La música de la República. Eva Brann T.H.
Читать онлайн книгу.general –el «número eidético» que Klein consideraba la solución platónica al problema de la participación–no es difícil ver un intento de responder a la pregunta por el Ser con la que Heidegger cautivó en su momento a Klein y a Strauss. (El lector de La música de la República descubrirá por sí mismo, en los capítulos dedicados a la República y el Sofista, las propias modificaciones y retoques de Brann al respecto.) Lo decisivo, sin embargo, no es la interpretación heideggeriana de Platón, sino la incapacidad de Heidegger para convertir esa interpretación en enseñanza: la educación liberal que Klein y Brann han encarnado en el St. John’s College son una respuesta a las aporías del Discurso de Rectorado o la Carta sobre el humanismo y, podríamos añadir, a la industria cultural en la que se ha convertido la publicación de las obras de Heidegger.6
Brann nació en Berlín en 1929 en el seno de una familia judía y llegó a los Estados Unidos en 1941, el mismo año en el que Strauss publicó su artículo sobre la persecución y el arte de escribir, que luego daría nombre a su libro más famoso y señalaría la tendencia de sus investigaciones sobre un fenómeno que el nazismo había vuelto a poner de relieve. (Durante mucho tiempo, Brann añadiría a su nombre las siglas «T. H.» en recuerdo de sus dos abuelas, Toni y Helene, que se habían quedado en Europa.) Brann se formó en el Brooklyn College de Nueva York y en la Universidad de Yale, donde en 1956 obtuvo su doctorado en arqueología. En el capítulo 4 de La música de la República Brann explica cómo una joven arqueóloga descubrió, en el descanso de unas excavaciones en Corinto, los diálogos de Platón y la filosofía. La arqueología dejaría paso, por decirlo así, a la forma más antigua de discurso o λóγος sobre el ἀρχή o principio de todas las cosas. En 1962 publicaría Cerámica tardía geométrica y protoática, su primer y último libro sobre la disciplina.7 Stanley Rosen solía contar que Benardete (ambos habían sido discípulos de Strauss en la Universidad de Chicago y se convertirían en eminentes platónicos) le confesó una vez que le parecía inmoral amar a los seres humanos; desconcertado respecto a cuál debía ser entonces el objeto del amor, Benardete le contestó que la cerámica griega. El profundo conocimiento de la cerámica griega (que exige, por su parte, una atención a la figura y a la pintura que abre las puertas al reconocimiento de la imagen) no le impidió a Brann dedicar su amor a un objeto aún más atractivo: la sabiduría. El amor a la sabiduría antigua en un sentido tan arqueológico como filológico le inspiraría, años después, uno de sus libros más hermosos: Momentos homéricos, en el que también se trataba de desenterrar «tesoros escondidos».8 Su libro más «arqueológico», sin embargo, sería El logos de Heráclito. Si, como hemos señalado, una de las consecuencias de la «destrucción» heideggeriana fue, para Strauss y Klein, la omisión del neoplatonismo, ni Strauss ni Klein parecieron dispuestos a volverse, como Heidegger, hacia los «presocráticos» más allá de su aparición en los diálogos platónicos. El logos de Heráclito suple esa omisión que es, también, una omisión platónica: no hay ningún diálogo que lleve el nombre de Heráclito, a diferencia del Parménides. La cuestión de la prioridad argumental de Parménides o Heráclito, de su importancia e influencia –decisiva para la constitución de la ontología–, se convierte, para Brann, en una cuestión sobre la originalidad misma del pensamiento filosófico. La sección sobre «El logos de Heráclito» que ocupa el centro de El logos de Heráclito, acaba, precisamente, con el Ser de Parménides y la futilidad de todo intento por determinar si el logos de Heráclito hacía innecesario el «parricidio» del Extranjero de Elea en el Sofista.
Creo que es mejor –escribe Brann– referirse no tanto a sus personalidades individuales [i.e. las de Heráclito y Parménides] cuanto a sus capacidades para ir al origen y dejar al descubierto las raíces de las cosas. Por eso la cuestión de la prioridad ha de plantearse de nuevo de una manera distinta, especulativa: ¿es uno de los dos modos de pensamiento inherentemente anterior al otro? ¿Tiene el filosofar un origen basado puramente en el pensamiento, un origen no cronológico?9
Sin embargo, el amor a la sabiduría, que inevitablemente supone dejar al descubierto las raíces de las cosas, ha de suponer también alguna forma de amor a la ciudad y a los seres humanos que componen, de palabra y de hecho, la ciudad. Que de algún modo haya que «seguir lo común» (ἕπεσθαι τῷ ξυνῷ, Frag. 2) es el imperativo de Heráclito. «Heráclito –escribe Brann– encontraba incomprensible la incomprensión humana en un mundo comprendido por el Logos».10 Que la verdad sea patente de la manera más ordinaria y que, sin embargo, pase por ello completamente inadvertida es, según Brann, el principal motivo de la filosofía y lo que causará luego el asombro y la ironía de Sócrates, que corregirán la soledad del pensador de Éfeso. La constitución de la ciudad forma parte esencial de la educación del filósofo y suscita siempre lo que Brann ha llamado las «paradojas de la educación en una república». A diferencia de su maestro y de Strauss (y también de Heráclito o de discípulos geniales como Benardete y Rosen), Brann ha podido distinguir perfectamente la comunidad política mayor que rodea la comunidad de aprendizaje y cultivado una forma de escritura constitucional que se refleja, principalmente, en su detallada lectura de la Declaración de Independencia de Thomas Jefferson, de la retórica de James Madison o del Discurso de Gettysburg de Abraham Lincoln. En su reseña del estudio de Rosen sobre la República de Platón (en la que mantiene su fidelidad a Klein y su alejamiento del esoterismo de Strauss), Brann ha resumido a la perfección su perspectiva de la República:
El Bien no queda suficientemente delineado como, tal vez, una serie de propiedades de las ideas ni descartado por ser demasiado críptico para dar de él una explicación completamente satisfactoria [La cursiva se corresponde aquí con pasajes de Rosen.] La tradición antigua consiste en que El Bien era un nombre para El Uno, la fuente comprensiva de la unidad, el principio de uno-de-muchos, no un ser en sí mismo sino la unidad de todos los seres. Es el principio de nuestra república [i.e. los Estados Unidos]: E pluribus unum. Por eso los filósofos rey han de contemplarlo; lejos de ser inútil, es el conocimiento de las comunidades, ya sea de seres ideales en su contexto ontológico o de seres humanos en sus amistades privadas o en sus asociaciones cívicas. Aunque los filósofos rey no gobiernen ninguna ciudad, en mi opinión, sino a sí mismos, son amigos y conciudadanos. ¿No albergamos, aquellos de nosotros que seguimos enseñando las artes liberales (las mismas que expone el currículum de los filósofos rey en la República), la esperanza de educar a los ciudadanos de esa manera, preguntándoles qué significa estar juntos en una comunidad que surge de los individuos?11
Esa educación para la ciudadanía expresada por medio de la escritura constitucional proviene, en última instancia, de la «constitución», «república» o πολιτείᾳ de Platón, de la intención de comprender la educación de una manera «temporalmente cosmopolita y espacialmente provinciana».12
En la introducción a su reciente traducción del Político de Platón (escrita, como en los casos de las versiones del Fedón y el Sofista, en colaboración con Peter Kalkavage y Eric Salem), Brann retoma la necesidad de volver a la filosofía clásica y distinguir el modo de pensar característico de los pensadores antiguos a propósito de uno de los diálogos más difíciles de leer, un diálogo que plantea dudas sobre la seriedad misma de la conversación que mantienen dos ancianos –el Extranjero de Elea y un Sócrates que habría de compararse enseguida con un extranjero ante el tribunal de la ciudad– en presencia de dos interlocutores más jóvenes –uno de ellos explícitamente llamado así, νεώτερος, además de compartir el nombre con Sócrates–, poco antes de que tuvieran lugar los acontecimientos que describe la Apología.