La ilusión de la tecnoutopía que despiertan las nuevas formas de comunicación nos ha llevado a una falsa era de libertad digital, en la que las grandes plataformas de contenidos se han convertido en las auténticas vertebradoras de la información y en la que los algoritmos secretos moldean la vida de la sociedad y de las personas, con la posibilidad de generar burbujas ideológicas radicales o poco democráticas. La consecuencia inmediata es que hoy son más vulnerables las empresas, las instituciones y los ciudadanos. La batalla frente al lobby tecnológico o al poderoso sector financiero es –siempre lo ha sido– limitada y desigual; sin embargo, tienen un flanco enormemente vulnerable: su reputación. La posibilidad de valorar a empresas, instituciones u organizaciones, y la incidencia que dicha valoración tiene sobre su reputación, nos otorga un nuevo e importante poder de influencia para reconfigurar el mundo. El capital reputacional es hoy esencial para cualquier personalidad, político, empresario o celebrity, al tiempo que ofrece al ciudadano una herramienta valiosa de presión. En esta nueva República de la reputación, hiperconectada y emocional, debemos interpretar esta cartografía física y social para, a través de las historias y las nuevas narrativas corporativas, aprender a cuidar nuestra reputación como un activo que no conviene menospreciar.