Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea. Angy Skay

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Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea - Angy Skay


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sótano de la casa y, poco a poco, comenzó a hacer algunos arreglillos. Y el Pulga… El Pulga no tenía ni mierda en las tripas. O sea, que su ayuda y aportación en casa era cero. Para más inri, no tenía los papeles en regla, y cada día que pasaba era un suplicio pensando que iban a deportarlo como lo cogiese la policía.

      El pobre y bueno de Kenrick había echado unas horas de en la misma discoteca —nuestra Deluxe— en la que trabajaba Alejandro para poder comprar las cosas del bebé, cosa que a Ma no le hacía ni pizca de gracia, y de ahí sus nuevas paranoias con que estaba engañándola. A eso le añadíamos que su coche se había roto y tenía una reparación que no le compensaba, así que estaban buscándose la vida para poder comprarse un coche en condiciones antes del nacimiento del pequeño.

      En resumidas cuentas, era una detrás de otra y los nervios se palpaban en el ambiente. En algunas ocasiones, la tensión podía cortarse con un cuchillo, y aunque siempre tratábamos de solventarla con algún chascarrillo, la realidad era que necesitábamos una solución para nuestras vidas de mierda cuanto antes.

      ¿Recordáis nuestro famoso puticlub que se quedó a medias gracias a Christian? Pues bien, los papeles del seguro no los habíamos firmado antes del incendio y, por ende, todas las pérdidas que tuvimos se quedaron en eso: en nada. Qué tiempos tan felices cuando éramos clase media y trabajábamos en una fábrica de penes.

      Estábamos tramitando la denuncia contra Christian con el abogado de Patrick, y Pascasio, su asesor, se encontraba buscándonos soluciones para recuperar el dinero que ese capullo nos estafó. Bien era cierto que un millón de euros a cada una nos solucionaba la vida, y gracias a los contactos del alemán podríamos pagar al abogado cuando todo terminase. Esperábamos que para bien nuestro.

      —¡Ganadora, Angelines la Apisonadora!

      Desvié mis ojos de nuevo hacia el ring y vi a mi amiga con los brazos en alto y con el pantalón, tipo boxeador y en azul eléctrico, que casi se le colaba por el cachete del culo.

      Otro suspirito de Patrick llegó a mis oídos. Me acerqué y toqué su brazo con cariño. Le puse ojitos de niña buena para que no descargase su rabia conmigo, pero de poco me sirvió.

      —Tranquilo, no va a pasarle nada. Es una campeona, a la vista está.

      —¿Que no va a pasarle nada? —Entrecerró sus ojos en mi dirección—. Ahí abajo se dan golpes sin ton ni son. Hace un puto mes se fracturó una costilla. En la mitad de las ocasiones viene con la mandíbula morada, el ojo, el costado… ¿Sigo? —Negué sin abrir la boca—. Pero no pasa nada, ¿eh?, no pasa nada. Y todo por la mierda del dinero.

      —Mierda de dinero que no tenemos —intervino Ma sin venir a cuento.

      La miré horrorizada, pero estaba claro que nada la pararía para decir lo que pensaba. Desde que se había puesto el pelo rubio, tenía menos filtro que antes. Que ya era decir. ¿No he mencionado que la pelirrosa había cambiado de look? Sí, ahora lo llevaba igual de corto, pero rubio, casi plata, sin haber cometido el asesinato que juró que la haría cambiarse el color de pelo para pasar desapercibida. Nosotras pensábamos que era por llamar la atención de Kenrick. Ella decía que le tocáramos la seta. Intercambio de opiniones.

      El alemán se giró hacia mi amiga y Kenrick lo contempló desafiante al ver sus fieros ojos. No pensaba permitir una pelea de gallos, y mucho menos entre mis propios amigos.

      —No voy a decirte lo que pienso —terminó Patrick. Se dio medio vuelta y bajó los escalones del estadio de tres en tres, en dirección al cuadrilátero.

      —¡Eh! ¡A mí no me dejes con la palabra en la…!

      —Ma, por favor, cállate —le pedí.

      —No me da la gana. ¿Qué se ha pensado este? —Me observó malhumorada.

      —Marisa, lleva razón… —A Kenrick se le ocurrió pronunciarse.

      —Tú cállate, que contigo no estoy hablando.

      —Ma, no la pagues con él, que no tiene la culpa —lo defendí.

      Iba a replicarme con su cara de enfado, pero cerró la boca cuando escuchamos a la gente de alrededor felicitando a Angelines, que ya subía los escalones en nuestra dirección. Miré hacia atrás y casi me choqué con ella.

      —¡Ey! ¿A qué vienen esas caras largas? —nos preguntó, alzando una ceja y sin dejar de mirarnos a los tres.

      El Pulga y el Linterna se arremolinaron a su lado, alabándola, pero ella solo tenía ojos para nosotros. Esperó una respuesta que no llegó.

      —Podríamos ir a celebrarlo —añadió Alejandro, chocando su gran mano con Kenrick.

      —Sí, no sé adónde, porque a mí me quedan cinco euros —murmuró Ma entre dientes.

      —Venga, que en esta pelea han sido trescientos pelotes. —Nos guiñó un ojo. El otro lo tenía entrecerrado debido a un golpe—. Nos cogemos un kebab y nos lo comemos en el porche de casa. Invito yo.

      Angelines retrocedió para marcharnos de allí, pero se detuvo en seco al escuchar el comentario de Patrick:

      —Como siempre.

      El porte de mi amiga, rígido e inquietante, me alarmó. Tal y como había sospechado, se volvió lo justo para mirar al alemán y, elevando su mentón, le preguntó con seriedad y firmeza:

      —¿Algún problema?

      Patrick hizo una mueca con los labios. Después de una mirada cargada de enfado, adelantó el paso y desapareció en dirección al coche sin esperarnos.

      El camino a casa fue un poco raro y de mal gusto. Habíamos parado en el marroquí de siempre, comprado la comida, el tabaco y una botellita de anís para brindar después. Todo eso se había resumido a unos cincuenta euros, y la vena del cuello del alemán cada vez estaba más y más gorda, hasta que explotó y me pilló a mí en el coche. Angelines no era de montar broncas con él delante de nosotras, pero ese día parecía ser que el cosmos se había puesto en contra de todos y de todo.

      —¿Ocurre algo, Patrick? Tienes la cara como los pies de otro.

      Y para qué quiso más. El alemán despegó los ojos de la carretera cuando nos paramos en un semáforo y la fulminó con la mirada.

      —Ocurre que te quedas sin dinero si cada vez que ganas una pelea de mierda te lo gastas en celebraciones y gilipolleces. Ocurre que cada uno debería buscarse la vida para cubrir sus gastos y que tú dejarías de ser el banco de España, y…

      —Y ocurre que si yo —se señaló con énfasis— quiero gastarme el dinero en mí y en mis amigos, me lo gasto porque me da la gana. Con o sin esas peleas de mierda.

      La tensión casi se cortaba con un cuchillo tras la contestación de Angelines. Yo no era capaz de abrir la boca, así que decidí mirar hacia la ventanilla cuando vi los ojos de ambos clavarse como puñales el uno en el otro. El alemán habló con mal humor después de un intenso suspiro:

      —Muy bien. En una semana me vuelvo a Alemania. Tengo que solucionar cosas de la empresa y tiene que ser allí. Si quieres venirte conmigo, genial. Si no, puedes quedarte con tus amigos.

      Y dijo «amigos» por no decir «amigas». Pero ¿qué le pasaba a aquel estúpido con nosotras?

      —Me quedaré aquí —le contestó ella sin dudar.

      No le respondió. Arrancó cuando el semáforo se puso en verde y seguimos nuestro camino sin decir ni una sola palabra hasta que llegamos a la puerta de casa.

      Cinco minutos después, estábamos soltando todas las cosas sobre la mesa del jardín. Era finales de marzo y en la calle se podía estar tranquilamente, sobre todo aquel día, que no hacía ni frío ni calor. Ma dominaba la mesa con sus bromas, y parecía mentira que de vez en cuando le diesen esos arranques de mala leche que ninguna entendíamos.

      La cena fue bien. En realidad,


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