Un drama de caza. Anton Chejov

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Un drama de caza - Anton Chejov


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–le dije a Urbenin— y vivir aquí entre los animales y no ser juez de instrucción y tener que soportar a los hombres. Todo es aquí mucho más tranquilo, ¿no es así, Piotr Iegorich?

      —Todo es lo mismo, Serguei Petrovich, cuando uno tiene en paz el alma.

      —¿Y el alma de la preciosa Olenka estará en paz?

      —Sólo Dios sabe los secretos del alma de los demás, pero me parece que ella no tiene ningún motivo para sentirse intranquila. Ha conocido muy pocas penas, y no tendrá más pecados que un niño. Es una muchacha buena... En fin, el cielo anuncia lluvia.

      Se escuchó algo del otro lado del bosque, como en el rodar de un carro o el ruido de las bochas al caer juego. Un trueno retumbó detrás de los árboles. Mitka, quien no nos quitaba la vista, tembló y se santiguó apresuradamente.

      —¡Una tormenta! —exclamó el conde empavorecido—. ¡Qué horrible sorpresa! La lluvia nos va a pescar en el camino. ¡Cómo ha oscurecido de pronto! Dije que deberíamos volver, pero tú te empeñaste en venir hasta aquí.

      —Esperaremos en la casa a que pase la tormenta —propuse.

      —¿Cómo en la casa? —dijo Urbenin, parpadeando extrañamente—. Lloverá toda la noche; no se podrán quedar aquí. Pero no se inquieten. Sigan su camino. Mitka irá a toda prisa por un coche para que los recoja.

      —No se preocupe; tal vez no llueva toda la noche...

      Las nubes de verano, por lo general, descargan muy rápido. A propósito, no conozco al nuevo guardabosques y me gustaría también conversar con Olenka, descubrir su temperamento.

      —Yo no me opongo —dijo el conde.

      —¡Cómo! ¿Quedarse? —balbuceó Urbenin en el colmo de la inquietud—. No hay necesidad de que se quede en este ambiente sofocante, Excelencia, cuando en su casa estará mucho mejor. No sé qué agrado puedan obtener... Además, no es el momento de conocer al guardabosques porque está enfermo.

      Era evidente que Urbenin no quería de ningún modo que entráramos a la casa. Llegó hasta a extender los brazos como para impedirnos el paso. Comprendí por su cara que tenía razones para no desear que entrásemos. Tengo por norma respetar las razones y los secretos de los demás, pero en esa ocasión me picaba la curiosidad. Insistí, y al fin entramos en la casa.

      —Pasen a la sala —dijo con un tartamudeo de placer el muchacho descalzo.

      Imagínense la más pequeña “sala” posible, con los maderos sin pintar. Las paredes estaban adornadas con cromos de la revista Neva y con fotografías enmarcadas con caracoles y conchas. Había un documento enmarcado en que un barón agradecía no sé qué servicio, y otros referentes a caballos. Aquí y allá la hiedra se enredaba en los tabiques. Una pequeña llama azul ardía veladamente frente a un icono, y se reflejaba débilmente en un marco plateado. Unas sillas, en apariencia recién compradas, se alineaban a las paredes en un número excesivo para las dimensiones de la pieza. Había también algunos sillones y un sofá con fundas blancas adornadas con encajes. Sobre el sofá dormía una liebre domesticada. La habitación era cómoda, muy limpia y tibia. La presencia de una mujer se advierte dondequiera que exista. Hasta un armario con libros daba la impresión de algo inocentemente femenino, como si no contuviera más que novelas y poemas sentimentales.

      Mitka frotó con vigor algunos fósforos, hasta que uno prendió y pudo así encender dos velas que colocó cuidadosamente frente a nosotros, sobre la mesa.

      —Nikolai Efimich está en cama, enfermo —dijo Urbenin—, y su hija ha salido seguramente a recoger a los niños. —Mitka, ¿están cerradas las puertas? —se oyó una voz

      débil de tenor salir de la habitación vecina.

      —Están todas cerradas, Nikolai Efimich —contestó Mitka con voz ronca, y corrió hacia la habitación de su padre.

      —Muy bien. Ocúpate de que estén cerradas con llave —volvió a decir la misma débil voz—, firmemente cerradas. Si los ladrones quieren entrar, los recibiré a tiros.

      —Así lo haré, Nikolai Efimich.

      Todos nos echamos a reír y miramos a Urbenin con aire de interrogación. Éste se sonrojó y para ocultar su molestia se acercó a la ventana. Todos estábamos perplejos. Desde fuera llegó un rumor de pasos ágiles y rápidos, y se escuchó el ruido de los goznes de la puerta. La muchacha de rojo entró bruscamente. Cantaba con una voz de contralto, y al vernos se interrumpió con una sonrisa. Cohibida, tímida como un corderito, entró en la habitación desde donde nos había llegado la voz de su padre.

      —Ella no esperaba verlos aquí —dijo Urbenin, riendo.

      Unos minutos después, la muchacha reapareció en silencio, se sentó en la silla más próxima a la puerta y se puso a examinarnos. Nos miró con una insistencia que tenía algo de atrevimiento, como si no fuéramos personas, sino especímenes de un jardín zoológico. Por un instante también nosotros la miramos en silencio.

      Estaba tan hermosa aquella tarde que yo me hubiera podido quedar mirándola un año entero. Su piel tenía una frescura de agua o de brisa, su garganta se agitaba suavemente, sus cabellos ondulados en la frente y en la nuca caían sobre la mano con que arreglaba el cuello de su vestido; sus grandes ojos brillaban. Y todo eso en un cuerpo brioso que yo aprecié de una sola mirada. La muchacha me observaba de la cabeza a los pies, con aire serio e interrogante, pero cuando su vista se dirigió al polaco no pudo contener una sonrisa de burla.

      Fui el primero en romper el silencio.

      —Me permito presentarme —le dije acercándome—. Me llamo Zinoviev. Permítame también que le presente a mi amigo, el conde Karnieiev. Le rogamos nos disculpe por habernos metido en su hermosa casa sin ser invitados. No lo hubiésemos hecho de no habernos obligado la tormenta...

      —Nuestra casa no va a derrumbarse porque estén aquí —contestó, tendiéndome la mano.

      Mostró su dentadura espléndida. Me senté en una silla a su lado, y le conté cómo la tormenta había interrumpido nuestra marcha. La conversación se inició con el tema del tiempo —el comienzo de los comienzos—. Mientras hablábamos, Mitka tuvo tiempo de ofrecer al conde dos vasos más de vodka, y mi amigo, creyendo que yo no lo miraba, hizo después de cada trago su mueca favorita.

      —¿Quiere usted tomar algo? —me preguntó, y desapareció antes de que yo hubiese respondido.

      Las primeras gotas de lluvia azotaron las ventanas. Me acerqué a la ventana y sólo pude ver el agua que resbalaba por el cristal y el reflejo de mi nariz. Un relámpago iluminó los pinos más cercanos.

      —¿Están cerradas todas las puertas? Mitka, bandido, cierra las puertas. ¡Ay, Señor, qué desastre!

      Una campesina de vientre enorme y cara estúpida entró en la sala. Saludó al conde en voz baja y extendió sobre la mesa un mantel blanco. Detrás de ella, Mitka llevaba algunos platos. En un minuto hubo en la mesa vodka, ron, queso y trozos de algún ave asada. El conde bebió un vaso de vodka sin poner atención en la comida.

      El polaco olfateó el ave con cierta desconfianza y luego comenzó a devorarla.

      —La lluvia ha comenzado, ¡mire! —le dijo a Olenka, que había vuelto a entrar.

      Se acercó a la ventana y en ese preciso instante un resplandor azul iluminó nuestras caras. Un trueno retumbó estruendosamente y tuve la impresión de que algo enorme y pesado se había desprendido del cielo y rodaba por la tierra. Las lunas de los cristales y los vasos temblaron con ruido cristalino.

      —¿No le asustan las tormentas? —le pregunté a Olenka.

      Ladeó la cabeza sobre un hombro y me miró con aire de infantil confianza.

      —Tengo miedo —murmuró, después de reflexionar durante un momento—.


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