El mármol. Cesar Aira
Читать онлайн книгу.ya había perdido la cuenta. Debían de faltar centavos. Pero me pareció descortés interrumpir la operación, que debía de ser una forma de la cortesía china, al fin de cuentas.
Volví a dejar actuar el azar; si la suerte me favorecía podía acertar con el objeto que costara exactamente la cantidad necesaria para cerrar la cuenta. La suerte actúa con el azar, no con la determinación. Tomé algo sin mirar: una hebilla dorada.
“Dos”. (¿O “doce”? Quién sabe.)
Con un solo ademán nervioso tomé otra cosa. Era una cucharita lupa. Nunca antes había visto una. Pero no pude demorarme en mirarla porque ya el chino había dicho algo como “siete”, o quizás “diez”, lo que debía de significar que yo tenía que seguir eligiendo y llevándome cositas.
No hice la cuenta en ese momento, no habría podido hacerla, pero ahora me pregunto cuál habrá sido la progresión, o regresión. Aun ahora, con tiempo de sobra, y calma para concentrarme, y papel donde ir haciendo la lista y las cuentas, no es fácil, en primer lugar porque la cifra que di como el resto del vuelto que yo debía completar en especie, uno con sesenta, fue una cifra que inventé a efectos de dar un ejemplo. En segundo lugar, porque las cantidades que me iba diciendo el chino, en su castellano mal aprendido, yo las entendía a medias, o menos que a medias, o directamente las adivinaba (y además ahora no las recuerdo). Y en tercer lugar porque no sé si las cantidades que me iba cantando correspondían al precio de cada chuchería o al resto que seguía faltando.
Con todas estas dificultades y reparos, un cálculo aproximativo sería el siguiente: si las pilas costaban sesenta centavos, el monto original de un peso con diez había disminuido gracias a ellas a cincuenta centavos. Luego, si realmente el ojo de goma costaba treinta centavos, había que restar estos de los cincuenta, y quedaban veinte. Después había venido la tabla de proteínas: “quince”. De modo que ahí habían quedado cinco centavos… ¿Por qué no me dio en ese momento una de las moneditas de la caja, que todavía tenía abierta, y me despachaba en paz? Seguramente porque sacaba alguna ganancia si yo me llevaba un objeto pequeño en lugar de la moneda. Era increíble que alguien descendiera a semejante microscopía del provecho, pero uno nunca sabe cómo funciona la mente ajena.
Ahí yo escogí la hebilla dorada, y él había dicho, o yo había creído oír: “dos”. ¿Sería posible que de cinco restara dos? ¿Se estaba manejando con unidades de centavo? La moneda de menos valor en circulación era la de cinco centavos. Pero sí, las monedas de un centavo existían, aunque no se usaban, y creo recordar alguna directiva del Banco Central en el sentido de que cuando los comercios no dispusieran de ellas debían redondear en favor del cliente. (El verbo “redondear”, por lo visto, no figuraba en el vocabulario de este chino.)
Como sea: si restaban tres centavos, y yo tomé la cucharita lupa, ¿cómo pudo ser que me haya dicho algo como “siete” o “diez”? ¿Había llegado a fracciones de centavo? Eso era imposible. Se me ocurre que lo que me dijo entonces no fue “siete” ni “diez” sino “bien”: quizás me quería decir que yo “iba bien”, que me faltaba poco…
No necesitaba que me lo dijeran porque intuitivamente yo estaba seguro de que faltaba poco… Desafiante, tomé un anillo de plástico dorado. No debía de costar nada, pero aun así tenía que tener un precio. Fuera este el que fuera, no acerté: todavía faltaba.
Subí la apuesta: tomé una cámara fotográfica del tamaño de un dado. Si, como calculo ahora, faltaba poco más o menos que un centavo, esa era la cámara más barata del mundo. Claro que era un juguete, y era dudoso que funcionara.
Cada vez que tomaba algo, se lo mostraba al cajero chino en la palma de la mano, donde los iba acumulando; cabía el conjunto entero en una mano, porque eran objetos realmente muy pequeños. El chino debía de tener todos los precios en la cabeza; seguramente esta ceremonia la repetía cincuenta veces por día.
El azar, o alguna ley matemática desconocida por mí, hizo que a pesar de todo no llegáramos al cero. Quedó un resto, y a juzgar por el hecho de que no hubo más invitaciones a elegir, supuse que ese resto era tan menor que cualquiera de los objetos, a pesar de sus precios ínfimos, lo superaría. Entonces el chino me hizo una pregunta que descifré como “¿glóbulos?” aunque sonaba “gróburo”. Asentí, sin saber a qué. Metió la mano en una lata que tenía atrás de la caja y sacó un puñado de bolitas blancas. Ahí recordé: eran los glóbulos de mármol, con los que terminaban de completar los restos de vuelto en los supermercados chinos. Para esta función tenían la ventaja no solo de ser baratísimos sino de ser divisibles, pues se vendían por unidad; su precio debía de ser de un peso el millar, o sea diez por centavo; no había cantidad pequeña tan caprichosa que no pudiera cubrirse con ellos. Pero los usaban solo como último recurso, para el resto más irreductible. No querían “quemarlos” abusando de su servicio.
Esa, y no otra, era la asociación con el mármol que yo había hecho.
III
CLARO QUE TODO ESTO NO EXPLICA NI MUCHO MENOS POR QUÉ yo me había bajado los pantalones en pleno día y en un lugar que no era mi casa, sentado en un mármol… Es rarísimo: raro que lo haya hecho, por ajeno a mis hábitos rutinarios y domésticos; y más raro todavía que no recuerde la ocasión. Sigo pensando que es uno de esos blancos momentáneos y caprichosos, que se disipan (o al contrario: se llenan y precisan) con tan poco motivo como se produjeron. En ese caso, solo es cuestión de esperar. Pero me impaciento, justificadamente.
La lapicera volvió a quedar suspendida un rato sobre el cuaderno. Aunque me consta que la memoria es refractaria al método, intenté acercarme por descarte. No hay tantas ocasiones posibles en que uno se saque la ropa fuera de su casa… ¿Un lance de sexo? Es lo primero que se le ocurriría a otro, lo último a mí; no, no hubo nada de eso. ¿El probador de una tienda? No, porque hace mucho que no me compro ropa. Tampoco voy a un gimnasio ni a una pileta de natación, ni me siento en los baños de bares o restaurantes.
No. Es en vano. Lo más que podría rendir este ejercicio de busca sería darme por asociación la punta del hilo que me llevaría al recuerdo. Y sospecho, no sé por qué motivo, que lo que me llevará a esa asociación de ideas será algo que no tenga nada que ver con nada, algo que venga del lado menos previsible… Pero aunque no fuera así, seguiría siendo en vano porque tengo el pensamiento en otra cosa: en los glóbulos de mármol.
¡Qué idea! “Glóbulos de mármol.” ¿A quién se le pudo ocurrir? Lo absurdo del concepto hizo su éxito popular. Aunque hablar de éxito o popularidad en este caso es exagerado; es algo de lo que se habla con una sonrisa, una de esas curiosidades raras que aparecen de vez en cuando, duran lo que dura un chiste, y después quedan como lujo de memoriosos (más o menos como los Sea Monkeys). Además, no creo que se hayan difundido fuera del círculo de los supermercados chinos, y no sé si todos o solo los de mi barrio —donde, es cierto, estos establecimientos proliferan hasta el exceso. No se justifica tampoco hablar de éxito por el hecho de que al fin de cuentas se los terminó usando solo para completar el cambio, señal de que nadie los compra espontáneamente. ¿Y por qué iban a comprarlos? ¿Para qué sirven?
Habían empezado a difundirse teorías al respecto, pero eran, precisamente, teorías, y nada más. Mitos urbanos. Cualquiera puede inventarle una función a un objeto imprevisto, con un poco de imaginación. Nada más fácil. Hasta yo…
Hablando con propiedad, la imaginación, ¿para qué sirve? ¿No es ella también, y ella en primer lugar, un objeto sin función aparente incrustado en la mente? Son los objetos extraños los que le crean una función… De esa circularidad debe de provenir la sensación de desconcierto y perplejidad que me asalta a veces.
Yo no le había prestado mucha atención al asunto. Como dije, tenía noticias de la existencia de los glóbulos, pero no una noción firme de su existencia real: supongo que había pensado, si es que lo pensé, que podía ser algo de la televisión, o el nombre metafórico de alguna golosina, o saldos del merchandising de una película fantástica. Pero no. En cualquiera de esas posibilidades habría estado apuntado a los niños, y una advertencia severa, que