Navidades perfectas. Kate Hoffmann

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Navidades perfectas - Kate Hoffmann


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      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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      Editado por Harlequin Ibérica.

      Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Núñez de Balboa, 56

      28001 Madrid

      © 2000 Peggy A. Hoffmann

      © 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Navidades perfectas, n.º 1335- octubre 2020

      Título original: Unexpected Angel

      Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

      Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

      Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

      Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

      ® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

      ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

      Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

      Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

      Todos los derechos están reservados.

      I.S.B.N.:978-84-1348-863-9

      Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

      Índice

       Créditos

       Capítulo 1

       Capítulo 2

       Capítulo 3

       Capítulo 4

       Capítulo 5

       Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Epílogo

       Si te ha gustado este libro…

      Capítulo 1

      ERA exactamente igual que el año anterior. La valla blanca, la casita con el tejado puntiagudo, los pajes con gorros de fieltro y cascabeles en los tobillos… y el árbol de Navidad lleno de luces.

      El corazón de Eric Marrin dio un vuelco y tuvo que apretar las manoplas para que no le temblasen las manos.

      Nervioso, miró por encima de un niño gordito para ver al hombre de la barba blanca; el hombre que la mitad de los niños de Schuyler Falls, en Nueva York, habían ido a ver aquella tarde.

      —Santa Claus —murmuró, con voz llena de emoción.

      Mientras esperaba en la cola para sentarse en las rodillas de Santa Claus, se preguntó si su nombre estaría en la lista de los niños buenos o en la de los que recibirían carbón.

      Entonces repasó su comportamiento durante los últimos doce meses…

      En general, se había portado bien. Bueno, además de meter una culebra de agua en el fregadero y poner sus zapatillas llenas de barro en la lavadora junto con las mejores camisas de su padre… Y también lo pillaron con sus mejores amigos, Kenny y Raymond, colocando peniques en las vías del tren para que los aplastasen las ruedas.

      Pero en general, en los siete años y medio de su vida, nunca había hecho nada malo a propósito… excepto quizá aquel día. Aquel día, en lugar de volver a casa después del colegio, había tomado un autobús para ir a los almacenes Dalton. Viajar solo en autobús era algo prohibido por su padre y seguramente acabaría sufriendo el peor castigo de su vida… Pero tenía una buena razón para arriesgarse.

      Los almacenes Dalton eran considerados por todos los alumnos del colegio Patrick Henry como el santuario de Santa Claus. Desde el Día de Acción de Gracias hasta Nochebuena, riadas de niños subían a la segunda planta para sentarse en sus rodillas.

      Raymond decía que el Santa Claus de los almacenes Dalton era mucho mejor que cualquier otro en Nueva York. Los otros, según él, solo eran ayudantes. Aquel era el verdadero y podía hacer que los sueños se convirtiesen en realidad. Kenny incluso conocía a un niño que había conseguido un viaje a Florida.

      Eric metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó su carta. Después de escribirla con sumo cuidado a rotulador, la guardó en un sobre de color verde hierba. Y luego le puso unas cuantas pegatinas para asegurarse de que llamaba la atención entre todas las demás.

      Aquella era la carta más importante que había escrito en toda su vida y haría lo que fuera necesario para que llegase a manos de Santa Claus.

      Vio entonces que una niña con un abrigo de lana azul echaba su carta en el buzón. Era un sobre blanco escrito con muy mala letra. Eric sonrió. Su carta era más llamativa. Cerrando los ojos frotó su penique de la suerte, que llevaba en el bolsillo.

      Todo iba a salir bien.

      La fila de niños se movía y Eric tocó la carta de nuevo. Primero le explicaría su caso a Santa Claus y, si tenía oportunidad, le metería la carta en el bolsillo. Imaginaba al anciano de barba blanca encontrándola a la hora de cenar… estaba seguro de que la leería inmediatamente.

      Entonces arrugó el ceño. Si quería hacer las cosas bien debía ir todos los días con una carta nueva… por si acaso. Santa Claus se daría cuenta de lo importante que era aquello para él. Incluso cabía la posibilidad de que se hicieran amigos. Santa Claus lo invitaría a visitar el Polo Norte y él podría llevarlo al colegio para presentárselo a sus compañeros. La antipática de Eleanor Winchell se moriría de envidia.

      Por supuesto, Eleanor había leído su carta en clase de la señorita Green, un recital de todo lo que necesitaba para pasarlo bien en Navidad: vestiditos, cuentos, muñecas… Y también informó a toda la clase que pensaba ser la primera en la cola en cuanto los almacenes Dalton recibieran a Santa Claus.

      Secretamente, Eric esperaba que esa carta se perdiera entre todas las demás. O que Eleanor se cayera al río Hudson y la corriente se la llevara a miles de kilómetros para atormentar a otros niños. ¡Era mala y envidiosa


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