La fé que mueve montañas. Omraam Mikhaël Aïvanhov
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Omraam Mikhaël Aïvanhov
La fe que mueve montañas
Izvor 238-Es
ISBN 978-84-942863-6-0
Traducción del francés
Título original:
LA FOI QUI TRANSPORTE LES MONTAGNES
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I
LA FE, LA ESPERANZA Y EL AMOR
Hoy en día, cuando se pregunta a alguien: “¿Tiene usted fe?”, ello significa: “¿Cree usted en Dios?” En efecto, la palabra “fe” ha terminado por pertenecer casi exclusivamente al ámbito de la religión. Fe y religión están incluso tan íntimamente ligadas, que tenemos tendencia a asimilar la religión a la fe; dejamos un poco de lado las otras dos virtudes: la esperanza y el amor que junto con la fe representan las tres virtudes llamadas “teologales”, es decir que tienen a Dios por objeto. Así pues, para comprender mejor lo que es la fe, hay que empezar por situarla entre estas otras dos virtudes que son la esperanza y el amor.
Así es cómo san Pablo, en su Primera epístola a los Corintios, escribió: “Ahora pues permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad...” Pero no os sorprendáis si substituyo la palabra “caridad” por la palabra “amor”. ¿Por qué? Ahora, la palabra “caridad” ha perdido el sentido de amor espiritual que se le había otorgado en el origen del cristianismo, para oponerlo a este impulso desordenado, pasional, al cual los hombres llaman “amor”; esta palabra se usa solamente para designar el sentimiento altruista que empuja a ciertas personas a ayudar a los más necesitados. Por esto yo utilizo más bien la palabra amor.
La fe, la esperanza y el amor... Si preguntáis a la gente qué representan para ellos estas palabras, ciertamente la mayoría se encogerá de hombros. Quizá algunos recuerden que en su infancia habían oído hablar de estas tres virtudes en la iglesia, pero todo esto está ya muy lejos y no les dice gran cosa.
En realidad, sean quienes sean, y cualquiera que fuere su grado de evolución o su educación, todos los humanos creen, esperan aman. Pero si sus creencias, sus esperanzas y sus amores les aportan tantas decepciones, es porque no saben a quién ni a donde situarlas y, sin duda, ignoran incluso lo que significa creer en Dios, esperar en Él y amarle.
Un ejemplo de estas tres virtudes: la fe, la esperanza y el amor, nos es dado por Jesús en este episodio del Evangelio en donde el diablo viene a tentarle. Ya os he explicado en diversas ocasiones el sentido profundo de estas tres tentaciones,1 pero todavía se pueden deducir muchas aclaraciones.
“Entonces, Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, tuvo hambre. Acercándose el tentador le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes...” Jesús respondió: “Está escrito: no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios...” Entonces el diablo le llevó consigo a la ciudad santa, le puso sobre lo alto del templo, y le dijo: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito:
A sus ángeles te encomendará
Y en sus manos te llevarán,
Para que no tropiece tu pie en piedra alguna.
Jesús le dijo: También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios. El diablo todavía le llevó consigo a un monte muy alto, y mostrándole todos los reinos del mundo y su gloria, le dijo: Todo esto te daré, si postrándote me adoras. Dícele entonces Jesús: Apártate Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y a Él sólo servirás...” Entonces el diablo le dejó. Y he aquí que unos ángeles se acercaron a Jesús y le sirvieron...”
Estudiando atentamente las tres propuestas que el diablo hizo a Jesús, descubrimos que conciernen a los tres planos físico, astral (los sentimientos, los deseos) y mental (los pensamientos).
Jesús tiene hambre y el diablo le sugiere que transforme las piedras del desierto en panes. El pan es el símbolo del alimento y, en un sentido más amplio, representa todo lo que nos permite asegurar nuestra existencia en el plano físico.
Más tarde se dice que el diablo transportó a Jesús a la ciudad santa, Jerusalén, para situarlo en lo alto del templo, y allí le sugirió que se tirase abajo. Para ser más persuasivo, para mostrarle que nada debía temer, que Dios le protegería, el diablo llega incluso a citar el Salmo 91: “A sus Ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna...” El templo es un símbolo de la religión, por consiguiente del corazón. El diablo intenta persuadir a Jesús de que el hijo de Dios puede siempre contar con la protección celestial, haga lo que haga, porque su Padre le ama y porque él ama a su Padre.
Finalmente, el diablo lleva a Jesús a la cima de una alta montaña y le promete todos los reinos de la tierra si acepta postrarse delante de él. La alta montaña representa la cabeza, el plano mental, el intelecto. Así pues, el intelecto es esta facultad que empuja al ser humano a creerse el dueño del mundo hasta llegar incluso a desafiar al Señor. Este orgullo insensato que hizo sublevar a una parte de los ángeles contra Dios, es lo que el diablo intenta despertar en Jesús.
Pero en cada una de las tentaciones que el diablo le presenta, Jesús resiste porque ha aprendido a dominar su cuerpo físico (al alimento material, le opone los alimentos espirituales), su cuerpo astral (no quiere en vano poner a prueba el amor de Dios), y su cuerpo mental (rehusa igualarse al Señor, quiere seguir siendo su servidor).
Es muy importante comprender el sentido de estas tres tentaciones a las que Jesús fue sometido, porque también nosotros tenemos que afrontarlas cada día en nuestra vida cotidiana; y si queremos progresar interiormente, debemos empezar por ver claro este tema. La prueba, ¿os habéis fijado en qué lugar del Evangelio se sitúa este episodio? Al principio, Jesús acaba de ser bautizado por Juan Bautista en el Jordán, y todavía no ha elegido a sus primeros discípulos ni ha empezado a transmitir su enseñanza. Aquel que quiera ponerse al servicio del Señor debe, en primer lugar, solventar la cuestión de estas tres tentaciones.
Diréis que si el Creador nos ha dado un cuerpo físico, un corazón y un intelecto, es preciso que les suministremos el alimento que precisan. Naturalmente, es indispensable. Pero hay alimentos y alimentos, de la misma forma que hay distintas maneras de buscarlos. Y precisamente necesitamos de la esperanza, de la fe y del amor, para que nos guíen en la elección y la búsqueda de estos alimentos, puesto que la esperanza está unida al cuerpo físico, la fe al corazón o cuerpo astral, y el amor al intelecto o cuerpo mental.
El pan, comprendido de una forma muy amplia, es pues el símbolo de todo aquello que nos permite asegurar nuestra existencia en el plano físico. Así pues, ¿qué hace aquel que no pone su esperanza en el Señor? Tiembla por su seguridad material, y sólo tiene una idea en su cabeza: arreglar sus asuntos, amontonar reservas, acumular ganancias. No sólo se deja acaparar por las preocupaciones más prosaicas, sino que se ve empujado a mostrarse injusto y deshonesto hacia los demás, no siente ningún escrúpulo en perjudicarles, pisotearles, de este modo se cierra a todos los alimentos espirituales.
Esperar en Dios, es liberarse del miedo al mañana: ¿tendremos algo con que alimentarnos, algo con que vestirnos, dónde alojarnos? En el Sermón de la montaña, Jesús nos previene contra este miedo al mañana: “No os preocupéis del mañana porque el mañana se ocupará de sí mismo. A cada día le basta su pena...”
Si la esperanza está unida al cuerpo físico, la fe está unida al corazón. El corazón, ¡he ahí el templo donde Dios habita! Cuando Jesús respondió al diablo: “Está escrito: no tentarás al Señor tu Dios”, afirmaba su fe en el Señor que vive dentro de él, y rehusaba ponerlo a prueba. Porque la fe no consiste en precipitarse al vacío con la convicción de que Dios enviará ángeles para amortiguar nuestra caída.