Amianto. Alberto Prunetti
Читать онлайн книгу.p>
AMIANTO
ALBERTO PRUNETTI
AMIANTO
UNA HISTORIA OBRERA
TRADUCCIÓN DE FRANCISCO ÁLVAREZ
SENSIBLES A LAS LETRAS, 60
Título original: Amianto. Una storia operaria
Primera edición en Hoja de Lata: marzo del 2020
© Edizione Alegre, Roma, 2014
© de la traducción: Francisco Álvarez, 2019
© del prólogo: Isaac Rosa, 2020
© de la imagen de la portada: Kangah / iStock
© de la fotografía de la solapa: Richard Nourry
© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2020
Hoja de Lata Editorial S. L.
Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]
[email protected] / www.hojadelata.net
Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.
Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu
Corrección: Tania Galán Álvarez
ISBN: 978-84-16537-77-8
Producción del ePub: booqlab
La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
A los hijos de los talleres. A Sara.
ÍNDICE
PRÓLOGO EN ZOOM
«Yo miraba aquellas manos callosas y pensaba que los callos en las manos de los obreros son bonitos, al igual que las arrugas en las caras de los viejos».
Leyendo estas hermosas palabras de Alberto Prunetti sobre las manos de su padre (Renato Prunetti, soldador tubero en acerías y refinerías, muerto a los 59 años por un tumor resultado de su exposición al amianto), recordaba estas otras palabras de Richard Sennett en El artesano:
Las callosidades que se forman en las manos de quienes las utilizan profesionalmente constituyen un caso particular de tacto localizado. En principio, el engrosamiento de la piel debería insensibilizar el tacto, pero en la práctica ocurre lo contrario. Al proteger las terminaciones nerviosas de la mano, las callosidades hacen menos vacilante el acto de exploración. Aunque todavía no se conoce bien la fisiología de este proceso, se sabe que el callo sensibiliza la mano a pequeñísimos espacios físicos y al mismo tiempo estimula la sensibilidad en las yemas de los dedos. La función del callo en la mano es comparable a la del zoom en una cámara fotográfica.
Desde que leí este párrafo de Sennett años atrás, me persigue esa imagen fascinante: el callo como un zoom, un dispositivo de precisión en la mano del obrero. Ya que Amianto es una novela obrera, que se diría escrita con callos en las manos, permítanme que escriba este prólogo en zoom, ampliando y alejando progresivamente la imagen desde lo más pequeño y cercano. Intento así ser coherente con un libro que a su manera propone un movimiento de zoom: parte de una historia particular, individual, incluso pequeña, y va abriendo el encuadre para mostrar mucho más: un oficio, una clase, una época, un tiempo perdido que interpela a nuestro presente.
Por supuesto, empezamos este zoom mirando una mano: la mano callosa de Renato.
LA MANO
Renato trabaja con las manos, y ahí ya tenemos la primera rareza: una ¿novela? (luego lo discutiremos) donde el protagonista usa laboralmente sus manos para algo que no sea disparar una pistola de detective o teclear en un ordenador de intrépido reportero o indeciso novelista. Policías, periodistas y escritores, los colectivos de trabajadores más representados en la novela contemporánea. Por el contrario, los trabajadores manuales son sistemáticamente invisibilizados en la literatura actual, en correspondencia con la forma en que son invisibilizados mediática y socialmente para no romper el espejismo tecnófilo en que vivimos, donde el trabajo penoso parece haber desaparecido por el procedimiento infalible de barrerlo bajo la alfombra. Lo que no se ve, no existe. Todos trabajamos ya ante ordenadores, con el ratón en la mano y los pensamientos en la nube; los productos manufacturados vienen de no se sabe dónde o los fabrican robots autónomos; los edificios se levantan solos igual que las calles son barridas y las carreteras asfaltadas por fantasmales figuras que apenas vemos al pasar en el coche y que atropellaríamos de no vestir trajes reflectantes; y en el campo la fruta se recoge sola hasta que los agricultores cortan una autovía y ganan unos minutos de visibilidad (¿cómo, que todavía existen, no se extinguieron ya todos?).
La mano de Renato, ya se ha dicho, tiene callos. Hermosos callos, como las arrugas de un anciano o la rugosidad de una corteza: marcas de vida. Los callos del trabajador (bien distintos a los callos hoy más frecuentes del usuario de gimnasio, como diferentes son los sudores del trabajo y del deporte) son muchas cosas a la vez, cumplen muchas funciones simultáneas: son un dispositivo de precisión, sí, y por tanto una prueba de experiencia y un título de capacitación, resultado de años de manejar, apretar, golpear, levantar, forzar. Pero el callo es también una cicatriz, la huella que dejan el esfuerzo, la intemperie y las heridas. Son también memoria: tocar un callo es apretar una tecla que dispara recuerdos, toda la película de una vida (laboral). Un callo es además un depósito de rencor, a la vez que un tatuaje orgulloso. Y una contraseña de pertenencia a una clase, a la manera del dedo que apoyamos en el lector para abrir una puerta. Los integrantes de ciertos colectivos se reconocen fácilmente con solo mirarse las manos, lo mismo las curtidas del jornalero que las que nunca consiguen quitar la grasa mecánica inscrita en las huellas dactilares, o las manos irritadas por la lejía de