La escuela que dejó de ser. Xavier Massó Aguadé
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Conviene resaltar que la propia noción de «sistema de instrucción pública» es genuinamente ilustrada. Recuperada en todo caso de Platón y adaptada a las exigencias del planteamiento ilustrado, pero digamos que «perdida» durante los dos mil años que median entre Grecia y la Ilustración. Y que, por lo tanto, aparece casi ex novo. El primer ensayo extenso y ambicioso de concepción, definición y sistematización de lo que hoy entendemos por «sistema educativo» lo lleva a cabo Condorcet en la obra supracitada, incluyendo tanto el campo de la instrucción en el conocimiento, lo que diríamos «cultura» en su sentido ilustrado, es decir, erudito y enciclopédico, como en lo referente a la formación para las profesiones, en todo un magistral esbozo de lo que debería ser un sistema educativo, sus funciones y sus objetivos.
Estamos ante un modelo en cuyo planteamiento se prefigura un concepto de individuo, de ser humano, que se proyectará sobre los siglos siguientes bajo distintas formas, pero cuyo desiderátum, y también su mayor logro, será la conquista de la democracia y unas sociedades con unas cuotas de libertad[8] hasta entonces inéditas en la historia; una sociedad que, para poder funcionar, requiere de individuos libres, de ciudadanos, en el pleno sentido del término. Y para ser un ciudadano libre de la república ilustrada, se requiere de instrucción. Queda claro que los presupuestos morales de la Ilustración encajan de lleno con su ideal educativo y que, de una forma u otra, se adaptarán a las exigencias más pragmáticas de la nueva sociedad que surgirá con el liberalismo decimonónico y con la industrialización.
Así, lo que desde el espíritu ilustrado podía ser un mero desiderátum moral, incluso algo utópico, funcionará ahora como correlato de las exigencias objetivas que, a nivel de conocimiento y de aprendizaje, surgen de la nueva sociedad urbana e industrial. Es decir, de la misma manera que cada vez se requerirán más ingenieros, arquitectos y médicos, también se precisarán maquinistas de locomotora, jefes de estación u operarios de telégrafos. Y todos estos «oficios» también requerirán de unos determinados niveles de instrucción previa genérica y de especialización. En resumen, para ejercitarlos se requerirá haber pasado por un previo proceso de aprendizaje y estar en disposición de los conocimientos y aptitudes allí impartidos. Es decir, se deberá pasar por la escuela.
En realidad, el gran salto educativo que se empezó a producir en el siglo XIX y que se concretó en el XX, surgió de la combinación entre los principios de la Ilustración y las exigencias de la Revolución industrial, que generó por su propia naturaleza unos requisitos educativos objetivos inexistentes hasta entonces. El resultado fueron los sistemas educativos modernos y la escolarización cada vez más generalizada de la población. Como mínimo en lo concerniente a los niveles considerados en cada caso indispensables. No solo se trataba de un derecho, sino también de un deber. En el último cuarto del siglo XIX, en Francia, durante la III República, Jules Férry decretará la escolarización obligatoria y universal. Bismark hará lo propio en Alemania algo después… La mayoría de países irán siguiendo la estela, con mayor o menor fortuna, según sus propias circunstancias.
El primer eslabón de la génesis del sistema educativo lo habíamos encontrado en Grecia, de donde surgió, de alguna forma, la noción y el modelo. El segundo eslabón, su institucionalización y su generalización, lo encontramos en la Ilustración. Lo que acaso cabe preguntarse ahora es si, ante los cambios estructurales vertiginosos que nuestras sociedades están experimentando en la actualidad, las reformas educativas impulsadas desde las últimas décadas significan un tercer eslabón.
Y si es así, debemos preguntarnos entonces en qué medida y hacia dónde se encaminan. Es decir, si siendo acaso otras las exigencias funcionales del sistema, este tercer eslabón incorpora la noción y el espíritu de los dos anteriores, o si se correspondería más bien con una regresión que rechaza y abandona definitivamente los principios ilustrados. Es decir, que estaríamos ante un proceso de neomedievalización cuyo primer efecto sería la destrucción o, como mínimo, la neutralización del sistema educativo, por el medio de alterar su finalidad originaria.
Como decíamos al principio de este capítulo a propósito de Rousseau, que nuestros sistemas educativos sean herederos directos de la Ilustración y de la Revolución industrial, no implica que hayan sido ajenos a la reacción romántica que surgirá contra ambas y que, debidamente metamorfoseada y pertrechada con otras tradiciones incorporadas, sigue perviviendo hoy en día en el debate educativo, tanto en lo que refiere al cuestionamiento de las funciones propias del sistema educativo, como a su finalidad. Y que por esto precisamente se esté llevando a cabo en nuestros días la destrucción del sistema educativo, sin proclamarlo explícitamente.
[1] Jean-Jacques Rousseau, Emilio, o de la Educación (1762).
[2] Isaiah Berlin, Las raíces del Romanticismo, Ed. de Henry Hardy, Madrid, Taurus, 2000. Se trata de una obra póstuma sobre varias conferencias dictadas en 1965 por Berlin –fallecido en 1997– en la Nacional Gallery of Art, en Washington DC (EEUU).
[3] Nos estamos refiriendo al cristianismo intelectual, que postula la racionalidad del mundo a partir de su remisión a Dios, no a la versión del cristianismo más milagrera y vulgarizada.
[4] Leibniz (1646-1716) y Newton (1643-1727) se profesaron una enemistad y odio irreconciliables. A sus diferencias de pensamiento se le añadió la disputa por el descubrimiento del cálculo infinitesimal, que ambos se atribuyeron en exclusiva. Al detestarse tan «irracionalmente», se ignoraron el uno al otro. Pero la curiosidad por saber en qué andaba metido el rival pudo más y terció en ello Samuel Clarke (1675-1729), que se escribió con Leibniz –se dice que al dictado de Newton–, para debatir sobre sus respectivas posiciones teológicas, filosóficas y científicas, en un afortunado debate epistolar que se conoce como la polémica Leibniz-Clarke. Con respecto al cálculo infinitesimal, hoy parece evidente que ambos –Leibniz y Newton– llegaron a él por sus propios medios y sin plagio alguno del otro. Veáse André Robinet (Pr.), Correspondance Leibniz-Clarke, París, Presses Universitaires de France, 1991.
[5] Immanuel Kant, Respuesta a la pregunta: ¿Qué es Ilustración? (1784).
[6] Condorcet, Cinq mémoires sur l’instruction publique [1791], presentación, notas y cronología de Charles Coutel y Catherine Kintzler, París, Garnier-Flammarion, 1994.
[7] Denis Diderot, «Proyecto de Universidad para el gobierno de Rusia», Carta a Grimm (1776).
[8] El propio Condorcet acabó pagando caro su compromiso con la libertad. Durante la época del Terror de la Revolución francesa, fue perseguido y encarcelado. Y hubiera sido con toda probabilidad guillotinado de no haber fallecido en la prisión de Bourg-Egalité (actual Bourg-la-Reine), probablemente a causa de un suicidio por envenenamiento.
3. Educación, enseñanza, instrucción… y los dueños de las palabras
En los últimos tiempos se ha producido en el mundo educativo un fenómeno curioso, aparentemente una nimiedad, pero a nuestro parecer altamente significativo del rumbo de los tiempos. Las reformas educativas de las últimas décadas han ido acompañadas –en España con especial intensidad, pero es un fenómeno generalizado– de un batiburrillo terminológico que, entre otras, ha tenido como consecuencia el desplazamiento de términos como enseñanza o instrucción, antes asociados a las funciones educativas del ámbito escolar o académico, que hoy están proscritos, desaparecidos de la jerga educativa oficial. Una desaparición que no es casual.
Asumido