La montaña y el hombre. Georges Sonnier
Читать онлайн книгу.que durante toda la ascensión no había dejado de meditar sobre las contrariadas aspiraciones de su alma, las contradicciones de su vida y la pena que un amor imposible había dejado en ella, no pudo dejar de encontrar allí una respuesta providencial, y casi una censura de su actitud contemplativa:
Permanecí sobrecogido —escribe—. Me sentía irritado por admirar todavía las cosas de la tierra, cuando hubiera debido, desde hace mucho tiempo, aprender de los filósofos, incluso de los gentiles, que nada hay más admirable que el alma, y que para el alma, cuando es grande, nada es grande. Saciado a partir de entonces del espectáculo de la montaña, volví sobre mí mismo mis miradas interiores,10 y, en lo sucesivo, no se me oyó hablar hasta que hubimos llegado abajo.
Agustín es, sin duda, un gran santo. Pero ¿acaso es verdaderamente necesario, para conocernos, dejar de ver el mundo que nos rodea? Por el contrario, ¿no puede su contemplación ser la mejor incitación a la vida interior, por poco que se tenga vocación para ella? ¿No son varios los caminos del conocimiento? Otros santos de la Iglesia, y no los menores, han respondido afirmativamente. Toda la importancia reside aquí en la mirada y en el corazón del hombre. Petrarca quiso en principio ver el mundo desde lo alto de la montaña, y luego quiso no verlo, pero sin dejar nunca de ser fiel a sí mismo: continuó persiguiendo un único y mismo objetivo, aunque por un camino opuesto. Pero dejemos esta cuestión, dictada por el gusto de la contemplación en cuanto alimento espiritual. El poeta, pues, inició el descenso, cuya última parte recorrió al claro de luna, y llegó a Malaucène agotado pero feliz. Aquella misma noche escribió la bellísima y larga carta al Padre Dionisio de Borgo San Sepolcro en que narra su ascensión.11 ¿Tuvo el espíritu intacto en un cuerpo exhausto verdaderamente energías para escribirla inmediatamente? ¿O no sería al día siguiente, o un poco más tarde.? Es una cuestión harto secundaria. Mejor será que escuchemos al poeta en su inspirado comentario:
Las pruebas que has soportado tantas veces en el día de hoy has de saber que las has encontrado también en la búsqueda de la felicidad. La vida que llamamos feliz está situada en un lugar elevado.12 Un camino estrecho conduce a ella. Muchas escarpaduras cortan ese camino y es preciso avanzar de virtud en virtud, por unos peldaños que ascienden. En la cumbre está el objetivo supremo.13 Todo el mundo quiere llegar a él; pero, como dice Ovidio, querer es poco: para triunfar es preciso desear apasionadamente.14
Este texto tan bello expresa de maravilla una metafísica de la altitud, la constante y simbólica relación de la ascensión física y la ascensión moral; y, de este modo, el valor ético de la primera. Pero Petrarca llega más lejos en el análisis de este simbolismo :
Tras haber vagado mucho, será preciso que, al precio de un esfuerzo que neciamente has diferido, llegues hasta la cúspide de la misma felicidad, o bien caigas en el fondo15 de tus pecados.
Y también :
Quiera Dios que yo pueda realizar el hermoso viaje por que suspiro día y noche de la misma manera que mis pies, tras haber superado al fin todas las dificultades, han finalizado hoy su camino.
Y Petrarca advierte la grandeza del hombre, la del pensamiento; comparada con ella, la cumbre del Ventoux, al regreso, le parece «apenas de la altura de un codo». Pensamiento ya pascaliano y, en todo caso, eminentemente clásico, que pudiera justificar el juicio de Renan al ver en Petrarca al «primer hombre moderno», a la vez que, por otra parte, se comporta y se expresa como precursor del romanticismo, atento y sensible a las cosas de la naturaleza, aun sabiendo llegar más allá de un fácil pintoresquismo exterior.
Resulta significativo y admirable que la primera gran ascensión histórica haya sido a la vez un camino espiritual y un camino poético, nacidos del amor. Este hecho sintomático fundamenta con dignidad el alpinismo y le confiere, sin disputa, el crédito más alto.
En lo alto del Ventoux, Petrarca protagonizó el primer encuentro conocido entre la montaña —en el sentido de «cumbre»— y el Hombre: la mayúscula significa aquí al ser excepcional que medita la acción en tanto que la ejecuta y va más allá de la misma. Poco importa que fuera o no una «primera». Es posible que muchos pastores oscuros hubieran escalado aquel monte antes que Petrarca, sin que la Historia haya recogido sus nombres. Reconozcámoslo: el acontecimiento sería minúsculo si no se hubiera tratado de Petrarca. Porque este es el privilegio del poeta: transfigurar el instante mortal, en letras de oro, en la perennidad de los siglos.
En su propia vida, aquella aventura, inaudita en su época, debió dejar un recuerdo singular, tanto más profundo por cuanto se puede ver en ella el punto de partida de su renovación moral. Es la línea cimera que, una vez pasada, permite apresurarse con toda claridad y toda certeza hacia otros horizontes del alma y otras fuentes de vida. Es el grano lanzado al viento sobre el suelo aparentemente estéril de la altitud, pero que, al germinar, da por último una milagrosa cosecha. Si Petrarca ascendió al Ventoux fue muy voluntaria y conscientemente para elevar también su alma y encontrar acaso en la cumbre la grandísima luz a que aspiraba su corazón. Se trataba, pues, como puede advertirse, de una peregrinación a las fuentes de lo desconocido, de un itinerario místico. Aventura sorprendente en plena Edad Media, tan exenta de precedentes como de émulos. En los linderos de la montaña, un breve relámpago iluminaba una noche larguísima. Después volvían a caer las tinieblas. Pero no por ello habían dejado de ser dispersadas, y de un modo tal que esta ascensión, a través del relato que nos queda, señala para siempre la toma de conciencia de la montaña por el hombre.
Yo fui a Arqua Petrarca: allí, entre Venecia y Ferrara, en la encrucijada de las colinas Euganeanas, en una campiña armoniosa que recuerda las de Provenza, el poeta pasó sus últimos años y murió. Visité su casa, bella, grave y dulce, como le correspondía. Evoqué con emoción aquella gran sombra.¿Cuántas veces el hombre, al envejecer, debió rememorar el día triunfante de su juventud en que, habiendo perdido de vista a sus compañeros, escalaba la montaña deseada? ¿Y con qué nostalgia? «Cimas de este mundo y cima de la vida, ¡cuán lejanas estáis ya para mí! Escapáis de mí, inaccesibles, cuando ya me inclino hacia la tierra, que me llama y a la que debo unirme. Es el crepúsculo…».
NOTAS
10 Las frases en cursiva han sido subrayadas deliberadamente por el autor de la obra.
11 Epistolae familiares, IV. I.
12 Formulamos la misma observación que en la nota 1.
13 Ibíd.
14 Ibíd.
15 Ibíd.
EPISODIOS
En este largo camino hacia la montaña —es decir, el conocimiento de la montaña y su conquista, que debían ir necesariamente parejos—, los escasos acontecimientos sobresalientes muestran un carácter completamente fortuito. No hay entre ellos parentesco alguno, ni siquiera lejano, ni la menor relación de causa y efecto. De esta manera, cualquier clasificación que no sea cronológica resultaría arbitraria.
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En el año de gracia de 1358, el primero de septiembre, un caballero piamontés, Bonifacio Rotario, de Asti, escalaba Rochemelon en cumplimiento de un voto y colocaba allí un tríptico de la Virgen.
Este personaje es poco conocido: algunos le consideran un incrédulo arrepentido, más o menos apartado del buen camino, pero deseoso de expiar al fin sus pecados; otros lo consideran un cruzado que, habiendo permanecido mucho tiempo cautivo de los infieles, fue al fin salvado milagrosamente y decidió pagar de un modo extraordinario su deuda de gratitud con el cielo. Sea como sea, esta ascensión no había sido deseada como un placer, sino todo lo contrario, concebida como una prueba y una escalofriante penitencia.
Se trata, en efecto, de una cima muy alta: más de tres mil quinientos metros. Y es sin duda una de las raras cumbres de los Alpes de tal altitud que son fácilmente accesibles. Hoy en día, un sendero conduce hasta ella desde Suse. Ninguna dificultad, por lo tanto. Se trata de un paseo: interminable,