La necesidad de hacerse. Teresa Zamorano Marti´nez

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La necesidad de hacerse - Teresa Zamorano Marti´nez


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      A los jóvenes,

      para que, en el compromiso

      por la liberación de los pobres y oprimidos,

      puedan encontrar su vocación.

      Él hace proezas con su brazo,

      dispersa a los soberbios de corazón,

      derriba del trono a los poderosos

      y enaltece a los humildes.

      A los hambrientos los colma de bienes

      y a los ricos los despide vacíos

      (Lc 1,51-53).

      Extra pauperes nulla salus (J. SOBRINO)

      PRÓLOGO

      La pobreza es una realidad cuya presencia lo abarca todo de muchas maneras: social, antropológica, cultural, existencialmente, en definitiva, y ello porque la entera realidad creada, en cuanto creada y, por ende, finita, conlleva una limitación, un sufrimiento, una incomodidad que el orientalismo más conspicuo no puede afrontar, ni siquiera a la usanza budista, hoy tan de moda, a saber, saliendo del teatro y apagando la luz, es decir, mediante su búsqueda obsesiva del nirvana, que es tanto como decir mediante su huida. Pobreza tendremos siempre con nosotros.

      Dicho esto, subrayado esto, de la pobreza tendrían que escribir los pobres; pero los pobres de verdad no escriben, en todo caso ellos son ágrafos y nosotros no sabemos leer con el método braille en las arrugas de su piel, en sus miradas silenciosas, en su inefable sufrimiento; ellos están ahí sin que nosotros seamos para ellos; al menos es lo que a mí me ocurre: miro, pero no veo, y ocasionalmente me limito a ejercer una caridad administrativa cultural con abundancia de verbosidad, pero me voy de entre ellos más empobrecido de lo que vine, ellos ahí se quedan y yo regreso a casita, que llueve. Quiero y no puedo, o quizá ni quiera ni pueda. Siento en ese sentimiento el principio de iniquidad, el misterio del mal; los pobres ajenos no caben en mi propia pobreza, ellos son en sí y yo soy para mí. Y, si de nuevo volviera a nacer, otro tanto volvería a pasarme. En realidad, ciertos tipos de pobreza me aterran cuando las hago mías conceptualmente, ¡qué sería si las padeciese vivamente en toda su real crudeza!

      Solo el principio esperanza me sirve para ayudar a soportar a pie enjuto la travesía de tamaño, de tan magno desierto. Al principio de realidad no le tapa la boca ni el mismísimo principio de placer, pero tampoco a la inversa, o sea, cuando nuestra esperanza es menos grande que la inevitable magnitud de nuestra doliente existencia. Solo un Dios incondicionalmente amoroso puede salvarnos del olvido y de la muerte. Feliz quien cree en ese principio esperanza que late en el ser humano desde el principio, y quien a él se abraza para siempre de principio a fin. Para eso hay que sentirse muy pobre, única condición de posibilidad de enriquecimiento sin merma: vivir del amor que el Amor me regala sin porqué. Es esta la otra cara del misterio del mal, a saber, el misterio del amor: no existiría el misterio del bien sin el misterio del mal, ni a la inversa, de ahí que cada día nos juguemos la vida a cara o cruz. Dentro de ese marco «fílico» de amor, «pístico» de fe y «elpídico» de caridad puede la pobreza ser domesticada sin desesperación.

      En efecto, incluso a muchos de los pobres les avergüenza su propia condición, se sienten más ricos que los de más abajo, aunque estén más abajo que los de más abajo, y en cuanto pueden se desclasan como alma que lleva el diablo: no han descendido suficientemente hasta nuestro último existenciario, la pobreza radical, porque quien ha sido alguna vez pobre de verdad seguirá siéndolo en su corazón toda la vida. Muchos soldaditos de a pie llevamos en nuestra mochila el bastón de mariscal, e incluso golpeamos con él despiadadamente a quienes comparten nuestra misma codiciosa condición desgraciada. Si pudieran, los pobres envidiosos harían una flebotomía semanal a los ricos para henchir sus propias venas con la sangre podrida de sus propios vampiros. Todos conocemos gentes de la calle que se han labrado a pulso su propia desesperanza por méritos propios, los haraganes, los malandros, los viciosos, por miserables espiritualmente. No hay virtud que la pobreza no eche a perder, razón por la cual a semejantes personas cualquier tipo de riqueza las vuelve amargadas y tóxicas cuando la pierden, e incluso cuando temen perderla, pues ven el futuro como el tío Gilito del Pato Donald: con signos de dólar. No hay quien les pueda enseñar que la pobreza no tiene remedio si no se acota el desmedido deseo.

      Pero también hemos visto a gente honesta, trabajadora, virtuosa, tan explotada y tan abusada sin embargo, que a veces nos parecen perros a quienes nadie saca a mear, a no ser para orinarse encima de ellos. El mal se ceba sobre ellos, y ellos son el cebo de los malos. No merecen la mierda en que sobrenadan y, ante tales espectáculos, la injusticia clama al cielo. Quien no sienta entonces la necesidad de hacer una revolución en la que no quede piedra sobre piedra no sabrá enterrar a sus propios muertos, pues su propia muerte se lo impedirá. Oráculo de Yahvé.

      Pero eso no nos deja tranquilos, en absoluto. Sea como fuere, a la mayoría de las personas mayores, aunque hayamos perdido demasiado la lúcida ingenuidad revolucionaria, nos queda siempre y de todos modos la sombra de la duda insuperable cuando vemos a un niño tiritando de hambre y de frío, ese es el límite: la viuda venida a menos, el huérfano cuyos órganos se trasplantan en vivo, el extranjero desorientado y sin dónde reclinar la cabeza… Señor, ven pronto a socorrernos.

      Pero, a todo esto, hablando de los pobres, ni siquiera hemos dicho hasta el presente una palabra sobre la penuria radical de la pobreza misma. Muchos son los nombres de la pobreza, y muchas sus posibles taxonomías en cada uno de los aspectos de la vida: están los ricos-ricos, los ricos-pobres, los pobres-ricos y los pobres-pobres, todos ellos mestizos e indiscernibles en última determinación. Nuestro Señor Jesucristo, como no podía ser menos para quienes decimos creer en él, fue todo eso. Básicamente, yo le veo como un rico, porque necesitaba muy poco lo inesencial para identificarse con el Padre esencialmente rico. Pero la relación entre ambos fue peculiar, y hasta podría decirse –disparatando un poco– que Cristo fue un rico pródigo, porque malgastó toda la riqueza del Padre con la autora de este libro y, desde luego, conmigo y con los pecadores, pero muy rico en su inefable experiencia esencial. Jesucristo, el máximamente pobre hasta la cruz y el máximamente rico en el amor, vivió al límite su condición humana, deviniendo la forma irrepetible de ser verdaderamente humano y verdaderamente divino al mismo tiempo: no rico divinamente y pobre humanamente, sino al mismo tiempo, humana y divinamente, pobre-y-rico.

      Nuestra dificultad, la mía al menos, es que queremos resucitar en la opulencia sin morir en la pobreza, pero esa dificultad bebe de un falso venero, de un venero herético de raíz patripasiana según la cual Cristo no padeció la cruz, sino que fue el Padre quien soportó la pasión del Calvario. Pero no. Si Cristo padeció la muerte, y muerte de cruz, el Padre hubo de agrietarse en ese sufrimiento y apurarlo hasta la última gota de su amargo cáliz; de lo contrario, Dios Padre no habría pasado de comportarse como el tonitronante Zeus narcisista, solo pensando en recaudar gloria rodeado de musas alabándole con voz dulce día y noche. Pero un Dios que no sufre por las gentes a las que ama no es mi Dios, y no lo es por elección suya, no por mi tonta necesidad de consolación. Dios, cosufriendo con nosotros, es Dios amándonos hasta la extenuación: descendiendo a mis infiernos, cargando con mi agusanada carne de pecado, resucitándola resanada para siempre. Pero nada de esto tiene en absoluto que ver con ningún tipo de masoquismo.

      He ahí el fundamento de nuestra esperanza. Quien huye de esto huye de todo, pasa su vida procurándose su propia neurótica destrucción, pasando incluso de vez en cuando por la parrilla del psiquiatra, envanecido demiúrgicamente. La persona desesperanzada vive minada por el miedo a la vida. La vida le mata.

      Pero, además, somos relacionales y, por tanto, cabe preguntar si los pobres serían lo que son si nosotros fuéramos lo que deberíamos ser. Como dijera Luis Vives, «gran honra de una ciudad es que no se vea en ella mendigo alguno, porque la multitud de mendigos arguye en los particulares malicia e inhumanidad, y en los magistrados el descuido del bien público». ¿Qué son la pobreza de los pueblos y de las naciones sino enormes campos de concentración, valles de lágrimas, camas redondas llenas de extraños compañeros?

      En estas circunstancias, esa pobreza refleja la


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