Once escándalos para enamorar a un duque. Sarah MacLean

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Once escándalos para enamorar a un duque - Sarah MacLean


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      La respuesta, demasiado rápida, quedó colgada en el aire.

      ¿Por qué se negaba a revelar la identidad de su asaltante? Tal vez no deseaba tratar un tema tan personal delante de Simon, pero ¿por qué no con su hermano?

      ¿Por qué no permitía que el culpable recibiera su merecido?

      —No soy estúpido, Juliana. —Ralston reanudó su deambular—. ¿Por qué no me lo dices?

      —Lo único que debes saber es que me defendí.

      Los dos hombres se quedaron de piedra. Simon no pudo contenerse.

      —¿De qué modo se defendió?

      Juliana hizo una pausa, y entonces se rodeó la muñeca amoratada con una mano, lo que hizo que el duque se preguntara si se habría hecho un esguince.

      —Lo golpeé.

      —¿Dónde? —replicó Ralston.

      —En los jardines.

      El marqués levantó la vista al techo, y Simon sintió lástima por él.

      —Creo que su hermano le preguntaba en qué parte de su anatomía golpeó a su atacante.

      —Ah. En la nariz. —Se produjo un silencio provocado por el aturdimiento general, y entonces Juliana añadió a la defensiva—: ¡Se lo merecía!

      —Por supuesto que sí —convino Ralston—. Ahora dime su nombre y me encargaré de rematarlo.

      —No.

      —Juliana, un golpe de mujer no es castigo suficiente para una ofensa semejante.

      Ella miró a su hermano con los ojos entrecerrados.

      —¿De veras? Pues para ser solo un golpe de mujer, le provocó una considerable hemorragia, Gabriel.

      Simon parpadeó.

      —Le hizo sangrar por la nariz.

      Juliana esbozó una sonrisa presumida.

      —Y eso no fue lo único que le hice.

      Por supuesto que no.

      —No sé si preguntar… —azuzó Simon.

      Juliana lo miró primero a él y después a su hermano. ¿Se había sonrojado?

      —¿Qué hiciste?

      —Lo… golpeé… en otra parte.

      —¿Dónde?

      —En su… —Juliana vaciló, torció los labios mientras buscaba la palabra adecuada y lo dejó estar—. En su inguine.

      Si el duque no hubiera entendido perfectamente el italiano, el movimiento circular de la mano de Juliana sobre la zona considerada generalmente inapropiada como tema de conversación con una joven dama de buena cuna habría resultado inconfundible.

      —Madre de Dios. —No quedó claro si las palabras de Ralston pretendían ser una plegaria o una blasfemia.

      Lo que quedó claro era que la mujer era una gladiadora.

      —¡Me llamó furtiva! —anunció a la defensiva. Hizo una pausa—. Un momento. No era eso.

      —¿Furcia?

      —¡Sí! ¡Eso es! —Juliana se fijó en los puños apretados de su hermano y miró a Simon—. Entiendo que no se trata de un cumplido.

      Al duque le costó oír bien por culpa del zumbido de los oídos. A él también le habría gustado ponerle la mano encima a aquel hombre.

      —No, no lo es.

      Juliana se quedó pensativa un instante.

      —Entonces se lo merecía, ¿verdad?

      —Leighton —dijo Ralston tras recuperarse—, ¿hay algún sitio donde pueda esperar mi hermana mientras usted y yo hablamos?

      Sonaron campanas de advertencia, fuertes y claras. Simon se puso en pie e hizo un esfuerzo por calmarse.

      —Por supuesto.

      —Vais a hablar de mí —soltó Juliana.

      ¿Alguna vez se guardaría para ella algún pensamiento?

      —Así es —anunció Ralston.

      —Me gustaría participar.

      —No me cabe ninguna duda.

      —Gabriel… —empezó Juliana con un tono de voz que Ralston solo había oído dirigido a caballos indómitos y reclusos de manicomios.

      —No tientes a la suerte, hermana.

      Juliana vaciló, y Simon observó atónito cómo esta cavilaba su siguiente paso. Finalmente, se encontró con su mirada; sus brillantes ojos azules destellaban irritación.

      —Su excelencia, ¿dónde piensa dejarme mientras usted y mi hermano se dedican a hablar de cosas de hombres?

      Increíble. Aquella mujer se resistía a todo.

      Simon se encaminó hacia la puerta y la acompañó al vestíbulo, donde le señaló una puerta situada justo al otro extremo.

      —La biblioteca. Allí podrá ponerse cómoda.

      —Mmm. —El sonido fue seco y malhumorado.

      Simon contuvo la sonrisa, incapaz de resistirse a lanzarle una última pulla.

      —¿Puedo decirle que me alegra que finalmente haya reconocido la derrota?

      Juliana se dio la vuelta y dio un paso al frente, con lo que sus pechos quedaron a escasos centímetros de él. El aire se hizo más pesado entre ellos e inundó a Simon con su perfume: grosellas y albahaca. El mismo perfume que había percibido meses atrás, antes de descubrir su auténtica identidad. Antes de que todo cambiara. El duque resistió la tentación de mirar la extensión de piel por encima del generoso escote de su vestido verde y, finalmente, dio un paso atrás.

      La muchacha carecía del más mínimo sentido del decoro.

      —Puede que admita la derrota en una batalla, su excelencia. Pero no de la guerra.

      La observó cruzar el vestíbulo y entrar en la biblioteca. Cuando cerró la puerta a su espalda, el duque sacudió la cabeza.

      Juliana Fiori era un volcán a punto de entrar en erupción.

      Era un milagro que hubiera sobrevivido medio año en Londres.

      Era un milagro que ellos hubieran sobrevivido medio año con ella.

      —Lo tumbó con un rodillazo en los… —dijo Ralston cuando Simon regresó al estudio.

      —Eso parece —contestó este, y cerró firmemente la puerta como si de ese modo pudiera aislar a la conflictiva mujer.

      —¿Qué demonios voy a hacer con ella?

      Simon parpadeó una sola vez. Él y Ralston apenas se toleraban. Si no fuera por la amistad que lo unía al gemelo del marqués, ni siquiera se dirigirían la palabra. Ralston siempre había sido un imbécil. No estaría pidiéndole consejo, ¿verdad?

      —Oh, por el amor de Dios, Leighton, era una pregunta retórica. Jamás se me ocurriría pedirte consejo. Especialmente acerca de mi hermana.

      El dardo dio directo en el blanco, y Simon le indicó claramente dónde podía ir en busca de consejo.

      El marqués soltó una risotada.

      —Mucho mejor. Empezaba a preocuparme que te hubieras convertido en un anfitrión de lo más cortés. —Se acercó al aparador, donde se sirvió tres dedos de un líquido ambarino en un vaso de cristal. Dándose la vuelta, añadió—: ¿Whisky?

      Simon volvió a sentarse al comprender que la noche aún podía ser muy larga.

      —Qué


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