Episodios Nacionales: Zaragoza. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Zaragoza - Benito Pérez Galdós


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la juventud, le tenían por un prodigio en las letras humanas y en las divinas, y se congratulaban de verle con un pie dentro de la Iglesia docente. La familia de Montoria no cabía en sí de gozo y esperaba el día de la primera misa como el santo advenimiento.

      Sin embargo (me veo obligado a decirlo desde el principio), Agustín no tenía vocación para la iglesia. Su familia, lo mismo que los buenos padres del Seminario, no lo comprendían así ni lo comprendieran aunque bajara a decírselo el Espíritu Santo en persona. El precoz teólogo, el humanista que tenía a Horacio en las puntas de los dedos, el dialéctico que en los ejercicios semanales dejaba atónitos a los maestros con la intelectual gimnasia de la ciencia escolástica, no tenía más vocación para el sacerdocio que la que tuvo Mozart para la guerra, Rafael para las matemáticas o Napoleón para el baile.

      V

      – Gabriel – me decía aquella mañana, – ¿tienes ganas de batirte?

      – Agustín, ¿tienes tú ganas de batirte? – le respondí. (Como se ve nos tuteábamos a los tres días de conocernos.)

      – No muchas – dijo. – Figúrate que la primera bala nos matara…

      – Moriríamos por la patria, por Zaragoza, y aunque la posteridad no se acordara de nosotros, siempre es un honor caer en el campo de batalla por una causa como esta.

      – Dices bien – repuso con tristeza; – pero es una lástima morir. Somos jóvenes. ¿Quién sabe lo que nos está destinado en la vida?

      – La vida es una miseria, y para lo que vale, mejor es no pensar en ella.

      – Eso que lo digan los viejos; pero no nosotros que empezamos a vivir. Francamente, yo no quisiera ser muerto en este terrible cerco que nos han puesto los franceses. En el otro sitio también tomamos las armas todos los alumnos del Seminario, y te confieso que estaba yo más valiente que ahora. Un fuego particular enardecía mi sangre, y me lanzaba a los puestos de mayor peligro sin temer la muerte. Hoy no me pasa lo mismo: estoy medroso y el disparo de un fusil me hace estremecer.

      – Eso es natural – contesté. – El miedo no existe cuando no se conoce el peligro. Por eso dicen que los más valientes soldados son los bisoños.

      – No es nada de eso. Francamente, Gabriel, te confieso que esto de morir sin más ni más me sabe muy mal. Por si muero voy a hacerte un encargo, que espero cumplirás con la solicitud de un buen amigo. Atiende bien a lo que te digo. ¿Ves aquella torre que se inclina de un lado y parece alongarse hacia acá para ver lo que aquí pasa u oír lo que estamos diciendo?

      – La Torre Nueva. Ya la veo; ¿qué encargo me vas a dar para esa señora?

      Amanecía, y entre los irregulares tejados de la ciudad, entre las espadañas, minaretes, miradores y cimborrios de las iglesias, se destacaba la Torre Nueva, siempre vieja y nunca derecha.

      – Pues oye bien – continuó Agustín. – Si me matan a los primeros tiros en este día que ahora comienza, cuando acabe la acción y rompan filas, te vas allá…

      – ¿A la Torre Nueva? Llego, subo…

      – No hombre, subir no. Te diré: llegas a la plaza de San Felipe, donde está la Torre… Mira hacia allá: ¿ves que junto a la gran mole hay otra torre, un campanario pequeñito? Parece un monaguillo delante del señor canónigo, que es la torre grande.

      – Sí, ya veo al monaguillo. Y si no me engaño, es el campanario de San Felipe. Y ahora toca el maldito.

      – A misa, está tocando a misa – dijo Agustín con grande emoción. – ¿No oyes el esquilón rajado?

      – Pues bien, sepamos lo que tengo que decir a ese señor monaguillo que toca el esquilón rajado.

      – No, no es nada de eso. Llegas a la plaza de San Felipe. Si miras al campanario, verás que está en una esquina: de esta esquina parte una calle angosta: entras por ella y a la izquierda encontrarás al poco trecho otra calle angosta y retirada que se llama de Antón Trillo. Sigues por ella hasta llegar a espaldas de la iglesia. Allí verás una casa: te paras.

      – Y luego me vuelvo.

      – No; junto a la casa de que te hablo hay una huerta, con un portalón pintado de color de chocolate. Te paras allí…

      – Me paro allí, y allí me estoy.

      – No hombre: verás…

      – Estás más blanco que la camisa, Agustinillo. ¿Qué significan esas torres y esas paradas?

      – Significan – continuó mi amigo con más embarazo cada vez, – que en cuanto estés allí… Te advierto que debes ir de noche… Bueno; llegas, te paras; aguardas un poquito; luego pasas a la acera de enfrente, alargas el cuello y verás por sobre la tapia de la huerta una ventana. Coges una piedrecita y la tiras contra los vidrios de modo que no haga mucho ruido.

      – Y en seguida saldrá ella.

      – No, hombre, ten paciencia. ¿Qué sabes tú si saldrá o no saldrá?

      – Bueno: pongamos que sale.

      – Antes te diré otra cosa, y es que allí vive el tío Candiola. ¿Tú sabes quién es el tío Candiola? Pues es un vecino de Zaragoza, hombre que según dicen, tiene en su casa un sótano lleno de dinero. Es avaro y usurero y cuando presta saca las entrañas. Sabe de leyes, y moratorias y ejecuciones más que todo el Consejo y Cámara de Castilla. El que se mete en pleito con él está perdido. Es riquísimo.

      – De modo que la casa del portalón pintado de color de chocolate será un magnífico palacio.

      – Nada de eso: verás una casa miserable, que parece se está cayendo. Te digo que el tío Candiola es avaro. No gasta un real aunque lo fusilen, y si le vieras por ahí, le darías una limosna. Te diré otra cosa, y es que en Zaragoza nadie le puede ver, y le llaman tío Candiola por mofa y desprecio de su persona. Su nombre es D. Jerónimo de Candiola, natural de Mallorca, si no me engaño.

      – Y ese tío Candiola tiene una hija.

      – Hombre, espera. ¡Qué impaciente eres! ¿Qué sabes tú si tiene o no tiene una hija? – me dijo, disimulando con estas evasivas su turbación. – Pues como te iba contando, el tío Candiola es muy aborrecido en la ciudad por su gran avaricia y mal corazón. A muchos pobres ha metido en la cárcel después de arruinarlos. Además en el otro sitio no dio un cuarto para la guerra, ni tomó las armas, ni recibió heridos en su casa, ni le pudieron sacar una peseta, y como un día dijera que a él lo mismo le daba Juan que Pedro, estuvo a punto de ser arrastrado por los patriotas.

      – Pues es una buena pieza el hombre de la casa de la huerta del portalón color de chocolate. ¿Y si cuando arroje la piedra a la ventana, sale el tío Candiola con un garrote y me da una solfa por hacerle chicoleos a su hija?

      – No seas bestia, y calla. ¿No sabes que desde que oscurece, Candiola se encierra en un cuarto subterráneo y se está contando su dinero hasta más de medianoche? ¡Bah! Ahora va él a ocuparse… Los vecinos dicen que sienten un cierto rumorcillo o sonsonete como si estuvieran vaciando sacos de onzas.

      – Bien; llego, arrojo la piedra, espero, ella sale y le digo…

      – Le dices que he muerto… no, no seas bárbaro. Le das este escapulario… no, le dices… no, más vale que no le digas nada.

      – Entonces, le daré el escapulario.

      – Tampoco: no le lleves el escapulario.

      – Ya, ya comprendo. Luego que salga, le daré las buenas noches y me marcharé cantando La Virgen del Pilar dice…

      – No: es preciso que sepa mi muerte. Tú haz lo que yo te mando.

      – Pero si no me mandas nada.

      – ¿Pero qué prisa tienes? Deja tú. Todavía puede ser que no me maten.

      – Ya. ¡Cuánto ruido para nada!

      – Es que me pasa una cosa, Gabriel, y te la diré francamente. Tenía muchos, muchísimos deseos de confiarte este


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