La palabra muda. Jacques Ranciere
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Jacques Rancière
Jacques Rancière, sin duda uno de los filósofos más relevantes de la actualidad, realiza aquí un recorrido exquisito por la historia de la literatura en el que analiza la naturaleza y las modalidades del cambio de paradigma que destruyó el sistema normativo de las Bellas Letras, al tiempo que se pregunta por las contradicciones y tensiones de la literatura hoy.
Rancière propone una nueva interpretación de este cambio, donde la literatura ya no será “ni la idea imprecisa del repertorio de las obras de la escritura ni la idea de una esencia particular capaz de conferir a esas obras su calidad ‘literaria’”, sino “el modo histórico de visibilidad de las obras del arte de escribir, que produce esa distinción”. Antes que preguntarse por el concepto de literatura –y distanciándose de posiciones como las de Sartre o Blanchot–, para Rancière resultará más interesante indagar acerca de las condiciones que hacen posible enunciar tal o cual principio o definición
JACQUES RANCIÈRE
La palabra muda
Ensayo sobre las contradicciones de la literatura
Traducción de Cecilia González
INTRODUCCIÓN
De una literatura a otra
Hay preguntas que ya nadie se atreve a plantear. Un eminente teórico de la literatura nos lo señalaba recientemente: no hay que tenerle miedo al ridículo para llamar hoy a un libro ¿Qué es la literatura? Y Sartre, que lo hacía en una época que ya nos parece tan alejada de la nuestra, había tenido la sabiduría de no contestar. Porque, nos dice Gérard Genette: “a preguntas necias no hay respuesta; entonces, la verdadera sabiduría residiría tal vez en no plantearlas”1.
¿Cómo entender exactamente esa sabiduría potencial? ¿La pregunta es necia porque todo el mundo sabe, en líneas generales, lo que es la literatura? ¿O bien, a la inversa, porque la noción es demasiado imprecisa como para llegar a convertirse un día en objeto de un saber determinado? ¿El potencial nos invita a liberarnos hoy de las falsas preguntas de ayer? ¿Ironiza, por el contrario, sobre la ingenuidad que supondría el creernos definitivamente liberados de ellas? Sin duda, la alternativa que planteamos no es tal. A la práctica desmitificadora del sabio, el saber actual suele sumarle el razonamiento de Pascal, que denuncia a la vez el engaño y la pretensión de no dejarse engañar. Invalida teóricamente las nociones vagas pero las restaura para un uso práctico. Se burla de las preguntas pero no obstante les da respuesta. Nos muestra, en definitiva, que las cosas no pueden ser más de lo que son, pero también que no podemos menos que seguir agregándoles todas nuestras quimeras.
Este saber deja sin embargo muchas preguntas pendientes. La primera es por qué ciertas nociones pueden ser a la vez tan imprecisas y tan conocidas, tan fáciles de concretizar y tan proclives a engendrar vaguedades. Y en este punto es necesario realizar distinciones. Creemos saber bastante bien por qué siguen siendo indeterminadas dos clases de nociones. Por un lado, están las nociones de uso corriente, que extraen su significación precisa de los contextos en que se utilizan y pierden toda validez si se las separa de ellos; por otro lado, las nociones que remiten a realidades trascendentes, situadas fuera del campo de nuestra experiencia y que se resisten, por eso, a toda verificación o a toda invalidación. Ahora bien, la “literatura” no pertenece aparentemente a ninguna de estas dos categorías. Vale la pena entonces preguntarse qué propiedades singulares caracterizan esta noción y hacen que la búsqueda de su esencia parezca algo ridículo o desesperado. Hay que preguntarse ante todo si esta constatación misma de vanidad no es consecuencia del presupuesto que pretende separar las propiedades positivas de una cosa de las “ideas” que los hombres se hacen sobre ella.
Sin duda resulta cómodo decir que el concepto de literatura no define ninguna clase de propiedades constantes y remitirlo a la arbitrariedad de las apreciaciones individuales o institucionales, afirmando con John Searle que “les corresponde a los lectores decidir si una obra es o no literatura”2. Sin embargo, parece más interesante interrogarse sobre las condiciones mismas que vuelven posible enunciar este principio de indiferencia y este recurso a la condicionalidad. Gérard Genette responde muy acertadamente a John Searle que la tragedia de Racine Británico, por ejemplo, no pertenece a la literatura en razón del placer que procura o del que se atribuye a todos sus lectores o espectadores. Y propone distinguir dos criterios de literariedad: un criterio condicional, que depende de la percepción de una cualidad particular de un escrito; y un criterio convencional, que depende del género del escrito mismo. Un texto pertenece “constitutivamente” a la literatura si no puede pertenecer a ninguna otra clase de seres: será una oda o una tragedia, en ese caso, sea cual fuere su valor. Pertenece “condicionalmente” a la literatura, en cambio, si solo la percepción de una cualidad particular de expresión la distingue de la clase funcional a la que pertenece: por ejemplo, las memorias o el relato de viaje.
Pero la aplicación de estos criterios no es simple. Británico, dice, pertenece a la literatura no a raíz de un juicio sobre su valor, sino simplemente “porque es una obra de teatro”3. Ahora bien, esta deducción es falsamente evidente. Dado que ningún criterio, ni universal ni histórico, fundamenta la inclusión del género “teatro” dentro del género “literatura”. El teatro es un género del espectáculo, no de la literatura. Y la proposición de Genette sería ininteligible para los contemporáneos de Racine. Para ellos, la única inferencia correcta es que Británico es una tragedia que sigue las normas del género y que por lo tanto pertenece al género del cual el poema dramático es a su vez una subdivisión: la poesía. Pero no pertenece a la “literatura”, que es para ellos el nombre de un saber y no de un arte. Si para nosotros, en cambio, forma parte de ella no es en virtud de su naturaleza teatral. Es, por un lado, porque las tragedias de Racine ocupan un lugar, entre las Oraciones fúnebres de Bossuet –que pertenecían al género oratorio– y los Ensayos de Montaigne –que no tienen una naturaleza genérica claramente identificable–, en el panteón de grandes escritores, una gran enciclopedia de trozos escogidos que el libro y la enseñanza, y no la escena, han constituido; por otro lado, porque es un ejemplo de un género teatral muy específico: un teatro como ya no se escribe, un género muerto, cuyas obras constituyen, por esa misma razón, el material predilecto de un nuevo género del arte llamado “puesta en escena” que identifica generalmente su trabajo con una “relectura” de la obra. Pertenece a la literatura, en resumen, no como obra de teatro sino como tragedia “clásica”, según un estatuto retrospectivo que la época romántica inventó para ella al inventar una “idea” nueva de la “literatura”.
Es verdad, entonces, que no es nuestra arbitrariedad individual la que decide sobre la naturaleza “literaria” de Británico. Pero tampoco lo hace su naturaleza genérica, tal como orientó el trabajo de Racine y el juicio de sus contemporáneos. Las razones de la pertenencia de Británico a la literatura, en resumen, no son las mismas que las de su pertenencia a la poesía. Pero esta diferencia no nos remite a lo arbitrario o a lo incognoscible. Ambos sistemas de razones pueden ser construidos. Para ello solo es necesario renunciar a la posición cómoda que separa claramente las propiedades positivas de las ideas especulativas.
Nuestra época suele jactarse de su saber relativista duramente conquistado a las seducciones de la metafísica. Habría aprendido, así, a reducir los términos sobrecargados del “arte” o de la “literatura” a las características empíricamente definibles de las prácticas artísticas o las conductas estéticas. Pero tal vez este relativismo sea de corto alcance y convenga invitarlo a llegar hasta el punto en que su posición misma es relativizada, es decir reinscrita en la red de enunciados posibles que pertenecen a un sistema de razones. La “relatividad” de las prácticas artísticas es de hecho la historicidad de las artes. Una historicidad nunca se limita simplemente a las maneras de hacer. Es la relación entre maneras de hacer y maneras de decir. Resulta cómodo oponer las prácticas prosaicas de las artes a las absolutizaciones del discurso del Arte. Pero ese empirismo de buena ley solo pudo circunscribirse a las “meras prácticas” de