Cádiz. Benito Perez Galdos

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Cádiz - Benito Perez  Galdos


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       Benito Pérez Galdós

      Cádiz

      Publicado por Good Press, 2019

       [email protected]

      EAN 4057664189189

       I

       II

       III

       IV

       V

       VI

       VII

       VIII

       IX

       X

       XI

       XII

       XIII

       XIV

       XV

       XVI

       XVII

       XVIII

       XIX

       XX

       XXI

       XXII

       XXIII

       XXIV

       XXV

       XXVI

       XXVII

       XXVIII

       XXIX

       XXX

       XXXI

       XXXII

       XXXIII

       XXXIV

       XXXV

       Índice

      En una mañana del mes de Febrero de 1810 tuve que salir de la Isla, donde estaba de guarnición, para ir a Cádiz, obedeciendo a un aviso tan discreto como breve que cierta dama tuvo la bondad de enviarme. El día era hermoso, claro y alegre cual de Andalucía, y recorrí con otros compañeros, que hacia el mismo punto si no con igual objeto caminaban, el largo istmo que sirve para que el continente no tenga la desdicha de estar separado de Cádiz; examinamos al paso las obras admirables de Torregorda, la Cortadura y Puntales, charlamos con los frailes y personas graves que trabajaban en las fortificaciones; disputamos sobre si se percibían claramente o no las posiciones de los franceses al otro lado de la bahía; echamos unas cañas en el figón de Poenco, junto a la Puerta de Tierra, y finalmente, nos separamos en la plaza de San Juan de Dios, para marchar cada cual a su destino. Repito que era en Febrero, y aunque no puedo precisar el día, sí afirmo que corrían los principios de dicho mes, pues aún estaba calentita la famosa respuesta: «La ciudad de Cádiz, fiel a los principios que ha jurado, no reconoce otro rey que al señor D. Femando VII. 6 de Febrero de 1810».

      Cuando llegué a la calle de la Verónica, y a la casa de doña Flora, esta me dijo:

      —¡Cuán impaciente está la señora condesa, caballerito, y cómo se conoce que se ha distraído usted mirando a las majas que van a alborotar a casa del señor Poenco en Puerta de Tierra!

      —Señora—le respondí—juro a usted que fuera de Pepa Hígados, la Churriana, y María de las Nieves, la de Sevilla, no había moza alguna en casa de Poenco. También pongo a Dios por testigo de que no nos detuvimos más que una hora y esto porque no nos llamaran descorteses y malos caballeros.

      —Me gusta la frescura con que lo dice—exclamó con enfado doña Flora—. Caballerito, la condesa y yo estamos muy incomodadas con usted, sí señor. Desde el mes pasado en que mi amiga acertó a recoger en el Puerto esta oveja descarriada, no ha venido usted a visitarnos más que dos o tres veces, prefiriendo en sus horas de vagar y esparcimiento la compañía de soldados y mozas alegres, al trato de personas graves y delicadas que tan necesario es a un jovenzuelo sin experiencia. ¡Qué sería de ti—añadió reblandecida de improviso y en tono de confianza—, tierna criatura lanzada en tan temprana edad a los torbellinos del mundo, si nosotras, compadecidas de tu orfandad, no te agasajáramos y cuidáramos, fortaleciéndote a la vez el cuerpecito con sanos y gustosos platos, el alma con sabios consejos! Desgraciado niño... Vaya se acabaron los regaños, picarillo. Estás perdonado; desde hoy se acabó el mirar a esas desvergonzadas muchachuelas que van a casa de Poenco y comprenderás todo lo que vale un trato honesto y circunspecto con personas de peso y suposición. Vamos, dime lo que quieres almorzar. ¿Te quedarás aquí hasta mañana? ¿Tienes alguna herida, contusión o rasguño, para curártelo en seguida? Si quieres dormir, ya sabes que junto a mi cuarto hay una alcobita muy linda.

      Diciendo esto, doña Flora desarrollaba ante mis ojos en toda su magnificencia y extensión el panorama de gestos, guiños, saladas muecas, graciosos mohínes, arqueos de ceja, repulgos


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