Episodios Nacionales: La Segunda Casaca. Benito Pérez Galdós
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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: LA SEGUNDA CASACA
I
¡Qué infames eran los liberales de mi tiempo! En vez de conformarse a vivir pacífica y dulcemente gobernados por el paternal absolutismo que habíamos establecido, no cesaban en sus maquinaciones y viles proyectos, para derrocar las sabias leyes con que diariamente se atendía al sosiego del Reino y a hundir a todos los hombres eminentes que describí en la primera parte de mis Memorias.
¡Miserables, bullangueros! ¿Qué volcán os escupió de su pecho sulfúreo, qué infierno os vomitó, qué hidra venenosa os llevó en sus entrañas? No os contentabais con aullar en los presidios, clamando contra nosotros y contra la augusta majestad soberana del mejor de los Reyes, sino que también, ¡oh, vileza!, agitasteis con nefandas conspiraciones la Península toda, amenazándonos con un nuevo triunfo de la aborrecida revolución. Después de insultarnos a todos los que componíamos aquel admirable conjunto y oligarquía poderosa, para mangonear en lo pequeño y lo grande, con el Reino en un puño y el Trono en otro, os atrevisteis a conjuraros con militares descontentos y paisanos inquietos para cambiar el Gobierno. ¡Trece veces, trece veces alzó su horrible cabeza y clavó en nosotros sus sanguinolentos ojos el monstruo de la revolución! Trece veces temblaron nuestras pobres carnes, cubriéndose del sudor de la congoja y susto que tales tentativas de desorden nos producían. Así es que, en medio de la privanza y regalo en que vivíamos, se nos podía ahorcar con un cabello, y al despertar cada mañana, nos preguntábamos si había llegado ya la hora de bajar del machito.
¡Trece veces, trece conspiraciones! Al ver tal insistencia y la endemoniada tenacidad de aquella gente, que al pie de los cadalsos donde expiraba una conjuración, comenzaba a tender los hilos de otra nueva, cualquiera hubiera creído que el despotismo era la peor cosa del mundo y que el afligido Reino no se consideraba con vida hasta no sacudírselo de encima. ¡Embrollones, farsantes, que así desdoraban una institución tan buena!
No quiero seguir adelante sin contar las abortadas conspiraciones que yo recuerdo:
1.ª Conspiración para asesinar a Elío y a La Bisbal (1814). – Fue una intriga misteriosa que unos atribuyeron a los masones y otros a la corte.
2.ª Conspiración de Cádiz (1814). – Tenía por objeto proclamar la Constitución del 12 y restablecer en el Trono a Carlos IV, que en sus buenos tiempos había dado pruebas de muy entendido en aquello del reinar y no gobernar.
3.ª Sublevación de Mina en Navarra (1814). – Abortó a los pocos días.
4.ª Conspiración del café de Levante en Madrid (1815). – Andaban en esto varios afrancesados. Dejáronse coger tontamente, y casi todos fueron condenados a presidio.
5.ª Conspiración de Porlier en la Coruña (1815). – Esto ya fue un poco más formal. Frustrose el plan y ahorcaron al Marquesito.
6.ª Conspiración de Richard en Madrid (1815). – Fue misteriosa, grave, atrevida, y la condujeron con destreza sus autores, que eran lo más perdido de todo el Reino, un comisario de guerra y un sargento de marina, un soldado y un fraile, diversa gente animada de brutales deseos. Los angelitos querían asesinar al mejor de los reyes durante su paseo a las Ventas del Espíritu Santo o en casa de Juana la Naranjera. La cabeza de Richard estuvo mucho tiempo clavada en un palo en la carretera de Aragón. Funcionó la horca, y algunos sufrieron un tormento muy simpático y persuasivo, que se llamaba los grillos a salto de trucha.
7.ª Conspiración del Conde de Montijo en Granada (1816). – El tío Pedro del 19 de Marzo en Aranjuez, había sido después afrancesado en Bayona, agitador en Cádiz más tarde, y luego absolutista acérrimo en la Junta de Daroca. Hallándose de capitán general en Granada, dicen que preparó, ayudado del Grande Oriente, las sublevaciones militares que estallaron más tarde.
8.ª Gran conspiración de Lacy en Cataluña (1817). – Compañías sublevadas, gritos, entusiasmo, soborno, audacia, traición; y por fin mucha sangre y un bravo general arcabuceado en Mallorca.
9.ª Conspiración de Torrijos en Alicante (1817). – Proyecto de alzamiento militar en varias plazas de Levante. La Inquisición se encargó de castigar a los culpables; pero lo hizo tan mal, que desde entonces se dijo: inquisidores y masones todos son unos.
10. Conspiración de Polo en Madrid (1818). – Se dijo que Polo y sus amigos deseaban poner en el Trono al venerable Carlos IV. Enviose un emisario a Roma, y como el solitario Rey no tenía qué comer, no le pareció mal el proyecto. Militares muy altos anduvieron en estos enredos, pero descubierto todo, hubo muchas prisiones…
11. Conspiración de Vidal en Valencia (1819). – Trama espantosa contra el tirano Elío. Dios amparó a este y Valencia presenció una horrible tragedia. La horca y los fusiles la desenlazaron entre lágrimas y crujido de dientes. En las cárceles no cabían los presos. Para desahogarlas, fusilaban. La tierra, sedienta, pedía sangre que beber. Cruzaba los aires pavoroso hálito de odio. Oíanse pasos de gigante. Algo muy terrible se acercaba.
12. Conspiración del conde de La Bisbal en el Palmar (1819). – Durante su vida política y militar, el conde encendió siempre una vela al santo y otra al demonio. En 1814, cuando se dirigía a felicitar al Rey por su vuelta, llevaba dos discursos escritos, uno en sentido liberal y otro en sentido absolutista, para espetarle aquel que mejor cuadrase a las circunstancias. En 1819, después de merendar con los conspiradores de Cádiz y los oficiales del ejército expedicionario de América, los arrestó de súbito, haciendo una escena de farsa y bulla, que le valió la gran cruz de Carlos III. El ejército estaba furioso. Tenía la fiebre devoradora de la insurrección. Desde Madrid oíamos su resoplido calenturiento, y temblábamos. En las logias no había más que militares, infinitas hechuras de aquellos cinco años de guerra, los cuales habían de emplear en algo su bravura y sus sables. Todo indicaba tormenta. Cruzaban el negro cielo relámpagos de amenaza. Nos sentíamos en el cráter de la revolución, y nuestros pies se quemaban. A cada bufido de la subterránea lava creíamos ver la erupción.
13. Conspiración de los provinciales en Galicia (1819). – Órdenes falsificadas pusieron sobre las armas las milicias gallegas. ¡Qué escándalo!… ¡hasta las milicias gallegas!… Unos echaron la culpa a los empleados de la Inspección, otros a la Capitanía general de Galicia. Ello es que hasta los escribientes se creían autorizados para hacer revoluciones. Cada oficina era un infierno, y un ordenanza habilidoso, falsificando un sello, ponía con el alma en un hilo al Trono y al Gobierno. ¡Qué país!
La 14 se verá más adelante.
II
¡Qué hombre tan completo era el Sr. D. Miguel de Baraona! Su gran patriotismo, su caballerosidad, su fervor religioso, su rectitud, su entereza, le hacían tan respetable, que era imposible oírle sin subordinarse con filial sumisión a su voluntad y a su pensamiento. Merecía muy bien el remoquete de Patriarca del Zadorra y yo se lo daba con frecuencia, para tenerle contento y parecer amable ante él. Pues ¿y aquella energía moral que desplegaba a los setenta y tantos años, cuando no podía ni empuñar la espada, ni alzar la voz sin peligro de estar tosiendo tres horas? Su cuerpo caduco participaba también de aquel vigor nervioso, más semejante a los tempranos ardores de la juventud que a las voluntariedades caprichosas de los viejos, y siempre que se enfadaba o se le contradecía, daba con la trémula mano tan fuertes bastonazos, que la casa se estremecía.
Otro más celoso por la causa del Rey y por la monarquía absoluta no nació de madre. En su amor inmenso, en su fervor entusiasta y en su religiosa devoción por la patria inmutable, no había sutilezas, ni distingos, ni cabían transacción ni arreglo alguno. Para él la templanza era traición. Miraba al liberalismo como una especie de horrenda herejía, más digna aún del fuego que las de Lutero y Calvino. Juntaba la religión con la política, haciendo de todas las creencias una fe sola o un solo pecado, y había amalgamado dogmas y opiniones, haciendo un Evangelio, en el cual Elío no era menos que un apóstol. Comprendía que el sol se ennegreciera; pero no que sus principios pudieran variar. Según él, la sociedad estaba perfectamente arreglada tal como entonces la conocíamos, y constituida por leyes tan inmutables como las del mundo físico. Discutiendo, no cedía ni una pulgada de su terreno.
– Mis principios – decía, – estos principios que sustento, no son míos, son de Dios, y no se puede ceder ni un ápice de lo ajeno. La maldad de los hombres no puede nada contra mis principios.