El Cirujano. Tess Gerritsen
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El cirujano
El Cirujano
Título original: The Surgeon
© 2001 Tess Gerritsen. Reservados todos los derechos.
© 2019 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.
ePub: Jentas A/S
ISBN 978-87-428-1006-4
Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.
Prólogo
Hoy encontrarán su cuerpo.
Sé cómo sucederá. Puedo visualizar con bastante nitidez la secuencia de hechos que conducirá al descubrimiento. Para las nueve, esas mujeres frívolas de la agencia de viajes Kendall y Lord estarán sentadas frente a sus escritorios, las uñas finamente cuidadas golpeteando los teclados de las computadoras, reservando un crucero por el Mediterráneo para la señora Smith, unas vacaciones de esquí en Klosters para el señor Jones. Y para el señor y la señora Brown algo distinto este año, algo exótico, tal vez Chiang Mai o Madagascar, pero nada demasiado accidentado; oh, no, la aventura debe ser, sobre todo, confortable. Ésa es la premisa en Kendall y Lord: «Aventuras confortables». Es una agencia llena de trabajo, y el teléfono suena a cada instante.
No les llevará demasiado tiempo a las damas advertir que Diana no está en su escritorio.
Una de ellas llamará a la casa de Diana en Back Bay, pero el teléfono sonará sin que contesten. Quizá Diana está en la ducha y no lo puede oír. O tal vez ya salió para el trabajo y está demorada. Una docena de posibilidades perfectamente razonables se cruzarán por la mente de su compañera de trabajo. Pero a medida que el día avance, y las insistentes llamadas sigan sin contestación, otras posibilidades más perturbadoras acudirán a su mente.
Supongo que será el encargado del edificio el que dejará pasar a la compañera de Diana a su apartamento. Lo veo entrechocando nervioso sus llaves mientras dice: «¿Usted es su amiga, verdad? ¿Está segura de que no le molestará? Porque voy a tener que decirle que la dejé entrar». Pasan al departamento, y la compañera la llama. «¿Diana? ¿Estás en casa?». Dejan atrás la recepción, con sus pósters de viaje elegantemente enmarcados, el encargado tras ella, controlando que no robe nada.
Entonces se asoma por la puerta del dormitorio. Ve a Diana Sterling, y ya no le preocupa algo tan irrelevante como el robo. Sólo quiere salir del apartamento antes de vomitar.
Me gustaría estar ahí cuando llegue la policía, pero no soy idiota. Sé que estudiarán cada auto que pase a baja velocidad por la zona, cada rostro que mire fijamente entre los curiosos reunidos en la calle. Saben que mi deseo de volver es fuerte. Incluso ahora, sentado aquí en Starbuck’s, mirando cómo el día se aclara tras la ventana, siento ese cuarto llamándome. Pero soy como Ulises, fuertemente atado al mástil de mi nave, atraído por el canto de las sirenas. No me estrellaré contra las rocas. No cometeré ese error.
En cambio, estoy aquí sentado y tomo mi café mientras afuera la ciudad de Boston despierta. Revuelvo tres cucharadas de azúcar en mi taza; me gusta el café dulce. Me gusta que todo sea así. Que sea perfecto.
Una sirena aúlla en la distancia, llamándome. Me siento como Ulises forcejeando con las cuerdas, pero ellas son más fuertes.
Hoy encontrarán su cuerpo.
Hoy sabrán que estamos de regreso
Uno
Un año después
Al detective Thomas Moore le desagradaba el olor del látex, y mientras se colocaba los guantes con un chasquido, liberando una nubecita de talco, sintió la consabida punzada de una náusea en camino. El olor estaba relacionado con los aspectos más desagradables de su trabajo, y al igual que el perro de Pavlov, entrenado para salivar ante un estímulo, había llegado a asociar ese aroma gomoso con el inevitable complemento de sangre y fluidos corporales. Una advertencia olfativa para ponerse en guardia.
Y eso hizo, mientras esperaba fuera de la sala de autopsias. Venía directo del calor, y la transpiración ya le hacía picar la piel. Era una húmeda y brumosa tarde la de ese viernes 12 de julio. A lo largo de la ciudad de Boston los equipos de aire acondicionado rechinaban y goteaban, y la temperatura no hacía más que subir. Los autos sobre el puente Tobin ya estarían retrocediendo en su huida al norte, hacia los frescos bosques de Maine. Pero Moore no estaba entre ellos. Había sido llamado de nuevo al trabajo en sus vacaciones para ver un horror que no tenía deseos de confrontar.
Ya estaba vestido con el guardapolvos quirúrgico que había tomado del carro de ropa blanca de la morgue. Luego se colocó una gorra descartable para contener los pelos rebeldes, y deslizó sus zapatos en unos escarpines de papel. Sabía qué era lo que a veces se derramaba de la mesa hacia el suelo. La sangre, los pedazos de tejido. No era de ningún modo un hombre prolijo, pero no tenía interés en llevar a su casa, encima de los zapatos, algún resto de la sala de autopsias. Se detuvo por unos pocos segundos frente a la puerta y respiró profundo. Entonces, resignándose al duro trance, se abrió paso hacia la sala.
El cadáver cubierto —una mujer, a juzgar por su figura— yacía sobre la mesa. Moore evitó mirar demasiado a la víctima y prefirió concentrarse en la gente viva que estaba en la sala. El doctor Ashford Tierney, médico forense, y un asistente de la morgue disponían los instrumentos sobre una bandeja. Del otro lado de la mesa Moore tenía frente a él a Jane Rizzoli, también de la Unidad de Homicidios de Boston. Rizzoli, de treinta y tres años, era una mujer pequeña de mandíbulas cuadradas. Sus indomables rizos estaban ocultos bajo la gorra quirúrgica, y sin el pelo negro para suavizar sus rasgos, la cara parecía toda ángulos ásperos; sus ojos oscuros, desafiantes e intensos. Había sido transferida de Vicios y Narcóticos a Homicidios seis meses atrás. Era la única mujer en la Unidad de Homicidios, y ya se habían producido problemas entre ella y otro detective, acusaciones de acoso sexual y contraataques de implacable ferocidad. Moore no estaba seguro de que le gustara Rizzoli, o de que Rizzoli gustara de él. Hasta el momento habían mantenido sus interacciones dentro de lo estrictamente profesional, y él consideraba que ella lo prefería de ese modo.
De pie junto a Rizzoli estaba su compañero Barry Frost, un policía de inclaudicable placidez cuya cara anodina y lampiña lo hacía parecer mucho más joven que sus treinta años. Frost, que trabajaba con Rizzoli desde hacía dos meses sin una sola queja, parecía el único hombre lo suficientemente apacible como para soportar sus rudos modales.
Mientras Moore se acercaba a la mesa, Rizzoli dijo:
—Nos preguntábamos cuándo aparecerías.
—Estaba en la autopista de Maine cuando me llamaste.
—Estamos esperando aquí desde las cinco.
—Y yo recién comienzo el examen interno —dijo el doctor Tierney—. De modo que el detective Moore llegó justo a tiempo.
Un hombre en defensa de otro hombre. Cerró la tapa del botiquín con vehemencia, dejando en el aire un reverbero metálico. Era una de las raras ocasiones en que demostraba su irritación. El doctor Tierney, nativo de Georgia, era un cortés caballero que creía que las damas debían comportarse como tales. No disfrutaba trabajando con la quisquillosa Jane Rizzoli.
El asistente de la morgue acercó una bandeja de instrumentos quirúrgicos a la mesa, y sus ojos se cruzaron brevemente con los de Moore, como diciendo: «¡Esta mujer es imposible!».
—Lamento lo de tu viaje de pesca —le dijo Tierney a Moore—. Da la sensación de que tus vacaciones han sido canceladas.
—¿Estás seguro de que se trata nuevamente de nuestro muchacho?
Como respuesta, Tierney alcanzó el extremo del lienzo y tiró para atrás, revelando el cadáver.
—Su nombre es Elena Ortiz.
Si bien Moore se había preparado para esta visión, la primera imagen de la víctima tuvo el impacto