La Princesita. Frances Hodgson Burnett
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La princesita
La princesita (1905) Frances Hodgson Burnett
Editorial Cõ
Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.
Edición: Noviembre 2021
Imagen de portada:
Traducción: Benito Romero
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
I · Sara
La tan normal espesa niebla de Londres, invadía sus calles como cualquier otro día de invierno; triste y frío. Podía escucharse el girar de un cabriolé y las pesadas herraduras de su caballo recorriendo la ciudad. En el coche, abrazando a su padre, iba Sara Crewe, una niña excepcional.
Sara sólo tenía siete años, pero su comportamiento era digno de un adulto, pues su vida había transcurrido entre ellos. Pasaba gran parte de su tiempo en su cabeza, haciendo uso de su imaginación. Solía observar todo a su alrededor y reflexionaba sobre las personas mayores y acerca del mundo al que pertenecían.
Mientras miraba por la ventanilla del coche, iba recordando el viaje que acababa de hacer desde Bombay con su padre, el capitán Crewe. Pensaba en el enorme navío, en sus compañeros de viaje, en sus conversaciones, en la ciudad hindú que había dejado, en los niños que jugaban en el puente soleado, y en algunas jóvenes esposas de oficiales que solían llamarla para escuchar sus divertidas historias. Todos estos recuerdos rumiaban en su cabeza.
Pero, sobre todo, pensaba en lo curioso que resultaba hallarse en un momento en la India, bajo un sol abrasador, y en otro momento en un gran buque en medio del océano, y luego, en otro, encontrarse recorriendo calles extrañas, en un vehículo desconocido para ella y, además, en una ciudad donde el día era tan oscuro como la noche. Todo esto la intimidaba y se apretó junto a su padre.
—Papá —dijo en voz baja y un poco desolada.
—¿Qué sucede, hijita? —contestó el capitán Crewe, estrechándola cariñosamente—. ¿En qué está pensando mi niña?
—¿Estamos ya en “ese país lejano”? —murmuró la niña apretándose más contra su padre.
—Sí, hija. Hemos llegado, por fin —respondió el padre con tristeza.
A Sara le parecía que habían transcurrido muchos años desde que su padre la venía preparando para ese “país lejano”; así decía siempre él cuando se refería a Inglaterra. Allí transcurriría una etapa muy significativa para ambos.
Su madre murió dando a luz, y como no la había conocido, nunca la echó de menos. Su joven padre, apuesto, rico y muy cariñoso, era toda la familia que tenía en el mundo; siempre habían estado juntos.
Su vida había transcurrido en una hermosa casa, llena de sirvientes que le hacían reverencias, y que al dirigirse a ella la llamaban señorita. Tenía todo lo que podía desear, pero por sobre todas las cosas, Sara había tenido una nana que la adoraba.
Sólo una cosa le había preocupado durante su breve existencia: era ese “país lejano” donde algún día la llevarían. El clima de la India era malsano para los niños, por ese motivo se les enviaban a un colegio en Inglaterra tan pronto como fuera posible. Sara había visto a varias de sus amiguitas desaparecer de esa manera, y luego oía que sus padres hablaban de ellas y de las cartas que recibían. Sabía que algún día llegaría el momento en que ella también debería irse. Por eso le gustaba tanto escuchar los cuentos del viaje y de “ese lejano país”, que su padre le narraba. Pero la entristecía la idea de tener que separarse de su ser más querido.
—¿No podrías quedarte allá conmigo, papá? —había preguntado en cierta ocasión.
Su padre le respondió que su ausencia no se prolongaría mucho tiempo. Y agregó:
—Estarás en una casa hermosa donde hay muchas niñas como tú, y jugarás con ellas, y yo te enviaré muchos libros y todo lo que tú desees. Crecerás tan rápido que no te darás cuenta que el tiempo ha pasado, y que serás lo suficientemente mayor y lo bastante instruida para regresar a la India a cuidar a tu papá.
A Sara le agradaba la idea de atender su hogar. De sentarse a la cabecera de la mesa junto a su padre y conversar y leer sus libros preferidos, y si para ello debía ir a Inglaterra, estaba decidida a partir. La consolaba pensar que podría leer y estudiar, ya que no había otra cosa en el mundo que le gustara tanto. No le atraía mucho estar con otras niñas, pero si disponía de suficientes libros, pensaba que no le sería difícil acostumbrarse.
A veces Sara inventaba historias de cosas bellas, que solía contarse a sí misma y también se las contaba a su papá, que las encontraba maravillosas y sorprendentes.
—Bueno, papá —dijo Sara suavemente— ya que estamos aquí, lo mejor será resignarnos.
El padre sonrió ante tal comentario, más propio de un adulto que de una niña, y la besó con ternura. Pero a él le costaba resignarse a separarse de su pequeña Sara y volvió a abrazarla con cariño.
Por fin, el coche entraba en la melancólica plaza grande, donde se levantaba el edificio del colegio.
Era una casa de ladrillos, de aspecto tristón, igual a las otras casas de la calle. Sólo la diferenciaba una placa de bronce en la puerta de entrada, donde se leía en letras negras:
Señorita Minchin
Internado selecto para señoritas.
—Ya hemos llegado, Sara —dijo el capitán Crewe, tratando de dar a su voz el tono más animado posible.
Entonces, la levantó para bajarla del coche, subieron unos peldaños y tiraron de la campanilla.
Fueron introducidos a un gran salón. El lugar parecía respetable, aunque, a juicio de Sara, tenía muchos muebles de mal gusto. Al sentarse en un incómodo sillón de caoba, echó una de sus penetrantes miradas en derredor.
—No me gusta, papá —observó—; pero, después de todo, creo que a los soldados, aun a los más valientes, tampoco les gusta ir a la guerra.
El capitán Crewe lanzó una carcajada celebrando la ocurrencia de su hija. Era un hombre muy alegre y jovial.
—No sé qué voy a hacer sin tus comentarios tan alegres y tan solemnes —comentó el capitán—. Eres tan graciosa.
La besó con ternura y sus ojos se llenaron de lágrimas. Fue justamente en ese instante cuando la señorita Minchin hizo su entrada en el salón, sonriendo al ver al capitán y su hija. Al observarla, a Sara se le hizo que iba muy de acuerdo con el tono de la casa: alta y desabrida, a la vez que respetable y fea. Tenía ojos grandes y fríos, y una sonrisa insípida en sus labios. La señorita Minchin ya sabía muchas cosas sobre ellos, gracias a la señora que recomendó al capitán; por ejemplo, que el padre de Sara era un militar joven, inmensamente rico, y bien dispuesto a gastar mucho dinero en la educación de su hijita.
—Será para mí un gran honor hacerme cargo de tan bella y prometedora niña, capitán Crewe —dijo, tomando la mano de Sara y acariciándola—. Lady Meredith me ha hablado de su extraordinaria inteligencia y talento. Una niña inteligente es, en verdad, un tesoro en una institución como la mía.
La niña, sentada junto a su padre, miraba fijo a la señorita Minchin y, como de costumbre, pensaba en algo poco común para una chica de su edad. Según Sara, había dicho cosas que no eran verdad: no se consideraba hermosa, aunque la gente la encontraba bonita; más bien se encontraba feúcha, por eso le habían molestado los halagos de la señorita Minchin. Sara era ágil y delgada, algo alta para su edad y su cara era pequeña, pero atractiva. Sus ojos, grandes de color verde grisáceos mostraban una mirada intensa bajo tupidas pestañas negras. Su pelo era negro y abundante.
Con el tiempo, la muchachita descubrió que la señorita Minchin repetía los mismos halagos a cada familia