¡Ping!. Juana Inés Dehesa

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¡Ping! - Juana Inés Dehesa


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mage target="_blank" rel="nofollow" href="#fb3_img_img_43ea9b94-8325-5721-892e-12c28078bcb4.jpg" alt="Portada"/> Página de título

      Tendré que hacer lo que es y no debido

       Tendré que hacer el bien y hacer el daño.

      —FITO PÁEZ

      Para Ulises, por todos los viajes

      —Andrés, ¿tú sabes cómo se prende esta tele?

      Por más que Susana le sobaba todas las aristas a la pantalla plana que habían puesto en el mueble de la cocina, no encontraba un botón para prenderla.

      —¡Es inteligente, mi vida! —gritó Andrés, su marido, desde el piso de arriba.

      —¡Ella sí, pero yo no! ¡Ándale, que dice mi papá que ya va a salir Mena!

      —¿Ya intentaste con el control? —se escuchó un ruido de piecitos corriendo por la duela y la carcajada perversa de quien se sale con la suya—, ¡Carlos, regrésate a tu cama!

      Regó la mirada por la cocina. ¿Dónde demonios estaría el control? No tenía ni idea. Ella no usaba esa tele, por una razón casi de pensamiento mágico: sentía que en el momento en que se sentara en un banco de la cocina a verla, todo estaría perdido. No sabía por qué, pero le parecía que eso sí ya era darse por vencida y asumir que era una señora.

      Está bien que desde hace dos años tengo una camioneta que me maneja más a mí que yo a ella, que una vez a la semana llevo a mi suegra al súper y que prefiero usar una mochila que era la pañalera de los gemelos en lugar del glamour de una bolsa, pero la tele en la cocina sí me supera.

      Pero ahora no tenía opción. Tenía que dejar listo el lunch para el curso de verano o se les iba a hacer tardísimo.

      Se dio por vencida y sacó su celular para verlo ahí.

      Andrés la encontró con la mirada fija en la pantallita, a punto de rebanarse un dedo cortando un pepino en bastones de cinco centímetros por uno y medio, la medida oficial de los gemelos.

      —¿Qué pasó con la tele? ¿No se pudo?

      —Shhh —dijo Susana, girando apenas la cabeza hacia su marido—. Ahí está.

      Le señaló a quien todavía era presidente de México, frente a un escritorio muy imponente y con una banderota en el fondo, él con su sonrisa de presentador de programa de concursos y su capacidad robótica para obedecer al teleprompter.

      —¿Qué crees que vaya a decir? —preguntó Andrés, parándose frente a la barra de la cocina, a un lado de Susana.

      Susana levantó los hombros. Tenía en mente varios escenarios, pero no daba tiempo de explicarlos con lujo de detalle.

      “Hace unos momentos, el consejero presidente del Instituto Nacional Electoral dio a conocer los resultados del conteo rápido conforme a lo acordado por su Consejo. Con base en ese conteo, el candidato de la Coalición obtuvo el mayor número de votos en la elección presidencial.”

      Susana y Andrés se miraron, confundidos.

      —¿Te cae, así, ya concedió? —dijo Andrés.

      Susana tampoco lo podía creer. No lo iba a confesar nunca, pero en el fondo de su clóset había una caja de cartón con dinero en efectivo, dólares y los pasaportes de toda la familia, porque en este país una nunca sabe qué puede pasar, y si algo le habían enseñado sus clases de historia política de México era que los periodos postelectorales se podían poner muy rudos. Sintió también un poco de vergüenza de pensar en las decenas de latas de atún, paquetes de galletas saladas y botellas de agua que había ido acumulando de a poquito en una alacena muy alta que nadie abría más que ella.

      ¿Es mi culpa que haya yo crecido con dos padres paranoicos y que ahora tenga demasiado tiempo libre para contemplar posibles desgracias?

      —Parece que sí —dijo Susana, abandonando por un momento las latas de atún, aunque iba a tener que empezar a buscar recetas para hacer pay, croquetas o algo, para justificarlas—. Ya concedió. Digo, votos para la Coalición hubo de sobra. Se me hace que quiso dar el anuncio rapidito, no fuera a ser que a alguien se le ocurriera salir con que dice mi mamá que siempre no.

      Andrés arrugó la nariz y masticó un pedazo de pepino.

      —Pues, está raro, ¿no?

      —Sí —dijo Susana, feliz de poder lanzarse a bordar sobre su tema favorito—. Sobre todo porque podía haberse esperado y ver cómo se ponía la cosa. Siempre hay casillas con problemas, ¿no? Ya sabes, que si nadie le entiende a la letra del secretario, que si los representantes la hacen de tos…

      Pero Andrés ya no la estaba escuchando. Susana guardó sus conocimientos sobre jornadas electorales en el cajón mental donde vivían siempre y volvió a sus pepinos.

      —¿Ya lograste que se durmieran? —hizo un gesto con la cabeza para señalar el piso de arriba y, más específicamente, el cuarto de los gemelos.

      —Sí, pero me costó. Cuando no se salía uno de la cama, se salía la otra.

      —Malditas vacaciones —dijo Susana, y se sintió inmediatamente culpable. ¿Qué clase de madre prefería que sus hijos estuvieran en la escuela antes que en su casa con ella?—. Espero que ya mañana, con el curso de verano, se tranquilicen.

      —Esperemos. A ver qué tal.

      Andrés fue al mueble que estaba junto a la puerta y sacó el control del cajón de en medio.

      Ahí estaba el maldito control.

      Recorrió uno a uno los canales, poblados por imágenes de los otros candidatos, que admitían su derrota y felicitaban al ganador. Vamos a luchar juntos por el bien de México; no siento que perdimos, sino que ganó la democracia, bla bla bla. Se detuvo cuando encontró una mesa con cuatro seres humanos discutiendo la elección.

      —Mira, todos tus amiguitos —dijo, pasándole el control a Susana—. Te dejo para que hagas corajes y yo mientras voy a hablar con mis papás.

      —Me los saludas —dijo Susana—. Y les dices que lo siento muchísimo.

      La familia de Andrés odiaba al candidato con un entusiasmo digno de mejor causa.

      Andrés se rio.

      —No me van a creer, pero yo les digo.

      De un tiempo para acá, Susana se había encontrado gritándole a la tele. No era algo que planeara, ni de lo que se sintiera particularmente orgullosa, pero sentía que puesto que ya nadie le pedía su opinión, ella debía darla de todas maneras. Total, qué más daba.

      Ahora, mientras se arrodillaba en el piso para meter la cabeza completa en una alacena, tratando de conjurar el doble milagro de dos tópers cada uno con su tapa para guardar los pepinos, además de los termos que habían desaparecido desde el día mismo en que los niños salieron de vacaciones, le respondía animadamente a los cuatro seres que el subtitulaje de la pantalla anunciaba como “especialistas en temas electorales”.

      —¡No estás tomando en cuenta el voto duro! —gritaba Susana.

      —¡Ay, por favor! ¡Todo el mundo sabe que las encuestas telefónicas no arrojan datos reales!

      —Decir eso es ignorar los últimos treinta años de historia de este país. ¿Qué? ¿El Instituto Federal Electoral se hizo solo? ¿Nadie existía antes del candidato? ¡Por favor, señores, seamos serios!

      Estaba fuera de control. Era algo que le costaba admitir hasta frente a sí misma, pero lo que realmente la enfurecía no eran los comentarios irresponsables ni la falta de visión histórica, sino que a ella nadie la hubiera llamado.

      ¿Pues a qué hora se me acabó el chiste?

      En su otra vida, la temporada de campañas no se acababa nunca, sólo iba variando en intensidad, y el día de las elecciones lo pasaba yendo de un medio al otro, opinando, dando entrevistas, analizando encuestas, pronosticando resultados, no yendo a votar con los niños en el triciclo para luego irse a comer a casa de sus suegros y viendo los resultados


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