El Fantasmatrón. David Lozano Garbala

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El Fantasmatrón - David Lozano Garbala


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la que Salomón saca siempre sobresaliente gracias a su narcolepsia). Este curso tienen que leerse el libro Vida y experiencias de una ostra.

      Van a la misma clase, pero nunca habían hablado hasta que el profesor de Naturaleza Muerta los puso juntos en un grupo para hacer un trabajo. Aunque en principio no tenían nada que ver entre ellos, reuniéndose en la Biblioteca Municipal para hacer el trabajo acabaron descubriendo un rasgo en común, una peligrosa afición: su secreto interés por las ciencias y por las máquinas prohibidas. Desde entonces tienen la costumbre de verse en la Biblioteca Municipal cada tarde. Por las mañanas van a clase, después comen con sus respectivas familias y luego permanecen en la biblioteca hasta la hora de la cena. Todo muy rutinario, como mandan las leyes de Tediópolis. El caso es que, con el paso del tiempo y a pesar de sus diferencias, han acabado haciéndose amigos.

      Los tres tienen habilidades muy especiales que han desarrollado desde pequeños: Julio es experto en mecanismos, resortes y bichos; Alba, en cálculo y electricidad, y Salomón, en física y química. Sin embargo, por prudencia, solo emplean en casa sus conocimientos, y para lo oficialmente permitido.

      Bajo la atenta mirada de don Fede Erratas, que es el bibliotecario, Julio, Alba y Salomón se llevan cada vez mejor. Tarde tras tarde se hacen compañía en esa biblioteca, donde solo hay libros aburridísimos: tomos de leyes muy complicadas, biografías de personajes que vivieron cien años haciendo cada día lo mismo... Acaban de descubrir un ensayo larguísimo titulado Observación de una tapia común durante el reinado de Tedi Osho II, que les provoca bostezos sin parar.

      Pero todo eso ya es historia. Aunque aún no lo imaginan, sus vidas van a dar un giro tremendo, porque está a punto de suceder algo que acabará con su rutina para siempre...

      •1

      EL SILLÓN ROTO Y EL GRANO DE SALOMÓN

      UNA TARDE MÁS, Julio, Alba y Salomón se encontraban aburridísimos en la biblioteca. Un profesor, don Perfecto Cuadrado, les había pedido un trabajo de cuatro páginas sobre «una cosa que no cambie nunca», y ellos apenas habían pasado de la primera frase: «La Gran Nube de la Vaca no cambia nunca...». Inquietos, Salomón se repeinaba su flequillo con la mano y Alba mordisqueaba un lápiz mientras buscaba por todas partes, con los ojos apretados tras las gafas, algo que se pudiera medir. Julio, por su parte, jugaba a soplarse los grandes mechones pelirrojos que casi le llegaban a la boca.

      Con ganas de incordiar (y de lograr una moderada distracción), Salomón preguntó:

      –¿Hace cuánto que no te cortas el pelo, Julio?

      –Pues ni idea –el chico no dejaba de soplárselo poniendo una cara un poco rara. Proyectaba hacia adelante el labio inferior y levantaba las cejas al mismo tiempo.

      –No es fácil de calcular –opinó Alba– porque lo tienes rizado. ¿Me dejas arrancarte un pelo para medírtelo?

      Ella ya estiraba el brazo hacia su cabeza.

      –Deja, deja –se negó Julio, apartándose–. ¡Quita esa mano!

      –Venga, tío –Salomón se apuntó a la petición solo por fastidiarle–, que es un simple pelito; no te va a doler nada.

      Julio lo miró fijamente.

      –Bueno –cedió–: dejo que Alba me arranque un pelo si tú dejas que te explote ese grano que tienes en la cara.

      –¿Cómo puedes ser tan guarro? –a pesar de su queja, los ojos de Alba se dirigieron al bulto blanquecino de Salomón, para calibrar sus dimensiones.

      –¿Un grano? ¿Yo? –el chico se tanteaba la cara–. ¿Es verdad, Alba?

      Ella asintió con solemnidad.

      –Pues sí, y bien gordo. Lo tienes un poco más a la derecha. Por ahí, sí. De unos tres milímetros de diámetro. Si quieres, te lo mido para confirmarlo.

      –No hace falta, gracias.

      Julio tuvo que aguantarse la risa hasta que Salomón lo localizó para tapárselo.

      –Bueno, ¿qué tal si cambiamos de asunto? –Salomón se había puesto colorado. Su mirada se detuvo entonces en la figura del bibliotecario, que ordenaba libros en una sala próxima.

      –¿Qué le pasa a don Fede, que tiene esa cara de pena?

      Julio y Alba se giraron hacia él. En efecto, don Fede Erratas parecía más triste de lo habitual (de lo habitual en Tediópolis, y para eso hay que estar tristísimo).

      –¿Qué le ocurre, don Fede? –le preguntaron con preocupación, tras acercarse.

      El señor Erratas, alto y parsimonioso como un mayordomo inglés, se sonó la nariz con un pañuelo. A continuación, señaló un asiento de piel marrón con el respaldo torcido.

      –Se me ha roto mi sillón de lectura favorito. ¡Qué tragedia! –suspiró–. Era tan cómodo... Sentado en él me aburría muy a gusto. Los días se me hacían larguísimos.

      Julio se inclinó hacia el sillón y lo inspeccionó con mirada experta.

      –Nosotros se lo arreglaremos.

      La expresión de don Fede Erratas se iluminó, aunque no acababa de creérselo. Ignoraba las habilidades de esos chicos.

      –¿En serio?

      –Sí –Alba valoraba también el desvío del respaldo–. Nosotros tres se lo dejaremos como nuevo, pero necesitamos herramientas.

      Lo que pedía ella resultaba sospechoso en Tediópolis. Aun así, don Fede estaba dispuesto a arriesgarse.

      –Venid –les susurró–. Aunque antes tenéis que prometerme que no contaréis a nadie lo que os voy a enseñar, ¿de acuerdo?

      Los tres, ávidos de cualquier novedad, lo prometieron sin dudar. Después, el bibliotecario los condujo por el pasillo del sótano hasta una misteriosa puerta cerrada.

      –Este es mi depósito secreto –anunció con voz grave, mientras hundía la llave en el ojo de la cerradura y la hacía girar–. Si se enteran las soporpatrullas de que este lugar existe, acabaremos todos en la cárcel.

      Entonces empujó la puerta y...

      •2

      LA SALA SECRETA DE FEDE ERRATAS

      AL PRINCIPIO no se veía casi nada en la penumbra del cuarto, pues apenas había un ventanuco lleno de polvo por el que entraba un débil resplandor. Sin embargo, lo que descubrieron dentro en cuanto don Fede encendió la luz dejó a los niños con la boca abierta: ¡miles de piezas, juguetes, máquinas, herramientas y cosas de todo tipo cubrían las estanterías de la enorme sala! Desde una llave inglesa hasta una casa de muñecas, pasando por pequeños coches deportivos, puzles, sopletes, martillos, linternas, consolas, balones de fútbol...

      Jamás habían visto nada igual. Un auténtico almacén de sueños.

      –¡Son objetos prohibidos! –exclamó Julio.

      –Sí –reconoció Fede Erratas en voz baja–, procedentes del mundo exterior. Los trajeron a la isla los primeros pobladores y yo me negué a destruirlos cuando sustituí al anterior bibliotecario. Heredé su secreto, ¿sabéis? Alguien tiene que conservar la prueba de que hubo un tiempo, antes de la fundación de Tediópolis, en el que la gente se divertía.

      Los chicos acariciaban cada cosa en silencio, con respeto, como si fuera mercancía sagrada.

      –Y en este armario –Fede alcanzó un gran mueble y lo abrió– hay libros ilegales.

      Los


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