Reclamada por el jeque. Pippa Roscoe

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Reclamada por el jeque - Pippa Roscoe


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de golpe en el estómago mientras se planteaba correr en otra carrera. La tres últimas habían supuesto un considerable esfuerzo físico y mental. Aunque le costara reconocerlo, diez años se notaban, y había tenido que entrenarse a fondo. Lo primero que hizo su padre cuando volvió fue cebarla. No había perdido peso, había perdido grasa y la había convertido en el músculo que necesitaba para dominar a los dos increíbles caballos que había montado en la Hanley Cup. Habían sido dieciocho meses con semanas laborales de seis días, con entrenamientos por la mañana y la tarde y con una comida al día.

      Había dejado las carreras por lo que pasó hacía diez años, pero su cuerpo no se había olvidado y no había dejado de montar a caballo ni un día desde entonces. Su padre había dicho que había nacido para eso y el orgullo de entonces… el orgullo de antes… había bastado para que quisiera cumplir su sueño de infancia, para que quisiera ser el mejor jockey de Australia, no la mejor amazona, la mejor jockey.

      En algunos momentos, cuando montaba a Veranchetti y a Devil’s Advocate, esa necesidad la había dominado por dentro, había sabido que podía conseguirlo, que todavía podía cumplir el sueño de infancia.

      Sin embargo, montar para otra cuadra, con otros caballos… No. Sabía que eso era impensable, como volver con El Círculo de los Ganadores.

      Había habido muchos periodistas que habían querido contar su historia y el dinero que le habían ofrecido por una entrevista o una sesión de fotos habría sido digno de tenerse en cuenta si no hubiese procedido de las misma personas que le habían arruinado la carrera la primera vez. El café le dejó un regusto amargo y supo que no podría hacerlo ni como un último recurso. Ya había aprendido lo bastante de sí misma como para respetar a la persona que había llegado a ser y a honrarla siendo recta y honrada. Quizá hubiese tardado esos diez últimos años, pero ya no iba a venderse al mejor postor.

      El sol ya se había ocultado detrás de las montañas y las estrellas empezaban a brillar en el cielo. Fool’s Fate se puso en tensión, coceó ligeramente el suelo y tiró de la cuerda que la tenía atada a un árbol detrás de ella.

      Mason frunció el ceño cuando oyó el chasquido de unas ramas. No podía ser su padre, quien sabía que quería estar sola. Tampoco podía ser algún empleado porque habían salido todos a un pub del pueblo. El linde con las tierras de Mick estaba demasiado lejos como para que fuera alguien de allí. Solo quedaban los cazadores furtivos. Tiró el café sobre las ascuas, oyó el chisporroteo y tomó la escopeta.

      Danyl dejó escapar un improperio cuando vio que se apagaba el tenue resplandor que había visto. Había sido como una señal luminosa y ya solo podía oler a café quemado y a cenizas mojadas. Quizá debería haber hecho caso a Joe McAulty. Había dejado el caballo atado hacía un rato porque no había querido asustarla, aunque el ruido de las ramas al resquebrajarse retumbaba como un cañonazo en el silencio de la noche. No hizo caso de la punzada en las entrañas que le decía que quizá no debería haber dejado a sus guardaespaldas en la casa y siguió adelante. No podría haber mantenido esa conversación con público. A sus guardaespaldas no les había hecho ninguna gracia, pero habían obedecido.

      Salió de la zona arbolada y se quedó parado ante la belleza de lo que estaba viendo. La escena nocturna le dejó sin respiración, fue casi comparable a la admiración que le producía el desierto de Ter’harn. Por eso había tardado un momento en darse cuenta de que el campamento estaba vacío. Una nube tapó la luna y la pequeña tienda de campaña y la fogata todavía humeante quedaron en sombras.

      Volvió a dejar otro improperio de cansancio y desesperación. ¿Dónde se había metido? Sin disimular las pisadas, entró en el claro. Después del vuelo, la reunión especialmente dolorosa con el primer ministro de Ter’harn y de la conversación, más tensa todavía, con Joe McAulty, estaba harto.

      Volvió a echar una ojeada para intentar encontrar alguna pista de dónde podía estar. Había seguido las indicaciones de Joe y había encontrado dónde había acampado, pero…

      Oyó que cargaban una escopeta repetidora y dejó de pensar en ese instante. La lógica no consiguió evitar la descarga de adrenalina en las venas. Lógicamente, sabía que tenía que ser Mason y, lógicamente, sabía que no le dispararía, pero…

      –No deberías haber venido –le dijo una voz que le llegó desde detrás.

      Capítulo 2

      Diciembre, hacía diez años

      NO DEBERÍA haber venido –comentó Mason bajándose el vestido, demasiado corto, que Francesca le había convencido para que se pusiera.

      –¡Es Nochevieja, Mase! Ya es hora de que te sueltes la melena y no te pases todo el día entrenando, haciendo ejercicio y haciendo dieta sin beber alcohol ni divertirte –replicó su amiga con ese acento estadounidense al que estaba empezando a acostumbrarse.

      –Estoy ridícula.

      –¿Te has vuelto loca? ¡Estás increíble!

      –¿Puede saberse cómo se anda con estas herramientas de tortura?

      –Cuidado con lo que dices, son unos Louboutin –contestó Francesa con una indignación fingida.

      –Entonces, quizá debería haberse limitado a hacer botas –farfulló Mason en voz baja.

      –¿Cómo dices?

      –Da igual.

      –Mira, pequeña, ya sé que te bajaste del barco hace cuatro meses…

      –Era un avión.

      –Y que Estados Unidos no es Australia y que Nueva York no es ese sitio pueblerino de Nueva Gales del Sur de donde vienes, pero ya va siendo hora de que te adaptes a tu entorno.

      Mason se puso tensa y sacó pecho por ese comentario sobre su tierra, pero se relajó cuando vio el brillo burlón en los ojos de Francesca.

      Sin embargo, volvió a mirar alrededor y le pareció que ese no era su mundo, que podría echarse a perder si se quedaba demasiado tiempo.

      Cuando el autobús que las llevó desde la pista de entrenamientos las dejó delante del Langsford, uno de los hoteles más famosos de Nueva York, miró el imponente edificio y pensó que no la dejarían entrar.

      Entre los zapatos de tacón que le había obligado a ponerse Francesca y el suelo de mármol blanco y negro del vestíbulo, estuvo a punto de romperse el tobillo mientras se dirigía hacia la escalera de caracol más grande que había visto en su vida. Hasta Francesca dejó escapar un leve silbido cuando vio el salón que habían reservado para ese acto organizado por los propietarios de caballos más ricos de Estados Unidos.

      Unos ventanales del suelo al techo daban sobre el Washington Square Park y los alrededores y se podía ver a algunos valientes que se arriesgaban a morirse de frío en las calles cubiertas de nieve.

      Un camarero impecablemente uniformado pasó una bandeja con copas de champán y Francesca tomó dos. Le dio una tan precipitadamente que casi la volcó y, ante el pasmo de Mason, tomó una tercera antes de que el camarero pudiera moverse. Francesca se bebió la primera de un sorbo, la dejó en una mesa auxiliar, y dio un sorbo de la segunda con una sonrisa de oreja a oreja. Entonces, clavó los ojos en algo que Mason tenía detrás y se alejó apresuradamente, susurrando una excusa. Mason se dio la vuelta y vio que Harry, su entrenador, se acercaba a ella.

      –¿Qué tal?

      –Estoy… adaptándome –contestó ella al amigo de su padre.

      –Estás haciéndolo mejor de lo que lo habría hecho Joe.

      –Es verdad –Mason sonrió con cierta tristeza y dio un sorbo de champán, que sería caro, pero no le gustó–. Papá no se habría adaptado bien a todo esto.

      Harry sonrió. Era un hombre grande con una sonrisa amplia y una risa sincera que entrenaba a sus jockeys hasta el límite de sus fuerzas.

      –Es


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