Cuatro estaciones. Colette
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colección
Pequeños Grandes Ensayos
Universidad Nacional Autónoma de México
Coordinación de Difusión Cultural
Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial
Contenido
Prólogo
De su matrimonio con Jules Robinet-Duclos, Adèle Eugénie Sidonie Landoy, mejor conocida como Sido, hereda la casa familiar que será, entre otras tantas cosas, el espacio diegético del ciclo de novelas gracias al cual Sidonie-Gabrielle Colette adquirirá una inmediata –y, hasta cierto punto, injusta– fama literaria: Claudine en la escuela, Claudine en París, Claudine se casa y Claudine se va, escritas entre 1900 y 1903. “La casa […] de Robinet-Duclos, y sobre todo sus jardines”, dice Kristeva, “marcan profundamente a Colette, y constituyen, junto con Sido, el centro de gravedad de su memoria de infancia”.1 La familia perderá la casa a manos de Achille de Jouvenel, el mayor de los medio hermanos de Colette, quien la venderá en 1925. Ese mismo año, Colette comienza a escribir y publicar los textos que ahora presentamos y que, en esa primera publicación, aparecen casi como una especie de dossier de cuatro relatos brevísimos que la autora reúne bajo el título El viaje egoísta, escritos entre 1912 y 1913, inéditos hasta entonces en francés y de los que sólo hay una edición en español publicada en Barcelona en 1970. El documento intitulado Cuatro estaciones abarca, pues, de la navidad de 1924 al inicio del invierno de 1926, y creemos que hay una relación directa entre la pérdida de la casa familiar y los temas pero, sobre todo, el estilo de estos textos.
No obstante, si la nostalgia por el tiempo pasado tal como se representa en Cuatro estaciones es apenas la superficie de una sintomatología de lo que podríamos denominar la decadencia general de la modernidad, ello no se debe –o no solamente– a esta pérdida física, material, concreta, de la casa materna –aunque, como veremos más adelante, el aspecto estrictamente económico material de la casa podría jugar un papel central–: si hay un leitmotiv subyacente en la obra de Colette, éste es el duelo, en un sentido amplio de la palabra: duelo por la niña muerta y resucitada en la joven por medio de la sexualidad, diríase, ilimitada; duelo por el matrimonio y sus múltiples posibilidades, desde la incorporación de las amantes a las relaciones físicas entre Colette y el primer esposo, el escritor Willy, hasta las relaciones incestuosas con Bertrand, el hijo de Henry de Jouvenal; duelo, al fin, por la madre, el padre impotente (física y estéticamente)2, y la hija: una especie de trinidad pagana. En suma, Colette interioriza la llamada decadencia de la modernidad a la manera de pequeñas muertes personales.
Hacia 1925, empero, no sólo son los ecos y espectros del jardín familiar, la omnipresencia de las flores de la infancia, incluso en un París poshausmannsiano, y el espectro de la infancia en sí misma, hundiéndose en la memoria, sino también algunos episodios aparentemente aislados de la vida de Colette los que podrían darnos las pistas para explicar estos rarísimos ensayos. El primer libro de crítica sobre la obra de Colette (Colette o El genio del estilo, de Paul Reboux) se publica precisamente en 1925, un dato que no es irrelevante si consideramos la escena francesa (y específicamente parisina) del momento –sin más, estamos hablando de Gide, Cocteau, Proust…, todos ellos, por cierto, amigos de Colette. Ese mismo año, Colette envía a su hija a Inglaterra, deshaciéndose definitivamente no sólo de ella sino de su cuasi imposibilidad de ser madre;3 y, finalmente, aunque no de menor importancia, ese año se encuentra con (el entonces aún desconocido) Walter Benjamin, quien le plantea una simple prguta: “¿Debe la mujer participar de la vida política?” “Colette matiza su respuesta”, afirma Kristeva, “ciertamente, alaba las capacidades de las mujeres, pero no sin insistir… ¡en la menstruación, que las hace imprevisibles, lo que no sería un punto a favor de su incursión en la política!”.4 El sentido mismo de la cronología lineal de los ensayos, que abarcan dos años enteros de la vida cotidiana de Colette –y, podríamos decir, dos de los más anodinos, si bien, no hay que olvidarlo, no estamos ya ante la joven autora del ciclo de Claudine (1900-1903), ni siquiera ante la escritora, joven aunque experimentada, de La vagabunda (1910), sino ante una autora de 52 años–, es el de desplegar una crítica contra ese tiempo medido, fragmentado, cíclico que, a su vez, encubre o, mejor dicho, posibilita otro ciclo, el ciclo del capital por excelencia: producción,