de connivencias, fundamentado casi siempre en la conformidad de sus colaboradores con el mismo, es decir en la coincidencia ideológica, y a veces, inevitablemente, también en la lógica egoísta de la autopromoción personal. Esta red, pacientemente tejida por el ministro, es lo que el autor ha definido acertadamente como el «partido ensenadista», integrado por personajes que ocupaban cargos oficiales, altos o no tan altos, o por otros amigos que podían hacer valer la influencia de su pluma o de sus relaciones. La descripción de la compleja articulación de este círculo que se disponía en torno a Ensenada pero cuyos componentes mantenían conexiones asimétricas con el núcleo central encarnado por el maestro del juego, es uno de los mayores logros del libro, pues dar una visión segura implica conocer íntimamente a cada una de las piezas y el papel que respectivamente desempeñaron en cada momento, en cada coyuntura.
Y esta es una de las cosas que más impresionan durante la lectura del libro. El autor se mueve por los salones, por las tertulias, por los mentideros, por los despachos, por las covachuelas, por los pasillos de los palacios, como si fuera un Ensenada redivivo (con su peluca y su casaca, como lo retratara Jacopo Amigoni), dándonos cumplida cuenta de cada uno de las personas que nos va presentando, de sus funciones, del trato que debemos tener con él, de sus virtudes o sus debilidades, a veces hasta de sus intimidades. Da la impresión de que el autor se ha encontrado a sus personajes viendo una comedia en el teatro del Príncipe o de la Cruz o ha departido con él mientras navegaba por las aguas del Tajo con la voz de Farinelli como fondo musical o ha compartido alguna vez una jícara de chocolate caliente de las que después pintaría con su mágica poesía Luis Meléndez. La sensación de vida, de realidad, de cotidianeidad que ofrecen las hechuras (o los rivales) del marqués es algo sin parangón en la historiografía española.
Semejante puesta en escena nos lleva a otro de los aciertos de la obra. El autor ha asimilado como pocos la absoluta necesidad de articular las relaciones entre el gobierno y la corte a la hora de analizar las contingencias del ejercicio del poder, a la hora simplemente de hablar de política. En el Antiguo Régimen el rey no era una figura decorativa, sino la persona que debía avalar todas las decisiones del gobierno, por lo que tenía que ser cortejado (nunca mejor dicha la palabra), aconsejado, manipulado o engañado por sus colaboradores y subalternos. De ahí que la proximidad al rey (y a la reina, como bien se subraya en la obra) fuera una fuente de poder. De ahí que esa proximidad se buscara bien en la intimidad del cuarto del rey (donde pululaban mayordomos y sumilleres), bien en el despacho directo cara a cara de los asuntos de gobierno por parte de cada secretario de Estado. Esta dualidad entre el gobierno y la corte se pone especialmente de relieve con motivo de la caída de Ensenada, una conspiración palaciega en toda regla, urdida por ministros (Ricardo Wall) y embajadores (Benjamin Keene), pero también por cortesanos como el odioso duque de Huéscar (luego de Alba), nombrado mayordomo mayor de Fernando vi, prominente miembro de la facción anglófila y enemigo encarnizado del marqués, que valiéndose de su fácil acceso al rey pudo convencerle de la veracidad de las falsas pruebas (que nunca se encontraron) sobre la supuesta guerra declarada por Ensenada en el Caribe.
Ensenada sale (con justicia) muy bien parado de la investigación expuesta a lo largo de las páginas del libro. Sin embargo, nada más erróneo que pensar en una hagiografía. El autor destaca en más de una ocasión la falta de escrúpulos de ese ejemplo de «déspota ilustrado» que fue Ensenada a la hora de llevar a cabo sus proyectos. El mundo en que se desenvolvía exigía una fuerte dosis de vigilancia y de energía para capear el temporal de conspiraciones, asechanzas y resistencias ante las medidas adoptadas por el «secretario de todo». Ahora bien, hubo ocasiones en que el déspota, amante del bien público y de las reformas moderadas, dio pruebas de una utilización imperturbable de la «mano dura» (por ejemplo, en ocasión de la represión de la revuelta venezolana ordenada desde su despacho y ejecutada en el terreno por Julián de Arriaga), de una abierta satisfacción por la venganza (como ocurrió con la persecución inquisitorial contra Pablo de Olavide llevada a cabo con la complacencia de sus enemigos y la connivencia de Carlos iii) y hasta de una inexcusable crueldad, como en el caso, bien documentado, de la persecución que desatara contra la comunidad gitana, a la que trató de exterminar por todos los medios, conduciendo a sus miembros al encierro o al trabajo forzado en los lugares más inhóspitos (como las minas de Almadén), dando muestras de una obstinación tal que no llegó a ser compartida ni siquiera por algunos de los obligados cumplidores de sus órdenes y que permite hablar con toda propiedad de un auténtico intento de genocidio.
José Luis Gómez Urdáñez nos ha entregado así una obra que reúne en alto grado dos cualidades que rara vez suelen ir de la mano. Por un lado, el rigor científico, basado en una familiaridad asombrosa con las fuentes, en un pleno conocimiento del contexto y en una interpretación a la vez equilibrada y atrevida de los datos a su disposición. Por otro lado, una espontaneidad y una inmediatez en el tratamiento de los hechos que imprimen una vivacidad inusitada al relato, que alcanza un alto grado de amenidad, gracias a un profuso anecdotario siempre significativo. Si a ello le añadimos una indiscutible galanura literaria, una utilización más que oportuna de los testimonios directos y un desacomplejada desenvoltura en el vocabulario (a menudo con su punta de humor), nos hallamos ante una obra à tout lire, empleando si se nos permite el francés utilizado como lengua franca en la época.
Es una obra, además, que nos hace meditar, melancólicamente, sobre el presente, cuando vemos los extenuantes esfuerzos del marqués por introducir la racionalidad en la obra de gobierno y por superar los arraigados prejuicios de sus coetáneos. En este horizonte, sentimos incluso una punzada de pesimismo cuando, mirándonos en el espejo del siglo xviii, constatamos la dificultad que, desde el Antiguo Régimen y hasta nuestros propios días, tiene este país para suprimir la lacra de los privilegios, del nepotismo (llamado «capital relacional» con uno de los eufemismos mistificadores hoy al uso), del favoritismo, de la promoción de los más ineptos a los más altos cargos, de la corrupción institucional o de la sensibilidad de papel de lija de los poderosos ante las necesidades del conjunto de la sociedad. Bienvenida sea por tanto esta excelente biografía del marqués de la Ensenada, obra de madurez de uno de nuestros mejores historiadores actuales.
Carlos Martínez Shaw
Catedrático de Historia Moderna de la UNED
Académico de la Real Academia de la Historia
Introducción
El naciente Estado español se abrió paso en un escenario hostil a lo largo del siglo de las reformas, siempre defendiéndose de los Grandes, gracias a la protección que, sin saberlo, la Monarquía dispensó a ministros como Zenón de Somodevilla y Bengoechea, hijo de un hidalgo pobre. Plebeyo como la mayoría de los servidores de los Borbones, el que fue ennoblecido por Carlos iii en Nápoles con el título de marqués de la Ensenada es el más acrisolado ejemplo del nuevo personal político al servicio de los Borbones, tanto como Patiño, su protector, o como Floridablanca, aunque Ensenada nunca pisó una universidad, ni fue hombre de libros, ni por tanto pudiera aplicar a su política los fundamentos jurídicos que sí favorecieron el desarrollo en plenitud del sistema, con Floridablanca o Campomanes.
Ensenada fue pieza clave en la conformación de lo que hemos venido en llamar Despotismo Ilustrado: «los ministros que proponen y el rey que decide», como acertó a definir el sistema político el ministro Wall. Y fue el que inició el desafío contra los Grandes hasta apartarlos del poder, como quiso siempre Isabel de Farnesio, que previno a sus hijos contra ellos y contra los consejos, donde eran más fuertes. Precisamente, los dos más descollantes del siglo, el duque de Alba y el conde de Aranda, fueron los causantes de las dos «caídas» del marqués, primero el 20 de julio de 1754, cuando fue desterrado a Granada; luego, el 18 de abril de 1766, cuando definitivamente abandonó Madrid para instalarse en Medina del Campo, donde murió quince años después. Aunque algunos nobles aparentaran ir con el espíritu del siglo y ser ilustrados, en cuanto se tocaban sus privilegios