Once escándalos para enamorar a un duque. Sarah MacLean

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Once escándalos para enamorar a un duque - Sarah MacLean


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si aquel fuera un encuentro totalmente normal y apropiado.

      —Buenos días, su excelencia.

      —¿Está usted loca? —Sus palabras sonaron duras y severas, extrañas incluso para él mismo.

      —He decidido que si Londres… y usted… están tan convencidos de mi cuestionable personalidad, no existe ningún motivo por el que deba preocuparme en exceso, ¿no le parece? —Agitó una mano, como si estuviera evaluando la posibilidad de que los sorprendiera la lluvia—. Desde que llegué aquí no había podido montar a Lucrezia como es debido. Y a ella le encanta…, ¿no es verdad, carina? —Volvió a inclinarse sobre su cuello y a murmurar al oído de la yegua, que se pavoneó ante las cariñosas palabras de su ama y resopló de placer por ser tan adecuadamente alabada.

      No podía culpar a la bestia.

      Simon se deshizo de aquel pensamiento.

      —¿Qué está haciendo aquí? ¿Tiene idea de lo que podría ocurrirle si la descubrieran? ¿Qué lleva puesto? ¿Qué estaba pensando…?

      —¿Qué pregunta desea que conteste primero?

      —No me ponga a prueba.

      Juliana no parecía muy intimidada.

      —Ya se lo he dicho. Hemos salido a cabalgar. Usted sabe tan bien como yo que el riesgo de ser vistos a esta hora es mínimo. El sol apenas ha salido. Y respecto a mi indumentaria… ¿No cree que es mejor que vaya vestida como un caballero? De ese modo, si alguien me viera, no se detendría a mirarme dos veces. Y eso no ocurriría si me hubiera puesto un vestido de montar. Además, estoy segura de que estará de acuerdo conmigo en que montar como una mujer no es tan divertido.

      Con la mano desnuda, Juliana trazó la larga extensión de su muslo para destacar su atuendo, y Simon no pudo evitar seguir el movimiento con la vista, apreciando la torneada curva de su pierna, pegada en el flanco del animal. Tentándolo.

      —¿Lo está, su excelencia?

      Simon levantó la vista para mirarla a los ojos, y reconoció en estos un regocijo petulante que no le gustó nada.

      —¿Si estoy qué?

      —¿Está de acuerdo conmigo en que es menos divertido montar como una mujer? Es tan adecuado. Tan… tradicional.

      El duque volvió a sentirse invadido por una irritación muy familiar, y con esta recuperó la cordura. Echó un vistazo a su alrededor para comprobar que en la amplia extensión del prado no hubiera más jinetes. Estaba vacío. Gracias a Dios.

      —¿Qué la ha llevado a cometer una locura como esta?

      Juliana sonrió, lentamente, con la satisfacción de una gata al sumergir por primera vez los bigotes en un cuenco lleno de leche.

      —Porque es una sensación maravillosa, ¿por qué iba a ser?

      Sus palabras fueron como un golpetazo en la cabeza, suaves, sensuales e inequívocas.

      Y completamente inesperadas.

      —No debería decir esas cosas.

      Juliana frunció el ceño.

      —¿Por qué no?

      —No es apropiado. —Simon fue consciente de la necedad del comentario incluso antes de verbalizarlo.

      Juliana emitió un suspiro exagerado y doliente.

      —¿No hemos superado eso ya? —Cuando él no respondió, ella continuó—: Reconozca, su excelencia, que no está aquí montado en su caballo, cuando el cielo aún está velado de oscuridad, porque considere que cabalgar es simplemente agradable. Está aquí porque para usted también es una sensación maravillosa. —Apretó los labios hasta formar una fina línea y después emitió una corta risita cómplice que provocó en Leighton un escalofrío de reconocimiento. Juliana volvió a ponerse el guante, y él observó sus movimientos, paralizado por la precisión con que la piel se adaptaba a la delicada red de sus dedos—. Niéguelo si quiere, pero lo he visto.

      El duque no pudo resistirse.

      —¿Qué ha visto?

      —La envidia. —Juliana le señaló con uno de sus largos dedos en un gesto que debería haber considerado insolente—. Antes de reconocerme sobre este caballo…, deseaba estar en mi lugar. Dar rienda suelta a su montura y cabalgar… con pasión. —Tirando de las riendas, situó a su yegua encarada hacia la amplia extensión del prado, vacío y tentador.

      Simon la observó detenidamente, incapaz de apartar la mirada de ella, del modo en que resplandecía con energía y poder.

      Sabía lo que iba a ocurrir. Y estaba preparado.

      —Lo desafío a una carrera hasta el Serpentín. —Sus palabras tenían una suave cadencia italiana y quedaron flotando en el aire, detrás de ella, cuando espoleó su montura. Al cabo de pocos segundos, cabalgaba a galope tendido.

      Simon fue tras ella sin pensárselo dos veces.

      Aunque su montura era más rápida, más fuerte, Simon mantuvo a la criatura bajo control mientras observaba a Juliana. Cabalgaba como una experta, moviéndose con el animal, inclinada sobre el cuello de la yegua. Aunque no la oía, supo que estaba hablándole a la bestia, animándola, alabándola…, dándole la libertad para que corriera tan rápido como deseara.

      Desde su posición, unos metros por detrás, Simon se dedicó a trazar con la mirada la larga y recta espalda de Juliana, la generosa curva de su trasero, el modo en que sus muslos se constreñían y separaban de los costados de su montura, dando órdenes silenciosas e irresistibles a la bestia debajo de ella.

      El duque se sintió invadido por un intenso deseo. Que rechazó casi inmediatamente.

      No era ella. Era la situación.

      Entonces Juliana miró por encima del hombro, y sus ojos azules relucieron al comprobar que él la había seguido. Que le iba a la zaga. Soltó una carcajada, y el sonido viajó con el viento penetrante y con los primeros rayos del sol, envolviéndolo completamente mientras ella se centraba de nuevo en la carrera.

      Simon dio rienda suelta a su caballo, confiriéndole el control. La superó en pocos segundos e inició la amplia curva que reseguía la zona densamente arbolada del parque, atravesando el prado y encaminándose al borde del lago del Serpentín. Simon se dejó llevar por el movimiento, por el modo en que el mundo se balanceaba y deslizaba, dejando tras de sí solo al hombre y su corcel.

      Juliana tenía razón.

      Era una sensación maravillosa.

      Simon echó la vista atrás, incapaz de apartar la vista de ella durante mucho tiempo, y la vio, a varios metros de él, desviarse del sendero que él había elegido y adentrarse sin disminuir la velocidad en el denso follaje.

      ¿Adónde demonios se dirigía?

      Simon tiró de las riendas y su caballo se encabritó para obedecer su orden, dándose la vuelta prácticamente en el aire. Espoleó al animal, y este se adentró en el bosque a escasos metros detrás de Juliana.

      El sol matinal aún no había alcanzado la línea de árboles, pero la falta de luz no le impidió a Simon cabalgar desbocado por el tenebroso sendero apenas visible desde el prado. La agitación se le trabó en la garganta, en parte provocada por la rabia, en parte por el miedo. El sendero serpenteaba delante de él, lo que solo le permitía distinguir brevemente a Juliana y su montura.

      Después de un giro especialmente brusco, se detuvo en la parte superior de una larga y sombría recta, por la que Juliana apremiaba a su yegua en dirección a un enorme tronco caído que bloqueaba el sendero.

      Simon entendió su propósito con alarmante claridad. Iba a saltarlo.

      La llamó por su nombre con un grito severo, pero ella no redujo la marcha ni se dio la vuelta.

      Por supuesto que no.

      Se le detuvo el corazón


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