Filosofía y estética (2a ed.). Johan Gottlieb Fichte

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Filosofía y estética (2a ed.) - Johan Gottlieb Fichte


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acaece como representación necesaria, sino como producido por el pensar libre y, sin embargo, necesario para deducir la experiencia humana. ¿Qué nos obliga a emprender esa ascensión que nos reclama la WL? Nada salvo la asunción del punto de vista que más se compadece con la afirmación de nuestra autonomía, de nuestra Yoidad. A esta posición nada nos empuja salvo nuestro pensar con su libertad: la libertad del pensar. En el único acto libre que le está permitido a la filosofía, la elección de su punto de vista, despunta la imaginación.

      La WL pretende un mejor autoconocimiento, prolongando el sapere aude kantiano. Después de la revolución copernicana quedó claro, por una parte, que no son los objetos los que rigen nuestra facultad de conocer, sino que es ésta la que empuña el cetro, y, por otra, que la razón sólo reconoce lo que ella produce. La pregunta por lo que constituye nuestro mundo y nuestra experiencia sólo puede responderse apelando a nosotros mismos. Si el Yo es caracterizado como agilidad, actividad, espontaneidad, libertad, en mayor grado hay que exigírselo al filósofo en la elección de su punto de vista. Libertad/actividad frente a servidumbre/cosificación: éste es ahora el dilema. La opción por una u otra alternativa depende del hombre que se es:

      Todo depende, por tanto, de uno de ambos sentimientos: el de la dependencia y la esclavitud (en el dogmatismo), o el de la libertad y la espontaneidad (en el idealismo); según cuál de ellos sea el dominante en un hombre, se aceptará uno de ambos sistemas y se obligará a callar al sentimiento opuesto. […]. El dogmatismo es lo más indigno para los hombres honorables, pues niega el sentimiento de libertad, de espontaneidad (GA IV/2,21).

      Al moralismo kantiano que impresionó a Fichte en sus albores se le da una vuelta de tuerca; la libertad no será responsable sólo de la experiencia práctica, sino también de la teórica y, con ello, de la experiencia entera. El dogmatismo es degradado ética y epistemológicamente. La alternativa precitada es, en consecuencia, también especulativa. Sólo el idealismo se muestra capaz de explicar qué es una inteligencia y cómo surgen las representaciones:

      Nada puede uno pensar sin pensar además su Yo como consciente de sí mismo; jamás puede hacer uno abstracción de su autoconciencia (GA I/2, 260).

      ¿Cómo convertir en inteligencia, en espíritu, lo que antes era materia? ¿Cómo convertir en Yo lo que antes era una cosa? ¿Cómo explicar nuestra vida consciente, nuestras representaciones? ¿Remitiendo a la afección de algo presuntamente dado al Yo? ¿Cómo hacer explicable el tránsito de uno a otro? El realismo dogmático no sabe cómo disipar estas dudas:

      El dogmatismo… presupone algo que no se presenta a la conciencia, una cosa en sí; además debería explicar cómo se origina una representación a través del afectar. Por tanto, es un pensar arbitrario y problemático (GA IV/2, 21).

      O más rotundamente en la PI:

      El tránsito del ser al representar es lo que [los dogmáticos] tenían que mostrar. No lo hacen ni pueden hacerlo. Pues en su principio reside simplemente el fundamento de un ser, pero no del representar, totalmente opuesto al ser. Dan, pues, un enorme salto a un mundo totalmente extraño a su principio (GA I/4, 197).

      Si somos inmediatamente conscientes de lo que hacemos, ¿no está a nuestro alcance explicar lo que encontramos en nuestra conciencia a partir de los modos de actuar de nuestro Yo? El idealismo todo lo deduce desde el Yo y, por eso, se llama filosofía inmanente, frente al dogmatismo, que es trascendente, al explicar las representaciones desde la afección del Yo por el No-Yo o cosa en sí. Deduciendo nuestra experiencia integral desde nosotros mismos, la WL hiperboliza el idealismo trascendental. En efecto, si el idealismo no se ocupa tanto de los objetos como de nuestra manera de conocerlos y, en consecuencia, de los conocimientos a priori; si lo que quiere la filosofía kantiana es establecer las condiciones trascendentales de una experiencia compartida y universalizable, cuya última condición de objetividad reside en el Yo; Fichte lleva a su máxima radicalidad este planteamiento. Sabedor de que la filosofía kantiana está recorrida por dos discursos o dos puntos de vista distintos aunque complementarios, el del realismo empírico que sostiene la existencia independiente de la realidad externa, y el del idealismo trascendental propiamente dicho, que interroga por las condiciones subjetivas del conocimiento de esa realidad, Fichte considera el segundo como el discurso genuinamente especulativo.

      La WL es idealismo trascendental porque aborda la deducción completa de la experiencia, e incluso la deducción de nuestra creencia realista en la existencia independiente de las cosas, y lo hace apostado en la cima más alta del kantismo, en el Yo, que, sin embargo, ya no será mera condición última de objetividad, como sucede en Kant, sino principio de deducción y fundamento de la experiencia sintética. La KrV apuesta por una experiencia que resulta de sintetizar la diversidad dada en la intuición sensible. A los ojos de Fichte, esa experiencia, o mejor dicho, ese conjunto de reglas o normas del entendimiento que constituyen nuestra experiencia, deben ser a su vez verdaderamente deducidas, esto es, hay que mostrar cuáles son las condiciones trascendentales, según terminología kantiana, o el fundamento, según la fichteana, de esas normas o reglas generadoras de nuestra experiencia. La condición última, el fundamento originario e indeducible, es el actuar libre –aunque necesario para la realización de su fin– del Yo.

      La aventura especulativa que Fichte invita a seguir –en los confines de su exhortación a ser independientes–, a recrear cada uno en sí mismo (GA I/4, 186 ss., 199 ss., 209-216; IV/2, 17-27), es un viaje de exploración filosófica, en el que la autonomía escribe nuestro cuaderno de bitácora. Aquí se narra el alumbramiento de un mundo entero por y para el Yo. Si la WL posee originariamente un único texto, el Yo, y si las condiciones de la posición efectiva del Yo estriban en poner otras entidades aparte del Yo, ¿cómo logra el Yo zafarse de sí mismo, momento en el que comienza la mayéutica de la experiencia? El problema de la salida del Yo de sí mismo no es sólo el problema de la conexión con un mundo externo a él, que se convierte en su escenario, sino ante todo el problema de cómo el Yo surge desde sí mismo o cómo el Yo de la intuición intelectual, todavía preconsciente en sentido estricto, llega a ser plenamente consciente de sí, esto es, un Yo efectivo, individual pero inter subiectos. Ambos problemas acaban convergiendo, ya que la auto– conciencia plena y la conciencia del mundo externo de objetos y de sujetos, de una objetividad natural y de una intersubjetividad, en la que me inserto individualizándome, se coimplican necesariamente.

      La respuesta a esta aporía se ubica de nuevo en la libertad:

      Se afirma que el Yo práctico es el Yo de la autoconciencia originaria, que un ser racional sólo se percibe inmediatamente en el querer y no se percibiría –y, en consecuencia, no percibiría el mundo–, luego no sería ni siquiera inteligencia, si no fuera un ser práctico. El querer es el carácter propio, esencial de la razón; según la intelección de los filósofos, el representar se halla con el mismo en una relación de acción reciproca, pero, sin embargo, es puesto como lo contingente. La facultad práctica es la raíz más íntima del Yo, sobre ella se apoya todo y a ella está todo prendido (GA I/3, 332; cf. IV/2, 115).

      Fichte considera la libertad como un principio de determinación teórica de nuestro mundo (GA I/5, 77), condición de la conciencia del mundo externo, natural y social. A la inteligencia, a la conciencia como actividad representantiva, le subyace, a guisa de fundamento, la voluntad, el carácter práctico del Yo. El conjunto de herramientas conceptuales que constituye nuestra inteligencia y que nos sirve para definir, organizar y dominar nuestro mundo, sólo está a nuestra merced por esa salida de sí que hace posible el querer, la voluntad o la libertad. Espacio, tiempo, categorías, el cosmos de nuestras representaciones, destellan con motivo de la actividad práctica del Yo. El espacio aparece como esfera de mi libertad, como un terreno a roturar por mi actuar efectivo, gracias a la atribución de un cuerpo, voluntad sensibilizada, que se torna instrumento de la libertad. El tiempo surge mediante la intuición de la estructura sucesiva de nuestras acciones. Las representaciones emergen en la conciencia cuando me veo obligado a registrar una limitación de mi actividad, que pone en marcha a la reflexión para que atienda a esta limitación interiormente sentida y a su causa externa. Las categorías se desenvuelven en el proceso de incardinación del Yo en su mundo, son los modos que acompañan el devenir mundano del Yo, las maneras en que el Yo, desde su pensar ensimismado,


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