Papelucho, Romelio y el castillo. Marcela Paz

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Papelucho, Romelio y el castillo - Marcela Paz


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      I

      Por fin tenía yo mi propio problema.

      Se lo llevé al papá, creyéndome chori.

      No tenía ni la mayor idea de que el problema de los problemas es el oidor.

      –Papá…

      –Papelucho –adivinó él–, si es problema el que me traes, llévaselo a tu mamá…

      –Pero papá, es cosa de hombres…

      –Los problemas no tienen sexo –y se enfrascó en sus papeles de IBM1.

      Algún día aprenderé a manejar yo ese computador que contesta todo lo que uno le pregunta.

      Harto quemao partí donde la tía Rosarito, que por suerte es sorda, así es que no tiene problema en escuchar problemas.

      Me miró sonrisosa y antes de que hablara me dijo:

      –Lindo, si tienes algún problema, cómete esta naranja –y siguió tejiendo.

      Me comí la naranja y me atoré con una pepa. Cuando me la tragué, ahí estaba otra vez mi problema… Tenía boca, orejas, manos, pies y era apenitas más grande que yo. Se llamaba Romelio y me había invitado por el fin de semana a su castillo que nadie conocía.

      Todos sabían en mi clase que el Romelio vivía en un castillo, pero nadie lo conocía, porque el Romelio es de esa gente que no tira pinta y cuando uno le preguntaba por su famoso castillo, se metía las manos en los bolsillos y decía rotundamente:

      –Es igual a todos los castillos.

      Yo tenía tremenda curiosidad de conocer su castillo aunque fuera por un día, así es que le dije:

      –Oye, ¿te gusta ser egoísta?

      –No –contestó, escarbándose la nariz.

      –Bueno, pero eres egoísta, para que lo sepas…

      –¿Por qué? Si quieres te invito.

      –¿Cuándo?

      –Este fin de semana.

      Si hubiera adivinado que me iba a invitar así, tan rápidamente, no le habría averiguado tanto. Porque el castillo me tincaba bastante, pero no conocía ni a su papá ni a su mamá, y me daba vergüenza alojar en una cama de reyes, comer guisos de príncipes con pajes por todos lados, etc.

      Mi problema era querer y no querer ir, o sea, quería ir; y apenas me invitó, ya no quería. Me tincaba tremendo vivir una noche en un castillo y lo forcé a invitarme, pero ahí vino el problema, porque cuando lo hizo se me pasaron las ganas.

       Un papá debería servir por lo menos para prohibirle a uno lo que uno no quiere hacer.

       Era mi problema, lo eché al cara o sello, y ni miré el peso cuando cayó.

       Le dije al Romelio que iba, y fui.

      1 IBM: empresa de tecnología y computadores de Estados Unidos.

      II

      El cacharro del papá del Romelio era apenas una tetera vieja que disparaba esmog a toda vela.

      –Claro –pensé–. Este auto es tan antiguo como el castillo…

      Y comencé a imaginarme los torreones, las armaduras y demases donde alojaría esa noche. A lo mejor el castillo tenía su ánima propia arrastrando sus cadenas durante la noche.

      Pero el papá del Romelio parecía más asustado que yo. A cada rato paraba el motor y dejaba rodar solito el aparato. Y cuando quedaba atrás el carabinero de la esquina, enganchaba segunda y volvía a agarrar vuelo.

      Era casi de noche cuando llegamos al cerrito. Allá arriba se divisaba una sombra sin torreones ni puentes levadizos. Simplemente una casa.

      –Oye –le dije al Romelio cuando bajamos del auto–, ¿por qué lo llaman castillo?

      Y apenitas lo dije, me arrepentí. Así que exclamé: “¡Caramba!”… –que es lo que dice mi papá cuando ve algo choro.

      –Estamos sin luz –dijo el papá del Romelio–, pero tenemos velas.

      Más ganas me dieron de no haber venido. Ahora tenía ganas de volverme…

      Mi bolsón se había puesto tan pesado que apenas me lo podía.

      Entramos. Dos velitas en botellas de bebida quemaban las polillas curiosas. No se veía armaduras ni tesoros ni pajes con pelucas.

      –Tu amigo y tú van a dormir arriba –dijo el papá del Romelio–, y ni media palabra de “comer”…

      Yo me acordé de que no me había comido el pan con queso que me dio la Domi y le convidé al Romelio la mitad.

      III

      Soñaba que yo era un príncipe recién nacido. En mi cunita de oro, rodeado de hadas madrinas, sonreía…

      Pero me molestaban los pañales. Se habían puesto duros y helados, y me amarraban las piernas.

      Yo era guagua y, como todas las guaguas, lloré para avisar que me había mojado.

      Mi llanto me despertó rotundamente y… ¡horror!… Yo no era principito ni guagua. Era yo, el amigo de Romelio.

      Pero igual, ¡estaba mojado! Mi cama era una sopa en la oscuridad. Y tampoco era mi cama, ¡era ajena, desconocida y olía distinto!

      Ahí me cayó la teja y me acordé con violencia de que estaba alojando en el castillo de Romelio.

      ¿Qué irían a pensar de mí?

      Yo estaba maldito para toda mi vida.

      La vergüenza me ortigó del cogote a los pies.

      ¿Por qué se me ocurrió soñarme recién nacido?

      Y en casa ajena…

      Sí, estaba rotundamente fregado para siempre jamás…

      No podía volver al colegio. No tendría amigos…

      –¿Por qué no seguí durmiendo? –me pregunté furiondo.

      Y comencé a retarme como al peor enemigo.

      Nada peor que retarse… ¿Quién lo defiende a uno?

      Me comencé a vestir en la oscuridad y dale y dale retándome. Tenía que partir, desaparecer de muchas partes, quizás para siempre… Irme de ahí, del colegio, del país, quizás de América… partir lejos.

      Me vestí de memoria y de memoria tendría que adivinar el camino para irme.

      Me acordaba de haber subido una escalera, pero jamás me fijé si era de las que crujen en la noche. Bajaría montado en la baranda, sin ruidos…

      Zapatos en mano, mis dedos gordos asomados de calcetines rotos, me servían de linterna en la hedionda oscuridad.

      Por fin me faltó suelo: señal del primer escalón y con violencia levanté mi pierna para montar el resbalín. Una muralla dura y brujurienta estrelló mi pierna y, en un tremendo enredo, rodé apelotonadamente escaleras abajo. De un run como un balazo llegué al suelo. El único consuelo es que no solté nunca mis zapatos, porque me han enseñado que valen más que uno mismo.

      Ahí quedé arrollado en el suelo sin saber si estaba vivo o muerto. Esperé un poco, parando la oreja con atención…

      Alguien abrió una puerta y preguntó:

      –¿Ladrones?

      Como nadie contestó, la puerta se volvió a cerrar.

      Poco a poco me iba dando cuenta de que yo estaba quebrado de la columna, de las rodillas y también de los codos. ¡Mala suerte! Aunque estuviera hecho pedazos,


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