100 millones de Hair Ties y un Vodka Tonic (Latinoamérica y Estados Unidos). Sophie Trelles-Tvede
Читать онлайн книгу.Samwer, cofundador de Rocket Internet y primer coinversor de Zalando
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«Una experiencia detallada y de primera mano que cualquier emprendedor novel que quiera producir, distribuir y vender productos físicos debería leer. Para decirlo en forma simple, esta es una gran fuente de conocimiento para principiantes».
Urška Sršen, fundadora de Bellabeat
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«Crear un producto de consumo exitoso es notablemente difícil. Entonces, ¿cómo fue que Sophie Trelles-Tvede creó a los 18 años invisibobble, un producto tan universal que hasta las mujeres que holgazanean en Love Island lo están utilizando? En 100 millones de Hair Ties y un Vodka Tonic, ella te lleva detrás de escena para explicar cómo fue del concepto al prototipo y del prototipo a un furor mundial. Con una considerable dosis de humor, Sophie comparte los conocimientos únicos que ha adquirido después de dar pasos en falso con la fabricación y sobrevivir a negociaciones con distribuidores y batallas legales. Quien aspire a convertirse en emprendedor debería leer esto para obtener la información exclusiva de lo que implica construir una compañía innovadora».
Alexandra Wilson, editora de Forbes «30 menores de 30»
Sophie Trelles-Tvede
100 millones de Hair Ties y un Vodka Tonic
La curiosa historia de una emprendedora
Madrid | Mexico City | London New York | Buenos Aires BogotA | Shanghai | New Delhi
A mis padres, por enseñarme la importancia y el valor de la narración. Y a todo el equipo de New Flag e invisibobble, por el viaje más extravagante e inesperado que haya existido. Gracias.
Gracias también, Lucy Handley, por toda tu ayuda con el proceso de escritura.
Nota:
Esta es una historia real. En favor de la simpleza, algunos personajes resultan de la combinación de varias personas. En favor de la privacidad, los nombres de algunas personas han sido cambiados.
Prefacio
Estoy en el aeropuerto de Múnich haciendo cola mientras sostengo una carga muy preciada. Llevo esperando unos 20 minutos. Avanzo lentamente a medida que los otros pasajeros van cruzando el control de seguridad. Siento cómo una mezcla de nervios y emoción me atraviesa el cuerpo.
Hoy vuelo a Chicago. Tengo una reunión con un potencial cliente. Confío mucho en nuestros productos y presentación, pero este distribuidor está acostumbrado a colaborar con marcas muy establecidas, por lo que no va a ser una venta fácil.
A estas alturas soy una experta en hacer mi equipaje de mano para cualquier tipo de viaje; después de Chicago volaré a Ámsterdam y más tarde, a China, a supervisar la planta de producción y las próximas innovaciones y colecciones. A pesar de eso, la mayoría de mi maleta está ocupada por muestras de productos.
Finalmente, llega mi turno y coloco mi maleta en una gran bandeja plástica. Al cruzar el detector de metales, espero la llegada de mi maleta al otro lado de la cinta de rayos X, pero no llega. Parece que es algo sospechosa y debe ser revisada. Suspiro y espero al agente a cargo.
—¿De quién es esto? —pregunta un hombre uniformado, calvo y de mediana edad.
—Mío —contesto, mientras me inunda la idea irracional de que puedo haber empaquetado algún tipo de arma por error.
—¿Qué tiene aquí adentro? Se ve muy extraño en la máquina de ra- yos X —dice, mientras abre el cierre de mi maleta—. Pareciera llevar un montón de cositas serpenteantes apiladas una encima de la otra —me explica.
Cositas serpenteantes. Esa es una forma de decirlo.
—Eh, son hair ties1 —digo mientras él abre la maleta.
—¡Ah, sí! Me parecían familiares —dice, sonriendo—. ¡Esas gomas con forma de espiral que no dejan marcas en el cabello ni provocan dolores de cabeza! ¿Las que vienen tres en un cubo de plástico?
Me quedo mirándolo, francamente asombrada. Este tipo de seguridad, viejo y calvo, ¿sabe sobre mis gomas elásticas?
Mi nombre es Sophie Trelles-Tvede. En 2011, cuando era una estudiante de 18 años cursando el primer año de Administración en la Universidad de Warwick, inventé una goma elástica con forma de espiral a la que llamé invisibobble.
Entre mi cofundador, Felix, y yo invertimos en el negocio USD 4.000 (alrededor de 3.000 libras esterlinas), que es el equivalente a unos 1.350 vodka tonics de un bar estudiantil.
Por entonces no soñábamos ni de casualidad con que nuestra pequeña idea, nuestro minúsculo producto, podría convertirse en una marca global comercializada en peluquerías, farmacias de Norteamérica y Europa, lujosas tiendas departamentales, gigantescas empresas norteamericanas de mercado minorista, cadenas de moda, tiendas generales y de belleza, aeropuertos, cruceros y ¡hasta en las capas heladas de Groenlandia! (donde el transporte está a cargo de trineos tirados por perros). Jamás jamás imaginé que cambiaríamos para siempre la forma en que las hair ties se hacen, se promocionan y se venden.
Pero, de algún modo, lo hicimos. Desde que iniciamos, vendimos más de 100 millones de hair ties alrededor del mundo, en 85.000 puntos de venta repartidos en más de 70 países. Hoy facturamos decenas de millones de dólares al año, pero, sobre todo, cambiamos la categoría de accesorios para el cabello y el escenario de venta minorista para productos capilares.
Esta es la historia de invisibobble.
1. Cintas para el cabello. (N. del T.)
1.
Construyendo bicicletas para peces
LO QUE APRENDÍ:
• A veces debes obligarte a hacer amigos.
• El aburrimiento es el padre de la invención.
• Sujetar el cabello con un cable de teléfono no te da dolores de cabeza.
Bum. Bum. Bum. Plaf. Plaf. Plaf.
Aún antes de ver lo que pasaba, escuchaba a los hombres arrojando camas. Gritaban, maldecían y tiraban de las estructuras de metal de a una, cuatro o cinco a la vez, antes de arrojarlas, sin ceremonia, desde el camión al suelo. Parecían las camas de una prisión, y yo me acostaría sobre una de ellas. Y lo haría cada noche como estudiante de primer año de Administración en la Universidad de Warwick, en el Reino Unido.
Mi mamá y yo presenciamos el espectáculo de las camas de pie, junto al edificio que sería mi residencia. Se trataba de un bloque feo y bajo de la década de 1970. Estaba, al menos, a 20 minutos a pie del campus universitario (y que era algo así como mi cuarta opción). La Universidad de Warwick se sentía tan lejos de Zúrich, Suiza —desde donde volamos— como se podía llegar a estar.
Nací en Dinamarca en 1993. Nos mudamos a Suiza cuando todavía era bebé porque mis papás creyeron que sería un buen lugar para iniciar un negocio. Tuve la suerte de crecer en una casa de color salmón en un pueblo junto a un lago. Allí vivían menos de 2.000 personas. Crecí rodeada de colinas verdes, ganado y el aroma confortable del cálido estiércol vacuno. Era el tipo de lugar donde los trenes siempre pasan a tiempo, la limpieza es casi perfecta y las personas parecen brillar con el aire alpino.
A medida que caminábamos por los largos pasillos de la residencia, me sentía más y más melancólica. Los estudiantes internacionales