Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
Читать онлайн книгу.para mí. Pero, por el amor del cielo, ¿cómo es que ha venido usted aquí y qué es lo que ha estado haciendo? Creía que seguía en Baker Street, trabajando en ese caso de chantaje.
—Eso era lo que yo quería que pensara.
—¡Entonces me utiliza pero no tiene confianza en mí! —exclamé con cierta amargura—. Creía haber merecido que me tratara usted mejor, Holmes.
—Mi querido amigo, en ésta, como en otras muchas ocasiones, su ayuda me ha resultado inestimable y le ruego que me perdone si doy la impresión de haberle jugado una mala pasada. A decir verdad, lo he hecho en parte pensando en usted, porque lo que me empujó a venir y a examinar la situación en persona fue darme cuenta con toda claridad del peligro que corría. Si los hubiera acompañado a Sir Henry y a usted, mi punto de vista coincidiría por completo con el suyo, y mi presencia habría puesto sobre aviso a nuestros formidables antagonistas. De este otro modo me ha sido posible moverme como no habría podido hacerlo de vivir en la mansión, por lo que sigo siendo un factor desconocido en este asunto, listo para intervenir con eficacia en un momento crítico.
—Pero, ¿por qué mantenerme a oscuras?
—Que usted estuviera informado no nos habría servido de nada y podría haber descubierto mi presencia. Habría usted querido contarme algo o, llevado de su amabilidad, habría querido traerme esto o aquello para que estuviera más cómodo y de esa manera habríamos corrido riesgos innecesarios. Traje conmigo a Cartwright (sin duda recuerda usted al muchachito de la oficina de recaderos) que ha estado atendiendo a mis escasas necesidades: una barra de pan y un cuello limpio. ¿Para qué más? También me ha prestado un par de ojos suplementarios sobre unas piernas muy activas y ambas cosas me han sido inapreciables.
—¡En ese caso mis informes no le han servido de nada! —me tembló la voz y recordé las penalidades y el orgullo con que los había redactado.
Holmes se sacó unos papeles del bolsillo.
—Aquí están sus informes, mi querido amigo, que he estudiado muy a fondo, se lo aseguro. He arreglado muy bien las cosas y sólo me llegaban con un día de retraso. Tengo que felicitarle por el celo y la inteligencia de que ha hecho usted gala en un caso extraordinariamente difícil.
Todavía estaba bastante dolorido por el engaño de que había sido objeto, pero el calor de los elogios de Holmes me ablandó y además comprendí que tenía razón y que en realidad era mejor para nuestros fines que no me hubiera informado de su presencia en el páramo.
—Eso ya está mejor —dijo Holmes, al ver cómo desaparecía la sombra de mi rostro—. Y ahora cuénteme el resultado de su visita a la señora Laura Lyons; no me ha sido difícil adivinar que había ido usted a verla porque ya sabía que es la única persona de Coombe Tracey que podía sernos útil en este asunto. De hecho, si usted no hubiera ido hoy, es muy probable que mañana lo hubiera hecho yo.
El sol se había ocultado y la oscuridad se extendía por el páramo. El aire era frío y entramos en el refugio para calentamos. Allí, sentados en la penumbra, le conté a Holmes mi conversación con la dama. Se interesó tanto por mi relato que tuve que repetirle algunos fragmentos antes de que se diera por satisfecho.
—Todo eso es de gran importancia en este asunto tan complicado —dijo cuando terminé—, porque colma una laguna que yo había sido incapaz de llenar. Quizá está usted al corriente del trato íntimo que esa dama mantiene con Stapleton.
Lo ignoraba por completo.
—No existe duda alguna al respecto. Se ven, se escriben, hay un entendimiento total entre ambos. Y esto coloca en nuestras manos un arma muy poderosa. Si pudiéramos utilizarla para separar a su mujer...
—¿Su mujer?
—Déjeme que le dé alguna información a cambio de toda la que usted me ha proporcionado. La dama que se hace pasar por la señorita Stapleton es en realidad esposa del naturalista.
—¡Cielo santo, Holmes! ¿Está usted seguro de lo que dice? ¿Cómo ha permitido ese hombre que Sir Henry se enamore de ella?
—El enamoramiento de Sir Henry sólo puede perjudicar al mismo baronet. Stapleton ha tenido buen cuidado de que Sir Henry no haga el amor a su mujer, como usted ha tenido ocasión de comprobar. Le repito que la dama de que hablamos es su esposa y no su hermana.
—Pero, ¿cuál es la razón de un engaño tan complicado?
—Prever que le resultaría mucho más útil presentarla como soltera.
Todas mis dudas silenciadas y mis vagas sospechas tomaron repentinamente forma concentrándose en el naturalista, en aquel hombre impasible, incoloro, con su sombrero de paja y su cazamariposas. Me pareció descubrir algo terrible: un ser de paciencia y habilidad infinitas, de rostro sonriente y corazón asesino.
—¿Es él, entonces, nuestro enemigo? ¿Es él quien nos siguió en Londres?
—Así es como yo leo el enigma.
—Y el aviso..., ¡tiene que haber venido de ella!
—Exacto.
En medio de la oscuridad que me había rodeado durante tanto tiempo empezaba a perfilarse el contorno de una monstruosa villanía, mitad vista, mitad adivinada.
—Pero, ¿está usted seguro de eso, Holmes? ¿Cómo sabe que esa mujer es su esposa?
—Porque el día que usted lo conoció cometió la torpeza de contarle un fragmento auténtico de su autobiografía, torpeza que, me atrevería a afirmar, ha lamentado muchas veces desde entonces. Es cierto que fue en otro tiempo profesor en el norte de Inglaterra. Ahora bien, no hay nada tan fácil de rastrear como un profesor. Existen agencias académicas que permiten identificar a cualquier persona que haya ejercido la docencia. Una pequeña investigación me permitió descubrir cómo un colegio se había venido abajo en circunstancias atroces, y cómo su propietario (el apellido era entonces diferente) había desaparecido junto con su esposa. La descripción coincidía. Cuando supe que el desaparecido se dedicaba a la entomología, no me quedó ninguna duda.
La oscuridad se aclaraba, pero aún quedaban muchas cosas ocultas por las sombras.
—Si esa mujer es de verdad su esposa, ¿qué papel corresponde a la señora Lyons en todo esto? —pregunté.
—Ese es uno de los puntos sobre los que han arrojado luz sus investigaciones. Su entrevista con ella ha aclarado mucho la situación. Yo no tenía noticia del proyecto de divorcio. En ese caso, y creyendo que Stapleton era soltero, la señora Lyons pensaba sin duda convertirse en su esposa.
—Y, ¿cuándo sepa la verdad?
—Llegado el momento podrá sernos útil. Quizá nuestra primera tarea sea verla mañana, los dos juntos. ¿No le parece, Watson, que lleva demasiado tiempo lejos de la persona que le ha sido confiada? En este momento debería estar usted en la mansión de los Baskerville.
En el occidente habían desaparecido los últimos jirones rojos y la noche se había adueñado del páramo. Unas cuantas estrellas brillaban débilmente en el cielo color violeta.
—Una última pregunta, Holmes —dije, mientras me ponía en pie—. Sin duda no hay ninguna necesidad de secreto entre usted y yo. ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Qué es lo que se propone Stapleton?
Mi amigo bajó la voz al responder:
—Se trata de asesinato, Watson; de asesinato refinado, a sangre fría, lleno de premeditación. No me pida detalles. Mis redes se están cerrando en torno suyo como las de Stapleton tienen casi apresado a Sir Henry, pero con la ayuda que usted me ha prestado, Watson, lo tengo casi a mi merced. Tan sólo nos amenaza un peligro: la posibilidad de que golpee antes de que estemos preparados. Un día más, dos como mucho, y el caso estará resuelto, pero hasta entonces ha de proteger usted al hombre que tiene a su cargo con la misma dedicación con que una madre amante cuida de su hijito enfermo. Su expedición de hoy ha quedado plenamente justificada y, sin embargo, casi desearía que no hubiera dejado solo a Sir Henry. ¡Escuche!
Un