Dulce venganza. Sandra Marton

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Dulce venganza - Sandra Marton


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      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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      Editado por Harlequin Ibérica.

      Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Núñez de Balboa, 56

      28001 Madrid

      © 2000 Sandra Marton

      © 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Dulce venganza, n.º 1141- febrero 2021

      Título original: Romano’s Revenge

      Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

      Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

      Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

      Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

      ® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

      ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

      Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

      Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

      Todos los derechos están reservados.

      I.S.B.N.:978-84-1375-130-6

      Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

      Índice

       Créditos

       Capítulo 1

       Capítulo 2

       Capítulo 3

       Capítulo 4

       Capítulo 5

       Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Capítulo 10

       Capítulo 11

       Capítulo 12

       Si te ha gustado este libro…

      Capítulo 1

      TODAS las mujeres a las que Joe Romano había roto el corazón, e incluso las que anhelaban el mismo destino, estaban de acuerdo en que él era un atractivo seductor de pelo oscuro, ojos azules y con una naturaleza indomable.

      Sin embargo, los cerebros financieros, que veían cómo Joe amasaba millones de dólares en la Bolsa de San Francisco, decían que era un advenedizo de sangre fría y mucho temperamento. Y le llamaban cosas más gráficas y menos halagadoras que «seductor».

      La abuela de Joe, que lo adoraba, le decía a todos los que la escuchaban que Joe era tan guapo como un dios, con una naturaleza tan dulce como la de un ángel y más listo que el príncipe de las tinieblas. A Nonna le quedaba lo suficiente de la vieja Italia en el alma como para no decir el nombre del diablo en voz alta, igual que nunca mencionaba ninguno de esos apelativos delante de su nieto.

      Lo que sí le decía, y tan frecuentemente como podía, era que tenía que comer verduras, irse a la cama a una hora prudente, encontrar una buena chica italiana, casarse con ella y darle a ella, a Nonna, muchos hermosos e inteligentes bambinos.

      Joe adoraba a su abuela. Ella y su hermano Matthew eran toda la familia que le quedaba. Y por eso, intentaba complacerla. Se comía todas las verduras, o casi todas, y se iba a la cama a una hora prudente, aunque su interés por hacerlo no tenía que ver nada con dormir y sí con la larga lista de hermosas mujeres que pasaban por su ajetreada vida.

      Pero el matrimonio… Él pensaba que un hombre no debía ponerse esa soga al cuello hasta que estuviera preparado. Y afortunadamente para él, Joe nunca había sentido esa necesidad, Y esperaba seguir del mismo modo durante mucho, mucho tiempo.

      Como hombre inteligente, Joe nunca se lo había dicho a Nonna cuando cenaban juntos, siempre que él estaba en la ciudad, el último viernes de cada mes. Cenar con ella y una despedida de soltero de uno de los amigos con los que él jugaba al tenis eran las razones por las que había volado a San Francisco en aquel cálido viernes de finales de mayo.

      Venía de Nueva Orleans, donde había estado observando los progresos de una nueva y pequeña empresa que parecía interesante. Cuando la pelirroja que le estaba mostrando los datos de la empresa se inclinó sobre él y le dijo, con un susurro de lo más seductor, que esperaba poder mostrarle también, de un modo más íntimo, el barrio francés a lo largo del fin de semana, Joe había sonreído y le había asegurado que le encantaría.

      Entonces, había recordado la despedida de soltero y, más importante, que era el último viernes del mes. Nonna había hecho mucho hincapié en recordarle que lo esperaba para aquella cena.

      Este hecho no dejaba de ser un poco inusual. La abuela nunca tenía que recordárselo porque Joe nunca se olvidaba. Si le decía algo era para asegurarle que ella no quería que se sintiera atrapado por aquella cita una vez al mes.

      —Tienes que tener otras cosas que te apetezca hacer, Joe —le solía decir—. Hazlas.

      Joe la abrazaba y le decía que preferiría faltar a una cita con la reina que perderse las cenas con su abuela. Y era cierto. Algunas veces, se ponía a pensar y llegaba a la conclusión de que su abuela era la única razón por la que él había superado su infancia de una sola pieza.

      Ella lo había acogido un montón de veces cuando era un niño y su padre le pegaba por cosas de niños sin importancia. Ella había sido una balsa de salvamento para Matthew y para él cuando murió su madre. Ella nunca se había rendido a pesar de que él lo había hecho muchas veces. Y cuando finalmente se alistó en la Marina y luego en los Cuerpos Especiales, para luego licenciarse con honores y ponerse a completar su educación universitaria, Nonna simplemente le había dicho que ella siempre había estado segura de que se convertiría en un hombre de provecho.

      Así que, por eso, Joe había vuelto a San Francisco aquella tarde de mayo, se había


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