Auschwitz. Gustavo Nielsen

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Auschwitz - Gustavo Nielsen


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      AUSCHWITZ

      AUSCHWITZ

      Gustavo Nielsen

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      Dirección editorial: Gastón Levin / Silvia Itkin

      Diseño de tapa e interior: Donagh / Matulich,

      sobre diseño de colección Estudio ZkySky

      Imagen de tapa: Gustavo Nielsen. Colección del autor.

      Esta novela ganó el primer premio del Concurso de la Fundación Antorchas

      de becas y subsidios, en 2003, cuyo jurado fue César Aira.

      © Gustavo Nielsen, 2019

      © Obloshka, 2019

      ISBN: 978-987-46902-8-9

      Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

      Libro de edición argentina. Impreso en Argentina.

       Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial

      de esta obra sin previo consentimiento del editor/autor.

Nielsen, GustavoAuschwitz / Gustavo Nielsen. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Obloshka, 2019.240 p. ; 20 x 14 cm.ISBN 978-987-46902-8-91. Literatura Argentina. 2. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.CDD A863

      “No puede haber poesía

      después de Auschwitz”.

      Theodor Adorno

      1

      Odio esto.

      Odio las conversaciones sobre bebés, odio el olor a ricota de los bebés, odio los escarpines, las batitas, los pañales. Odio a los recién nacidos, sus chupetes; a las madres de los recién nacidos dándoles las tetas sin pudor en las plazas, sus corpiños reforzados.

      —¿Un mate?

      Odio la yerba mojada adentro de la calabaza, odio las bombillas que se pasan de boca en boca, la saliva mezclada con el agua caliente.

      —¿Un cigarrillo? ¿Unos esconcitos, antes de la comida?

      Odio los encendedores, el humo, las colillas. Odio los escones, odio esas migas como granos sobre el mantel. También odio esos otros granos que le veo a ella en la piel y no sé qué son, pero parecen lunares regordetes de carne; odio la carne que sobra, la celulitis, los rollos, los colgajos de los brazos; odio las pelusas en los ombligos, el pelo demasiado largo o demasiado corto, las uñas mal cuidadas. Odio tu pañuelito atado al cuello, enroscado sobre sí mismo como una víbora que se muerde la cola. Me parece sucio, feo. Me da asco.

      Odio tu voz demasiado alta y demasiado aguda para decirme “¿Un mate?”; odio la sequedad de tus brazos, tu cara blanca, tus ojos sin brillo, que seas rubia.

      Odio el desorden de tu casa, los libros tirados, el polvo sobre el teléfono, los vestidos amarillos en general, el color amarillo y el horrible vestido amarillo que llevás, en particular. Me repugna la bijou dorada, roja y verde —navideña—. Aborrezco tu perfume dulce y agrio, dulce y penetrante, dulce para untar con los escones. No tolero tu colección de anillos en las manos; no aguanto tu apellido: Auschwitz. Ni tu nombre: Rosana.

      Auschwitz es el apellido de una resfriada.

      —¡Au... chíst! —hizo Berto, riéndose.

      —Ese feto no tiene ninguna célula normal, dice que dijo el médico —ella se quedó mirando hacia la nada, mientras él le contaba los lunares—. A mi amiga.

      Eran unos lunares cancerosos, o así le parecieron a Berto. Morados algunos, rosados otros. La palabra rosado es fea, pero no más fea que aquel pañuelo víbora, con resabio a jipismo barato e inocente. Rosada Rosana; Rosa y Ana, Rosa más Ana. Nombres en cópula. Rosanita. Y ella diciéndole “de qué te reís, es cierto, se lo dijo un doctor”.

      —¿Y tu amiga?

      —Muerta de miedo.

      También era feo que estuviera descalza sobre el piso mugriento. En el club ella había estado bailando descalza y él igual la había besado. Pero besar era la obsesión de Berto. Besar a todas las mujeres, hasta las odiables, hasta las que le mostraban una foto de cuando eran bebés, con batita y escarpines, a tan solo dos horas de haberlas conocido. Le gustaba besar a todas y cogerse a algunas, más que nada a judías, porque las judías tenían el clítoris con olor a perro mojado y las nalgas siempre a punto de derrumbarse en celulitis. Por eso iba a bailar al Club Israelita, para robarse una perra mojada.

      Adentro de la casa de Rosana, los pies desnudos de ella eran una indecencia más asquerosa que el hecho de que se hubiera dejado seducir tan fácilmente. Las cervezas eran gratis, por eso la había invitado. “Tengo dolor de garganta”, dijo ella, cuando él le tiró del pañuelo para quitárselo, rompérselo, quemarlo. No es una correa de perro, no es una correa de clítoris mojado. “Mejor vamos a tu casa que quiero darme un baño”, dijo él, y ella, “bueno”. La irresistible tentación de los ojos celestes y la piel blanca en un club de pieles cobrizas y ojos negros; él empujándola por el culo, amasándola con la lengua y los dedos en el asiento del auto para que ella, al llegar a su casa, le dijera “soy Rosanita, Rosana Auschwitz; vivo en este desorden”. Berto se lo había imaginado así, o tal vez un poco menos sucio y revuelto, mientras pensaba en cómo le iba a meter su soldado tieso en el aro de cuero y ojalá le doliera, y gritara, y sangrara. Deseaba ver esa sangre de Auschwitz en las sábanas de ella; quería verla cocinarle knishes, esas cositas de papa y cebolla tan sabrosas y tan pesadas, y le dijo “haceme”. Le dio la orden: “haceme knishes”.

      En la cocina los platos se apilaban desbordando restos de comidas y cucarachas; Berto dijo “odio la mugre, quiero ir al baño”(a cagar, mear, bañarme, despegarme de toda esta impresión para después violarte sobre tu cama de soltera). Y ella, Rosanita, hablándole de la amiga, “ninguna célula normal, dijo el doctor”; del pánico de su amiga. Berto ya estaba desnudo adentro de la bañadera, con el soldado en la mano preparado para ducharse; preparado para comenzar a lavarse por ahí, porque esa noche era por ahí; mear largo en la ducha toda la cerveza gratis del Club Israelita, mezclar el pis con agua como si fuera vino con soda, enjabonarse los huevos, la cabeza afuera tirando de la capucha que él llevaba como una medalla y que ningún judío tenía, siguiendo por atrás, por su propio túnel, parecido al que tantas veces había inspeccionado en otros cuerpos de mujeres gordas o flacas, lampiñas o hirsutas, negras o blancas. Ese ojo en el que ahora Berto se metía la punta del dedo enjabonado hasta hacerlo arder.

      —¿Sabés que soy judía, no?

      Qué mujer que no fuera judía iba a saber hacer knishes, ¿serás tonta, amor?, mi flaquita nueva, mi Auschwitz de club: ¿serás tonta además de jipi, además del pañuelo progre en el cuello, además de tus nalgas chorreadas, de tu nombre autocopulado, de tu desorden, de tu mugre en el piso, de tus canillas goteantes sobre platos con comida de otras cenas judías, que ahora devoraban cucarachas hambrientas de guefilte fish, cucarachas también de la colectividad, idishe cucarachas?

      Berto sabía que en él —esto lo tenía observado de antes, desde siempre, porque se observaba mucho— no era indistinto comenzar a ducharse por adelante o por atrás; todo se debía a un orden previo, aunque el comienzo del lavado pareciera intuitivo. Él había descubierto que empezaba por atrás si había cagado antes de bañarse, y lo hacía por su soldado si había cogido. Y aunque ahora no había hecho ni lo uno ni lo otro, le pareció que estaba sucio por anticipado, sucio por la transpiración de suponer que iría a hacer algo con Rosana-la-del-pañuelo-progre, que se la iba a coger sin ningún preámbulo amoroso descontando el manoseo de adentro del auto en los semáforos o el chupón en la barra del club; porque le había dicho “vamos a tu casa que quiero darme un baño” y ella lo había aceptado sin más; porque le había preguntado “¿tenés forros?” y ella había afirmado sucintamente con la cabeza; porque estaba por secarse y ella le


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