Venganza. Amy Tintera
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UNO
Al pie de la colina descansaban los restos de la casa de Em. Del castillo de Ruina no quedaba más que una pila de piedras y tierra; la maleza reptaba entre los escombros. Un muro permanecía intacto. A Em le gustaba pensar que su madre se había asegurado de que así fuera: que incluso muerta había opuesto resistencia.
Olivia respiró hondo al llegar a la cima.
—Pensé que habría quedado algo más.
Em cogió la mano de su hermana. A Olivia se la habían llevado presa antes de que demolieran su casa y todo Ruina fuera exterminado casi por completo. Era la primera vez que ella veía el castillo en esas condiciones.
Olivia apretó con fuerza la mano de Em.
—No te preocupes, Em. Pagarán por esto, de eso nos encargaremos.
Olivia decía cosas así. No te preocupes, Em... Pero ella seguía preocupada. No llores, Em, pronto nos tendrán miedo. Esto se lo dijo inmediatamente después de matar a la reina de Lera. Em no le dijo a su hermana que con toda seguridad todo el mundo les temía.
—Pensé que ya no habría escombros —dijo Aren deteniéndose junto a Em. Tenía ojeras, su bello rostro parecía tenso presa del agotamiento. Los guerreros de Olso habían conseguido prestarles un par de caballos, pero la mayoría de los ruinos habían hecho el viaje a pie. A todos les urgían un día, o diez, para descansar.
—Al menos podemos buscar entre los restos y ver si ha quedado algo —dijo Olivia.
—Yo busqué hace un año —dijo Em—. Lo único que encontré fue tu collar.
—Tu collar —corrigió Olivia—. Quiero que tú lo tengas.
Em, sonriendo, soltó la mano de su hermana y sostuvo el colgante con forma de O.
Olivia señaló hacia el castillo.
—¿Acamparemos aquí? Podríamos dejar por los alrededores las cabezas de los cazadores clavadas en picas, como advertencia a los demás.
Em reprimió una arcada de repulsión e intentó que su rostro no la delatara. A lo largo de la última semana Olivia y Aren habían sembrado un campo de cadáveres a su paso mientras viajaban de Lera a Ruina. Em los había convencido de dejar con vida al rey Casimir y a su prima Jovita en el Fuerte Victorra, pero no se había molestado en defender las vidas de los cazadores. ¿Para qué? Después de haber destruido a miles de ruinos, quizá merecían morir.
En todo caso, eso era lo que se decía constantemente.
—Ya lo sabéis —dijo Em—, no creo que haga falta.
—Además, no quiero oler cabezas de cazador muerto mientras duermo —añadió Aren.
—Tú decide dónde acampamos —dijo Em.
—¿Por qué tengo que decidirlo yo? —preguntó Olivia.
—Porque eres la reina.
—Después de que me llevaron, votaron por abolir la monarquía —dijo Olivia— y el líder al que eligieron está muerto. Así que técnicamente, no lo soy.
—Pensaban que habías muerto —dijo Em—, estoy segura de que volverían a considerarte su reina.
Olivia se encogió de hombros y propuso:
—Reunámonos dentro de unos días, cuando la mayoría de los ruinos hayan conseguido volver. Por el momento, propongo que acampemos aquí. Que la gente de Lera y los cazadores sepan que ya no les tememos.
—¿Ya no? —preguntó Aren en voz baja. Poco antes le había aparecido una nueva marca ruina en la mano izquierda, una espiral blanca sobre la piel morena, y distraídamente se la frotó.
—Cas prometió dejarnos en paz —añadió Em. No era la primera vez que lo decía.
Aren y Olivia intercambiaron miradas. Em había insistido en que estarían a salvo, en que la guerra contra los ruinos había terminado. Cas había dicho que, ahora que era rey, pondría fin a los ataques a los ruinos y Em creía que él cumpliría su palabra.
Olivia y Aren no estaban convencidos.
Un viento gélido abrió el abrigo de Em. Ella metió las manos en los bolsillos y lo cerró, envolviendo su cuerpo con él. Había cogido el abrigo y la ropa que llevaba de un ruino muerto en la batalla del Fuerte Victorra. Todavía se retorcía incómoda si se detenía a pensarlo, pero lo cierto es que necesitaba usar algo diferente al vestido azul con el que había atravesado la selva de Lera.
Em se giró al oír unas risas y vio un grupo de aproximadamente cien ruinos saliendo de entre los árboles. Estaban agotados tras la batalla en el Fuerte Victorra y sucios al cabo de varios días de caminata, pero las sonrisas iluminaban sus rostros mientras asimilaban los restos del castillo de Ruina.
—Nos instalaremos aquí —confirmó Olivia con un gesto de la cabeza.
—Es más gris de lo que recordaba —dijo Aren, a nadie en especial.
Em no podía sino estar de acuerdo. Aren y ella habían pasado semanas en la exuberante y verde Lera, junto al océano y sus limpias y centelleantes playas. En contraste, Ruina no tenía buen aspecto. La hierba era amarilla y estaba seca, y los escasos árboles se erguían desnudos. Más allá del castillo, había una parcela gigante de tierra yerma donde antes estaba una hilera de tiendas. De todas formas, no eran especialmente bonitas cuando estaban en pie.
Se quedó mirando la pila de escombros que solía ser su casa. Quizá tendría que haber sugerido una ubicación distinta. ¿Por cuánto tiempo sería ésa su vista? ¿Durante cuánto tiempo tendría que dormir en el suelo mirando fijamente el sitio donde antes había estado su habitación?
La habitación tomó forma en su cabeza: la cama con montones de almohadas, la pared con el espejo de cuerpo entero en el que acostumbraba verse en busca de marcas ruinas cuando era más joven. La desgastada silla verde del rincón, donde se acurrucaba a leer.
Esperaba que el llanto le brotara pero, en vez de eso, una sensación hueca se instaló en el fondo de su estómago. La niña que antes vivía ahí ya no estaba, y quizás era un alivio que tampoco la habitación estuviera. Todos necesitaban empezar de nuevo. Podrían reconstruir Ruina para que fuera aún mejor que antes. Aún más segura que antes. En un año, Em no había dormido sin un arma a mano. Si algo necesitaba —si algo necesitaban todos los ruinos— era encontrar el modo de volver a sentirse a salvo.
—Voy a revisar el carro —dijo y bajó la colina corriendo.
El carro que habían robado a los soldados de Lera avanzaba lentamente entre los árboles, tirado por dos caballos cansados.
En el bastidor descubierto llevaban sobre todo suministros apilados para las tiendas y algo de agua adicional, pero iban también algunos niños y ruinos enfermos. Un joven llamado Jacobo caminaba al lado de los caballos. Mariana caminaba al otro; sus negras trenzas se agitaron cuando saludó a Em con la cabeza. Tanto Mariana como Jacobo tenían marcas ruinas en la piel oscura: las blancas líneas se enroscaban hacia sus cuellos; Jacobo tenía incluso una que le cruzaba la mejilla.
—Está... —Em estaba a punto de decir “despejado” cuando un movimiento fugaz llamó su atención. Los arbustos a su derecha susurraron.
Desenvainó la espada y se dirigió a los arbustos; alertó a Jacobo con un gesto. Él caminó hacia el carro; a los tres niños que estaban arriba les hizo señales para que se acercaran a él. Mariana se quedó inmóvil.
Con cuidado, Em pisó un leño. Alguien resolló.
Con la espada separó las hojas de un arbusto. Dos hombres estaban ahí en cuclillas, con la ropa sucia; el abrigo de uno de ellos era un mosaico de diferentes colores, de tantos parches que llevaba. Empuñaba