Piluca y el síndrome de Willy Fog. Carla Crespo
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© 2020 Carla Crespo Usó
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Piluca y el síndrome de Willy Fog, n.º 3 - abril 2020
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1348-591-1
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Capítulo 2 #vísteteparalacuarentena
Capítulo 5 #cuantomástemiromásmeenamoro
Capítulo 6 #nosinmivinonisinmivecino
Capítulo 7 #seacabólacuarentena
Dedicatoria
Para mi amiga Piluca,
porque mereces tener tu final feliz.
Cita
La felicidad se puede hallar hasta en los más oscuros momentos, si somos capaces de usar bien la luz.
DUMBLEDORE
Prólogo
Una norma.
¡Una única y jodida norma!
Norma de mierda…
¿Cómo es que no había podido mantenerme firme?
«Nunca te líes con el novio o con el ex de una amiga.»
Era la única norma que me imponía a la hora de acostarme con un tío. La Ú-NI-CA. Y había tenido que saltármela precisamente con, redoble de tambores, por favor: ¡con el exprometido de mi mejor amiga! Con el tío más arrogante, estirado y pijo de toda Valencia. Pero eso no era lo peor. No. Más quisiera. Lo peor es que había sentido algo. Algo que nunca le conté a nadie porque, ya sabéis eso de que, si las cosas no se cuentan, es como si nunca hubieran sucedido.
Aunque, que no se lo hubiera dicho a nadie, no significaba que no pensara en aquello. ¡Al contrario! Se convirtió en una obsesión. Rememoraba cada maldito instante y culpaba a Elisa. ¿Por qué había tenido que invitar a Beltrán a su boda?
«En fin», me repetía a mí misma cada vez que recordaba la fatídica noche, «tampoco es que vaya a encontrármelo a menudo, ¡ni que fuéramos vecinos!».
Maldita Ley de Murphy.
Apenas unos meses después del suceso, falleció la dueña del piso contiguo al mío, los herederos lo pusieron a la venta y… ¿adivináis el resto de la historia? En efecto, Beltrán se mudó al piso de al lado y, de pronto, lo que siempre había sido mi primera solución ante los problemas —huir, por supuesto—, se convirtió de repente en algo total, completa y absolutamente inviable.
Capítulo 1
#yomequedoencasa
El síndrome de Willy Fog. ¡Eso es lo que yo tenía y no el puñetero coronavirus! No estaba hecha para quedarme en casa. Sentía una imperiosa necesidad de pasear por los aeropuertos, de ir cargada con una maleta a cuestas, de sobrevolar las nubes, de conocer cada día a personas distintas… ¡De viajar, coñe, de viajar! Me miré en el espejo y observé mi piel desmaquillada, libre de la habitual capa de base, polvos, colorete, sombras y mil productos más que utilizaba cuando tenía que trabajar. Me sentía desnuda. Anoche había metido todo el uniforme en la lavadora, a sesenta grados, para desinfectarlo, digo, limpiarlo, si es que las telas de mala calidad de mi ropa de trabajo resistían un programa a tanta temperatura, aunque, ¡qué importaba! Tenía que empezar a asumir que iba a pasarme una larga temporadita sin volar.
La situación no se presentaba nada halagüeña: el país estaba en estado de alarma, la compañía aérea en la que trabajaba había cancelado la práctica totalidad de sus vuelos y la sombra del ERTE planeaba sobre nosotros, ¿no era suficiente? ¡Pues no! Anoche me había llamado la médico de la empresa para informarme que una tripulante con la que había estado volando en los últimos días había dado positivo en coronavirus. ¡Vamos, no me jodas! No es que me extrañase mucho porque en el último mes había hecho varias veces la línea de vuelos que conectaba Madrid con Turín, pero aun así… las normas a seguir eran claras, había estado en contacto con la enfermedad, por tanto, tenía que guardar cuarentena total, nada de trato con otras personas. Tampoco es que eso fuera complicado, porque vivía sola desde que me había independizado de casa de mi madre hacía siglos, la única compañía que tenía era la del perro mestizo que había adoptado hacía dos años.
Aparté la vista del espejo al escuchar el sonido de sus patas arañando la puerta de la entrada. ¡Mierda! Tenía que sacarlo a pasear, pero no podía. Me planteé ponerme la mascarilla que me había facilitado la empresa cuando toda esta crisis había empezado y sacarla igualmente,