La Princesita. Frances Hodgson Burnett

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La Princesita - Frances Hodgson Burnett


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dirigió a Emilia que estaba sentada en una silla adecuada a su tamaño, y le entregó un libro.

      —Puedes leer esto mientras yo estoy en clases —le dijo.

      Al ver que Mariette la miraba extrañada, agregó:

      —¿Sabes Mariette? Yo creo que las muñecas tienen un secreto.

      Ellas pueden hacer muchas más cosas de las que nosotros creemos. Es probable que Emilia lea, hable y camine, pero sólo cuando no hay nadie en la habitación.

      “¡Qué niña más extraña!”, pensó Mariette, pero en el fondo ya había comenzado a apreciarla por su inteligencia y sus modales tan finos. Sara era una niña muy bien educada, con una manera encantadora de decir “por favor, Mariette”, “gracias, Mariette”, esto le había valido conquistar el cariño de la doncella y una fama muy especial, que llegaba hasta la cocina.

      —Esa pequeña tiene aires de princesa —solía comentar Mariette con sus compañeras de trabajo.

      Las demás niñas estaban expectantes. Todas habían oído hablar de ella, desde Lavinia Herbert, que tenía casi trece años y ya se sentía mayor, hasta Lottie Legh, que no tenía más de cuatro y era la menor del colegio. Tenían gran ansiedad de conocer a esa niña que contaba con una doncella que la ayudaba a vestirse sacando ropa de una enorme caja.

      Cuando Sara entró a la sala de clases, las que serían sus compañeras la miraban con curiosidad y hacían comentarios, mientras simulaban leer la lección de geografía.

      —¡Tiene una caja llena de enaguas de encaje! —murmuró Lavinia a su amiga Jessie.

      —Oí decir a la señorita Minchin que sus vestidos son demasiado lujosos para su edad —comentó otra chica.

      —Creo que ni siquiera es bonita. Sus ojos tienen un color muy extraño —agregó otra.

      —No es que sea bonita como otras personas, pero es atractiva. —Tiene unas pestañas larguísimas y sus ojos son verdosos.

      Y así, cada una de las niñas quería decir algo con relación a Sara.

      Cuando Sara entró a la sala, se sentó en el lugar que le habían asignado, y permanecía esperando pacientemente a que comenzaran las clases. La habían ubicado cerca de la señorita Minchin y contemplaba a sus compañeras, sin preocuparse por sus miradas curiosas. Se preguntaba en qué estarían pensando, si sentirían afecto por la señorita Minchin, o interés por las lecciones, y si alguna tendría un padre como el suyo. De pronto, la directora dio una palmada en su escritorio para llamar a las alumnas al orden.

      —Niñas, deseo presentarles a su nueva compañera. Espero que sean muy amables con la señorita Crewe, que viene desde muy lejos, de la India. Y en cuanto termine la clase, me gustaría que se acerquen a conversar con ella.

      Todas las chicas se levantaron para saludarla ceremoniosamente. Sara también se levantó y respondió con una reverencia.

      —Sara, venga aquí —ordenó la señorita Minchin con su terco tono habitual—. Su padre ha decidido que usted tenga una doncella francesa a su disposición. Supongo, pues, que desea que se dedique al estudio de la lengua francesa, de modo especial.

      La chica no sabía cómo responder sin parecer insolente o soberbia.

      —Creo que la intención de mi padre fue que yo me sintiera más protegida, señorita Minchin.

      —Me parece —contestó la señorita Minchin con una sonrisa irónica— que usted es una niña muy consentida y que siempre imagina que las cosas se le brindan para darle placer.

      Ante la dureza de las palabras de la directora, Sara enrojeció y se sintió desconcertada. Ella hablaba francés, como idioma materno. Su madre era francesa y su padre amaba el idioma de su esposa, de modo que siempre se dirigía a su hija en francés.

      —Nunca estudié francés, pero... —trató de explicar la niña.

      —Suficiente —acotó en forma imperativa la directora— deberá comenzar ya, el profesor Dufarge estará aquí en unos minutos más. Mientras tanto, lea este libro.

      Sara se sintió confundida, miró el libro y se confundió más aún. Se trataba de un libro elemental que comenzaba por decir que le père, significa el padre y la mére, significa la madre, etc.

      —Parece enojada, —dijo la señorita Minchin, dirigiéndole una mirada amenazadora— lamento mucho que no le guste la idea de aprender francés.

      Sara se esforzó por iniciar una respuesta que no resultara impertinente:

      —Me gusta mucho, pero...

      —No comience con “peros” cuando se le indique lo que tiene que hacer —interrumpió la señorita Minchin—. Continúe leyendo el libro.

      “Cuando llegue el señor Dugarge, podré hacerle comprender que yo hablo francés desde mis primeros años”, pensó Sara y siguió leyendo: le fils, significa el hijo; le frère, significa el hermano... etc.

      Pronto llegó el señor Dufarge. Era un francés de edad madura, amable e inteligente. Se alegró al ver que Sara estaba interesada en el libro.

      —¿Tengo una alumna nueva, señorita Minchin?

      —El capitán Crewe, padre de esta niña, desea que su hija aprenda francés, pero me temo que ella se niega a hacerlo.

      El señor Dufarge, se dirigió a Sara y dijo:

      —Lo siento. Quizás cuando comencemos a estudiar juntos, pueda demostrarle que se trata de una hermosa lengua.

      Sara se puso de pie y, mirando a los ojos al señor Dufarge comenzó a explicar, en un fluido francés, que nunca había aprendido este idioma con textos de gramática, pues su padre y otras personas cercanas, siempre lo habían hablado y que ella podía hablar y escribir con facilidad.

      —Sin embargo, me gustaría aprender más, lo que el señor Dufarge quiera enseñarme —concluyó y agregó que eso era lo que había querido explicarle a la señorita Minchin.

      El señor Dufarge sonrió complacido ante el encanto y la sencillez de la pequeña y comentó con ternura que la niña hablaba el idioma a la perfección y con un acento exquisito.

      Al escucharla, la directora no pudo ocultar su ofuscación, al reconocer íntimamente que ella le negó la posibilidad de explicarse. Su ira aumentó aún más al notar que las alumnas Lavinia y Jessie se reían burlescamente ocultándose en sus libros.

      —¡Silencio, señoritas! —gritó con severidad.

      III · Ermengarda

      En el primer encuentro de Sara con las niñas que serían sus compañeras, le quedó claro cuál sería el estilo de relaciones que establecería con ellas. Aquella mañana, cuando Sara se sentó al lado de la señorita Minchin y el salón entero se dedicaba a observarla, muy pronto se dio cuenta de que una niña, aproximadamente de su edad, la miraba fijo con un par de ojos azules, un poco tristes.

      Era una niña regordeta, al parecer poco inteligente, pero dotada de una expresión simpática y bondadosa. Estaba encantada mordiendo la cinta de su trenza. Cuando el señor Dufarge se dirigió a Sara, la chica se atemorizó; pero al ver que Sara respondía en francés con gran naturalidad, se sorprendió mucho; ella ni siquiera recordaba que “la madre” se decía la mére. Le maravillaba escuchar que una niña, casi de su misma edad, pudiera juntar tan fácilmente todas aquellas palabras en francés. La mirada intensa y el nervioso mordisqueo a su cinta, llamaron la atención de la señorita Minchin, que, muy molesta le dijo:

      —¡Señorita Saint John! ¿Cómo se atreve a observar con semejante actitud? ¡Baje esos codos! ¡Quítese la cinta de la boca! ¡Siéntese derecha, inmediatamente!

      La


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