Memoria del frío. Miguel Ángel Martínez del Arco
Читать онлайн книгу.para ir a la calle, buscar, encontrar, hablar al menos… En un rato, estarán juntas.
Suena la puerta. Imperioso el golpe, con los nudillos. No pueden ser ellas, es temprano aún, y no llamarían así. No pueden ser ellas. Pero los golpes no paran, cada vez más fuertes. Cuando se levanta, Angelines la empuja hacia el retrete, la puerta del fondo en la cocina, el único hueco posible, mientras Justi va hacia la puerta. Nadie habla, pero su prima lo ha entendido, están llegando.
Cuando la puerta se abre, entran en tropel. ¿Cuántos? Siete, ocho, diez. Alguno vestido de militar, algún civil, otros con la camisa oscura de la Falange. Gris, caqui, azul. Azul. «¿Dónde está, dónde está?». «¿Dónde está quién?«. «Imbécil, no te hagas la imbécil, venimos buscando a esa chica, tu sobrina, tu prima, a Manolita, a Manolita del Arco. Dinos dónde está, coño. Venga ya…».
Entran por el pasillo hasta la cocina. Angelines con sus tres hijos los espera apoyada en la pila. Los mira, y reconoce en uno de ellos al jovencito Espinosa, los del paseo del Cisne, el nieto o el sobrino del nuevo gobernador militar. Lleva años sin verlos, pero ya están aquí. En realidad nunca se han ido. Siempre les hicieron la vida imposible, molestando a su tío Pedro en la carbonería, y a su tía Mariana cuando iba con Manoli niña de la mano a las manifestaciones de la izquierda. Son ellos, ya han llegado. Va a hablar para proteger a Manoli, pero no le da tiempo.
La puerta del retrete se abre y Manoli sale. Los tipos se miran y van a por ella como si fuera una persona a punto de volatilizarse, como si pudiera esfumarse. La cogen de todas partes y, entonces sí, Angelines habla.
—Pero ¿qué quieren con mi prima? ¿Para qué la buscan? ¿No ven que es una muchachita?
—Manuela del Arco. ¿Eres tú? Aquí está, esta puta roja. Ya la tenemos. Revisar los cuartos, a ver qué encontráis. Y a esta nos la llevamos.
—¿Cómo que se la llevan, adónde? ¿Qué hacen, qué quieren?
El niño pequeño entre sus piernas se pone a llorar, mientras sus hermanas se encogen junto a él. Angelines lo toma entre sus bazos y ve cómo los hombres aprietan a su prima contra la pared, y tiran, revuelven, gritan, dan golpes, todo al tiempo. Uno de ellos encuentra su pequeño joyero con su reloj de oro, la cadenita del tío Pedro, la esclava de su tía. Sin más lo vacía y se lo echa al bolsillo entre risas. Hay un ruido de tumulto, un ronquido, un vuelo de manos y de piernas. Una jauría.
Manoli observa y grita. Grita que se estén quietos, que no hagan daño a los niños, que ella va con ellos. Angelines dice que no se la pueden llevar, se desase de sus hijos y la agarra de la chaqueta.
—Pero ¿quiénes son ustedes, dónde están sus papeles, quiénes son ustedes?
—Cállate, loca. Nosotros somos la ley, nosotros somos los amos, los amos, ¿te enteras?
—No pueden llevársela.
Caminando hacia la puerta arrastran a Manoli hacia el descansillo. La escalera en penumbra, nadie se asoma. «¿Adónde van, adónde se la llevan?». «Esta puta roja se viene. Esta puta roja se viene con nosotros».
El ruido punzante de botas y risas atraviesa la escalera mientas bajan a la calle. Gritos, estallidos. Jauría.
Lee los diálogos sorprendentes de Alicia y deja fijada la mirada en la ilustración de Lola Anglada. Ve a la niña tomando en sus manos al cerdo mientras el conejo la contempla. Levanta la cabeza y mira de nuevo al falangista, sentado frente a ella. Él también la mira. Ella sonríe. No va a ser el amo esta vez. A eso se agarra. Me ha costado tanto llegar hasta hoy que es demasiado tarde para ser mañana.
—¿Es usted maestra?
—Perdón. Estaba distraída…
—Siento interrumpirla. Le preguntaba si es usted maestra.
—No, soy contable, secretaria.
—Ah. Pero me dijo que trabajaba usted, ¿verdad?
—Sí, trabajo en Jugueterías Justiniano.
—Ah, la mejor de San Sebastián. Es un buen sitio para trabajar. Un sitio serio.
—Así es, una empresa muy buena, he tenido mucha suerte —y piensa para sí: Ay, si tú supieras, ganso. Y sonríe.
—Para una señorita antes de casarse es un buen lugar —y ahora es él el que sonríe.
¿Se le está insinuando? ¿O es una mera conversación sin más, pura cortesía? Tendrá que cuidarse, pero tiene cierta sensación de seguridad, tiene menos miedo. Lo observa de nuevo con más detalle, ese azul que se le trasluce también en la cara de barba cerrada. Unas manos grandes que reposan en su abrigo negro. Ahora que lo mira bien, repara en el bulto marrón a un lado, lleva pistola. Vuelve a mirarlo con expresión segura y le pasa como tantas veces, parece que sea un muñeco, un disfraz, una construcción de su cabeza. La encarnación del régimen como en un cuento. La camisa azul.
—¿Por dónde vamos?
—Estamos llegando a Valladolid, ya queda menos.
Y en ese momento otro frenazo. De nuevo, un rollo pesado cubierto de tela cae del saco de viaje al suelo frente a ella. Él vuelve a levantarse y ella también, casi chocan. No va a llegar a Madrid. Se va a descubrir. Esto no es un cuento, ella no es Alicia. Ni él el conejo.
Apenas ve el edificio al entrar, han llegado rápido. Es el número 36 de la calle Almagro. Tiene un portal monumental, inmenso, con una gran enrejada negra. La suben a trompicones por las escaleras a la segunda planta, abren la puerta sin más y dentro aparece una multitud. Una multitud que la acoge. Junto a la puerta hay una mesa y un montón de hombres con camisas azules que parecen ordenar papeles. La paran ahí. Un joven de civil y un falangista le piden los datos. Por detrás oye una voz. «La puta roja del PC, la sobrina de los de la carbonería de la calle Caracas. Que te dé los datos y para dentro».
¿De dónde han salido tantos falangistas, tanta tela azul? Los amos disfrazados de nuevos amos. No tiene miedo, está tan sofocada, tan excitada que no tiene miedo ahora. Solo queda expectación, curiosidad. Apenas da sus datos, los apuntan en un libro de registro. Pregunta dónde está y por qué la han traído. Nadie contesta. Vuelve a preguntarlo, entre los ruidos de gente dando vueltas y voces que se entrecruzan. «Estás aquí porque eres peligrosa, esto es una comisaría. Nosotros somos la policía del nuevo Estado».
Pero esto no es una comisaría, ella lo sabe. La empujan hacia dentro y llega a lo que habría sido el salón de la casa. No tiene un solo mueble, salvo un par de sillas en un lado. La chimenea preside el espacio y hay tanta gente que incluso en su embocadura ve a tres mujeres mayores. Trata de encontrar caras conocidas, rostros en los que descansar sus ojos. Gente tirada encadenada a los radiadores, otros sentados, otros parados junto a las paredes. Va de cara en cara y descubre que es un deambular de miradas. Todas las fisionomías le parecen cercanas, todas observan con expresión asombrada, todas son como ella.
El hombre con traje oscuro se sitúa en medio del gran salón. Habla con tono paternal, rodeado de otros cuatro en mangas de camisa, con las pistolas en la sobaquera. A su lado, ese montón de guardias y falangistas con los fusiles en ristre. Habla y habla sobre la justicia que llegará, la vida nueva que ha venido, que no hay nada que temer, que solo los asesinos tendrán castigo. Lo escucha sin atención, las palabras resbalan mientras sigue observando, de pie junto al radiador. La luz enorme de la primavera en la ventana, en la otra el albor contenido del patio interior.
Al otro lado del salón se abre un pasillo. Largo. Con puertas a los lados. La conducen hacia allí. Abren una puerta al lado derecho. Un cuarto lleno de mujeres. La empujan dentro.
Sentadas en el suelo de la habitación que hace de celda esperan que vuelva esa mujer a la que se llevaron hace más de una hora. Cuando la puerta se abre y la tiran en el suelo como un fardo, se vuelcan todas hacia ella. La acunan, viendo sus heridas abiertas en la boca y la expresión de desconsuelo. «Dejadme descansar». «¿Qué ha pasado, qué te han hecho?». «Dejadme descansar». Al cabo de un rato va volviendo a la