Noche de alacranes. Alfredo Gómez Cerdá
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Después de los sobresaltos y las emociones que el día le había deparado, pensaba que nada conseguiría retener su atención durante las primeras horas de la noche, que tan largas se le hacían y que procuraba entretener con algún programa banal de televisión, o con una de esas encendidas tertulias de la radio, o con las páginas llenas de colores y arrebatos de alguna revista. Aunque no había perdido el gusto por los libros, prefería leer por la mañana, a la luz del día, en ese tiempo apacible entre el final de las rutinarias tareas domésticas y la hora de comer.
Sin embargo, llevaba un buen rato lamentándose en voz alta y deambulando como alma en pena sin encontrar acomodo en ningún lugar, ni siquiera en su butaca preferida, la de respaldo firme y brazos de madera, que llevaba más de cuarenta años en su casa. Primero había sido la butaca de Lucien, o como siempre lo había llamado ella, el francés. Después, se convirtió en la más entrañable herencia del marido.
La compraron en una pequeña y destartalada tiendataller a las afueras de Toulouse porque él se había empeñado.
—¿Quémás dará un sitio u otro? –le había dicho ella–. Todas las butacas son iguales.
—Te equivocas –había asegurado el francés, señalando a un hombre que liaba un cigarrillo junto a la viejísima puerta de cuarterones que daba acceso a la tienda–. El hombre que ves allí nos hará una butaca con sus propias manos, con su experiencia y con su orgullo.
Era el dueño de aquel establecimiento quien fabricaba personalmente todo lo que allí se vendía. Lo hacía en el taller situado en la parte trasera. Por lo general, cuando el día no amenazaba lluvia, sacaba la mercancía a la propia calle y la colocaba sobre la acera. Y no dejaba de resultar curioso, pues nada de lo que sacaba a la calle estaba a la venta. Era, como decía él con un poco de sorna, el muestrario. A los clientes y curiosos que se acercaban les enseñaba con una pizca de orgullo sus manos encallecidas y, después de esbozar una escueta sonrisa, aseguraba que todo salía de aquellas manos y de su cabeza. Y para reforzar esta última idea se apuntaba la frente con el índice de una mano.
—Puedo hacerles una butaca como la mejor butaca del mundo –les dijo aquel artesano–. Pero, eso sí, no me metan prisa. Denme un número teléfono y cuando esté terminada les llamaré.
Tardó algo más de seis meses en hacer la butaca, pero mereció la pena. Después de cuarenta años no estaba como el primer día, sino mucho mejor.
Cuando murió el francés, diez años atrás, al regresar del cementerio donde le habían dado sepultura ella tomó posesión de la butaca. Se sentó por vez primera y un estremecimiento le recorrió todo su ser, como si la energía del francés estuviera todavía presente y se hubiera infiltrado por los poros de su propio cuerpo. Entonces volvió a llorar otra vez por el francés, por su ausencia ya irremediable, y se dijo con firmeza que nadie la separaría jamás de aquella butaca.
Y había cumplido su palabra. Cuando decidió regresar a España –a su pequeño pueblo de la montaña, primero; a la capital de la provincia, después– lo que más le había preocupado era la butaca. Se lo advirtió a los del camión de la mudanza.
—Mucho cuidado con esa butaca.
Mientras tuviese cerca la butaca era como si él no se hubiera ido del todo. A veces, colocaba las manos sobre aquellos brazos de madera torneada y tenía la sensación de que estaba acariciando los robustos brazos de Lucien, sus manos anchas, sus dedos...
—Pero, mamá..., en España podrás comprarte muebles nuevos –le había repetido varias veces su hijo.
—Para qué quiero muebles nuevos; además,yono me separo de esta butaca.
Con la televisión apagada, la casa permanecía sumida en un silencio profundo y denso, que solo era rasgado por el roce de sus zapatillas en el suelo. Cuando se preguntaba qué hacía dando vueltas de una habitación a otra, negaba con la cabeza un par de veces y se sentaba en la butaca; pero al momento, sin darse cuenta, volvía a levantarse y a caminar de acá para allá. No podía entender su estado de agitación.
—A mis años, y con lo que llevo encima... –se dijo en una ocasión, al descubrirse en uno de los espejos del pasillo–. ¿Qué demonios me está ocurriendo?
Y lo peor es que se temía una larga noche de insomnio, lo cual la aterrorizaba. Era de buen dormir, pero de tanto en cuanto le sobrevenía sin motivo una de esas noches en vela, una noche interminable en la que la cama se convertía en un suplicio. Entonces la habitación se llenaba de todos los fantasmas que habitaban en su mente y era tanta la agitación que le resultaba imposible sucumbir al dulce abrazo del sueño.
Durante años se había entregado con tesón al ingente trabajo de cerrar la caja de su memoria con siete cerrojos de los que no guardaba la llave –así lo explicaba–; pero esa caja era más frágil de lo que creía, o la memoria más fuerte, y a veces se producían grietas, resquicios e incluso estallidos.
Se preguntaba una y otra vez qué misterio había conseguido destapar la caja de su memoria aquella misma mañana. Sin duda, la culpa había sido del joven profesor de Historia del instituto, el que la había telefoneado días antes.
—¿Catalina Melgosa?
—Soy yo, ¿quién me llama?
—¡Por fin la localizo! No se puede imaginar la alegría que siento. Alguien me había dicho que usted había regresado y desde entonces no he parado de buscarla. Tendrá que disculparme, pero es que estoy emocionado.
—¿Emocionado? ¿Por qué?
—Por hablar con usted.
Se repitió que la culpa la había tenido aquel jovenzuelo embaucador, pero enseguida rectificó y reconoció que la culpa era solo suya, por haber aceptado su invitación sin oponer demasiada resistencia.
Ya se le había pasado el nerviosismo que la había atenazado durante todo el día, pero no podía librarse de un estado de agitación muy extraño. Nunca había sentido nada igual, a pesar de que ella había vivido emociones muy fuertes, que ni a su peor enemigo deseaba, y se había tenido que batir contra viento y marea en aguas enfurecidas, agitadas por el huracán del odio.
Para combatir el insomnio decidió prepararse una tila. Estaba dispuesta a echar el doble de hierbas en la infusión, e incluso un chorrito generoso de licor, pues el licor siempre la adormecía. Tenía pánico a una larga noche de insomnio, sobre todo porque era consciente de que su memoria andaba ese día descontrolada, saltando sin freno de un lado a otro, como uno de esos caballos desbocados que tanto miedo le daban cuando, con catorce o quince años, tenía que subir a las brañas porque le tocaba cuidar la vecería.
Encendió la cocina de gas y, antes de poner el cazo con agua, se quedó observando el fuego. Miraba detenidamente aquella hilera circular de llamitas azuladas, pero lo que veía le llenaba de inquietud y hasta de espanto. Veía unos troncos arropados por unas piedras ennegrecidas, en la ladera de una montaña cubierta de urces, al socaire del viento del noroeste, siempre frío, ardiendo muy despacio. Y veía sus manos tan pequeñas calentándose sobre las llamas trémulas, cuyas sombras se alargaban misteriosamente al atardecer.
E incluso le pareció oír una voz, una voz que podía reconocer a pesar de los años, una voz que salía de las entrañas del valle y que se extendía con la misma suavidad de la niebla.
«¡Delgadinaaaa!», decía la voz, y parecía que la estaba llamando.
Era la voz inconfundible de Tirso, a pesar de que hacía más de cincuenta años que una ráfaga del naranjero de un guardia lo había acribillado contra el tronco de un abedul. Alguien le contó años después en Toulouse, cuando ya se había casado con el francés, que, antes de expirar, Tirso se abrazó al tronco como si aquel árbol fuera su madre, su esposa, sus hijos... todos los seres humanos a los que quería y que lo habían querido un poco en este mundo. También le contaron que toda la partida de guardias que ese día había dado una batida por el monte no pudo arrancarle del tronco y tuvieron que partirle los brazos a culatazos.